Isabel Allende - El plan infinito
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Era cierto. El banquero amigo tuvo que hacerle otro préstamo para instalar su oficina, pero no se quejaba porque ese año los intereses se dispararon a niveles nunca vistos en el país, debía aprovechar a clientes como Gregory Reeves porque no quedaban muchos capaces de pagarlos. La racha no podía durar demasiado, los expertos pronosticaban que la incertidumbre económica costaría la reelección al presidente, un buen hombre a quien acusaban de ser débil y demasiado liberal, dos pecados imperdonables en ese lugar y en ese tiempo.
Instaló la oficina en los altos de un restaurante chino y mandó grabar en los vidrios su nombre y su título con grandes letras doradas, como había visto en las películas de detectives: Gregory Reeves, abogado. Ese letrero simbolizaba su triunfo. Se te nota la baja clase, hombre, no he visto nada más vulgar, comentó Timothy Duane, pero a Carmen le gustó la idea y decidió copiarla para su tienda, con una caligrafía de arabescos. Era un piso amplio en pleno centro de San Francisco con un ascensor directo y una salida de emergencia, que habría de ser útil en. más de una ocasión. El mismo día que Reeves entró al edificio el dueño del restaurante, oriundo de Hong Kong, subió a presentar sus saludos, acompañado por su hijo, un joven miope, pequeño y de modales suaves, geólogo de profesión, pero sin la menor afinidad con los minerales y las piedras, en realidad sólo amaba los números. Se llamaba Mike Tong y había llegado muy joven al país. cuando su padre trasladó la familia completa a esa nueva patria. Preguntó si el señor abogado necesitaba un contador para llevar sus libros y Gregory le explicó que por el momerito sólo tenía un cliente, de modo que no podía pagarle un sueldo, pero podría emplearlo por algunas horas a la semana. No sospechaba que Mike Tong se convertiría en su más fiel guardián y lo salvaría del desespero y la bancarrota. Para entonces el contingente de trabajadores latinos había aumentado mucho. Dentro de treinta años los blancos seremos minoría en este país, pronosticaba Timothy Duane. Reeves quiso aprovechar la experiencia del barrio donde se crió y su dominio del español para buscar clientela entre ellos, porque en otros campos la competencia era grande, tres cuartas partes del total de abogados del mundo operaban en los Estados Unidos, había uno por cada trescientas setenta personas. La razón más importante, sin embargo, fue que se enamoró de la idea de ayudar a los más humildes, podía comprender mejor que nadie las angustias de los inmigrantes latinos, él también había sido un lomo mojado.
Necesitaba una secretaria capaz de desenvolverse en ambos idiomas y Carmen lo puso en contacto con una tal Tina Faibich, que cumplía los requisitos. La postulante apareció en la oficina cuando todavía no llegaban los muebles, sólo estaba el sofá de cuero inglés, cómplice de tantas conquistas, y decenas de maceteros con plantas, archivos y expedientes yacían de cualquier modo por el suelo. La mujer debió abrirse paso en el desorden y sentarse sobre un cajón de libros. Gregory se encontró frente a una señora plácida y dulce, que se expresaba en perfecto español y lo miraba con una indescifrable expresión en sus ojos amables de ternera. Se sintió cómodo con ella, irradiaba la serenidad que a él le faltaba. La miró apenas, no revisó sus recomendaciones ni hizo demasiadas preguntas, confiaba en su instinto. Al despedirse ella se quitó los lentes y le sonrió ¿no me reconoce? le preguntó con timidez. Gregory levantó la vista y la observó más detenidamente, era Ernestina Pereda, la ardilla traviesa de los juegos eróticos en el baño de la escuela, la loba caliente de la adolescencia que lo salvó del suplicio del deseo cuando se estaba ahogando en el caldo hirviente de sus hormonas, la de los coitos precipitados y los llantos de arrepentimiento, santa Ernestina, ahora convertida en una matrona apacible. Después de muchos amantes de un día, se había casado, ya madura, con un empleado de la compañía de teléfonos, no tenía hijos y no los necesitaba, su marido era suficiente, dijo, y le mostró una fotografía del Sr. Faibich, un hombre tan común y corriente que sería imposible recordar su rostro un minuto después de haberlo visto. Gregory Reeves se quedó con la foto en la mano y la vista clavada en el suelo, sin saber qué decir. — Soy buena secretaria–murmuró ella sonrojándose. — Esta situación puede resultar incómoda para los dos, Ernestina. — No tendrá quejas de mí, señor Reeves.
— Llámeme Gregory.
— No. Es mejor que empecemos de nuevo. El pasado ya no cuenta–y procedió a contarle cómo cambió su vida luego de conocer a su marido, un hombre bonachón sólo en apariencia, porque en privado era pura dinamita, un amante insaciable y fiel que logró tranquilizar su vientre apasionado. Del pasado tormentoso apenas quedaba una imagen difusa, en parte porque no tenía interés alguno en lo ocurrido antes, le bastaba la dicha de ahora.
— Sin embargo usted no se me olvidó nunca, porque fue el único que nunca me prometió algo que no estuviera decidido a cumplir–dijo. — Mañana la espero a las ocho, Tina–sonrió Gregory estrechándole la mano.
Linda broma me hiciste, reclamó después a Carmen por teléfono y ella, que conocía los sigilosos y culpables encuentros de su amigo con Ernestina Pereda, le aseguró que no se trataba de una broma, con toda honestidad pensaba que era la secretaria ideal para él. No se equivocó, Tina Faibich y Mike Tong serían los únicos pilares firmes del frágil edificio del bufete de Gregory Reeves. También fue idea de Carmen atraer clientes latinos con publicidad en el canal en español a la hora de las telenovelas, recordaba a su madre hipnotizada frente a la pantalla, más inquieta por los destinos de esos seres de ficción que por los de su propia familia. Ninguno de los dos calculó el impacto del aviso. En cada interrupción del melodrama aparecía Gregory Reeves con su traje bien cortado y sus ojos azules, la imagen de un respetable profesional anglosajón, pero cuando abría la boca para ofrecer sus servicios lo hacía en un sonoro español de barrio, con los modismos y el inconfundible acento arrastrado de los hispanos que lo observaban al otro lado de la pantalla. Se puede confiar en él, decidían los clientes potenciales, es uno de nosotros, sólo que de otro color. Pronto lo conocían los mozos de los restaurantes, los choferes de taxi, los obreros de construcción y cuanto trabajador de piel tostada se le cruzaba por delante. King Benedict era su único caso cuando comenzó, al mes tenía tantos que pensó en buscar un socio. — Subalternos sí, socios nunca–le recomendó Mike Tong, quien pasaba todo el día en la oficina., a pesar de que estaba contratado por unas horas a la semana.
Dos años después trabajaban en la firma seis abogados, una recepcionista y tres secretarias, Reeves atendía casos por toda California, se movilizaba más en aviones que por tierra firme, ganando dinero a montones y gastando mucho más de lo que entraba. Para entonces Mike Tong pasaba la mayor parte de su existencia metido en el des orden de su cuchitril, entre archivos, papeles, libros de contabilidad, documentos bancarios y la máquina fotocopiadora, además de la cafetera, escobas, provisión de papel de baño y vasos desechables, que fiscalizaba con diligencia de urraca. Los demás se burlaban de la mezquindad del chino, aseguraban que por las noches regresaba sigiloso para rescatar de la basura los vasos de cartón, lavarlos y colocarlos de vuelta en la caja para ser usados al día siguiente, pero Mike Tong no hacía el menor caso de esas bromas, estaba muy ocupado cuadrando las cuentas en su ábaco.
Las rutinas de la vida y deberes de la monogamia agobiaron a Sha–non desde un comienzo, tenía la sofocante sensación de arrastrarse por un, desierto de dunas interminables dejando jirones de su juventud en cada paso. La risa de cascabeles que constituía su principal atractivo bajó de tono y se hizo más notorio su carácter indolente. Se aburría sin consuelo, anclada a un marido por ilusión de seguridad, idea sugerida por su madre, quien también le insinuó que la mejor forma de atrapar a Gregory Reeves era un embarazo oportuno. Deseaba casarse, por supuesto, pero no por razones mezquinas sino porque sentía cariño por ese hombre. A su lado se sentía protegida por primera, vez.
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