Isabel Allende - El plan infinito

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En las próximas semanas siguió llorando su propia partida por anticipado, hasta consumirse como una vela y quedarse sin luz.

— Voy a darle jarabe de la Magdalena, es muy bueno en estos casos. Si don Pedro no mejora habrá que llevarlo a un médico–recomendó Olga-. Disculpe la intromisión, doñita, pero hacer el amor es saludable para el cuerpo y para el espíritu. Yo le recomiendo que sea cariñosa con él.

Inmaculada se sonrojó. Ese era un tema que jamás podría discutir con nadie.

— En su lugar yo también llamaría a Carmen para que vuelva. Ha pasado mucho tiempo y su padre la necesita. Es hora de hacer las paces.

— Mi marido no me lo perdonaría, doña Olga.

— Don Pedro acaba de perder un hijo ¿no le parece que sería un buen consuelo que resucitara la niña que considera muerta? Carmen siempre fue su favorita.

Inmaculada se llevó el jarabe de la Magdalena para no pecar de mal agradecida. No tenía demasiada fe en los brebajes de la adivina, pero confiaba a ciegas en su buen criterio como consejera. Cuando llegó a su casa tiró el frasco a la basura y buscó en la caja de lata donde guardaba las postales de Gregory Reeves hasta que encontró la última dirección de su hija.

Carmen Morales vivió cuatro años en ciudad de México. Los dos primeros fueron de tanta soledad y penurias que le tomó gusto a la lectura, lo que nunca imaginó posible. Al principio Gregory le enviaba novelas en inglés, pero luego se inscribió en una biblioteca pública y comenzó a leer en español. Allí conoció a un antropólogo veinte años mayor, quien la inició en el estudio de otras culturas y en el respeto por su herencia indígena. Tan fascinado estaba él con el escote de la muchacha como ella lo estaba por los conocimientos de su nuevo amigo.

En un comienzo Carmen se horrorizó del pasado de violencia y sangre de ese continente, no encontraba nada admirable en unos sacerdotes cubiertos de sangre seca ocupados en arrancar el corazón de las víctimas de sus sacrificios, pero el antropólogo le hizo ver el significado de aquellos rituales, le contó antiguas leyendas, le enseñó a descifrar jeroglíficos, la llevó a museos y le mostró tantos libros de arte, mantos de plumas, tapicerías, bajorrelieves y esculturas, que acabó apreciando esa estética feroz.

Su mayor interés eran los diseños y colores de telas, pinturas, cerámicas y ornamentos, se entretenía horas interpretándolos en un cuaderno de dibujo para aplicarlos en sus joyas.

De tanto andar juntos observando momias y escalofriantes estatuas aztecas, el antropólogo y su pupila se convirtieron en amantes. El le pidió que vivieran juntos para compartir amores y gastos, ella dejó el cuartucho pestilente donde había sobrevivido hasta entonces y se trasladó al apartamento de su enamorado en pleno centro de la ciudad.

La contaminación del aire era alarmante, a veces los pájaros caían muertos del cielo, pero al menos disponía de un baño con agua caliente y una habitación asoleada donde instaló su taller de orfebrería. Creyó haber encontrado la felicidad e imaginó que podría adquirir sabiduría por contacto físico, estaba ávida de aprender, vivía en permanente estado de admiración y sorpresa ante su amante, cada migaja de conocimiento que él esparcía caía en terreno fértil. A cambio de las magníficas lecciones del antropólogo estaba dispuesta a servirlo, lavar la ropa, limpiar la casa, preparar la comida y hasta cortarle las uñas y la melena, amén de entregarle todo lo que ganaba vendiendo sus adornos de plata a las turistas. El hombre no sólo sabía de indios fantasmagóricos y cementerios de cántaros apolilla–dos, también era experto en películas, libros, restaurantes; decidía la forma en que ella debía vestirse, hablar, hacer el amor y hasta pensar.

A la joven la sumisión le duró mucho más de lo esperado en una persona de su temperamento; durante casi dos años le obedeció con reverencias, soportó no sólo que tuviera otras mujeres y la informara con profusión de detalles escabrosos «porque entre nosotros no debe haber secretos», sino también que la abofeteara cuando de tarde en tarde se tomaba unas copas de más.

Después de cada escena de violencia su erudito compañero llegaba a la casa con flores y se echaba a llorar en su regazo suplicando comprensión–el demonio se había apoderado de él–y juraba que jamás lo volvería a hacer. Pero ella no olvidaba, y entretanto absorbía información como una esponja. Le daba vergüenza admitir esas golpizas, se sentía humillada y a ratos creía merecerlas, tal vez eso era normal, ¿no le había pegado su padre muchas veces? Finalmente un día se atrevió a decírselo a Gregory Reeves en una de sus secretas conversaciones telefónicas de los lunes, su amigo puso un grito en el cielo, la trató de estúpida, la espantó con unas estadísticas de su invención y la convenció de que el antropólogo no cambiaría, por el contrario, el abuso iría en aumento hasta alcanzar quién sabe qué extremos.

Diez días después Carmen recibió de Gregory un giro bancario para un pasaje y una carta ofreciéndole ayuda y rogándole que regresara a los Estados Unidos. El regalo llegó al día siguiente de una escaramuza en la que de un manotazo el antropólogo le vació encima la olla con sopa caliente. Fue un accidente, reconocieron ambos, pero igual ella pasó dos días echándose leche y aceite de oliva en el pe cho. Apenas pudo ponerse la blusa fue a una agencia de viajes con la intención de volar a casa, pero mientras esperaba hojeando unos folletos turísticos recordó la furia de su padre y decidió que no tenía fuerzas para enfrentarlo. En un arranque de fantasía viró la brújula y compró un pasaje para Amsterdam.

Partió liviana, sin despedirse siquiera de su amante; tenía intención de dejarle una carta, pero en los afanes de hacer la maleta se le olvidó. En un bolso llevaba sus herramientas y materiales de trabajo y dos tarros de leche condensada para aliviar los sinsabores del camino.

Europa la deslumbró. La recorrió entera con una mochila a la espalda, ganándose la vida sin mayor dificultad, enseñaba inglés, vendía sus joyas cuando podía fabricarlas y si el hambre amenazaba siempre podía recurrir a Gregory para pedir ayuda. No dejó catedral, castillo ni museo sin visitar, hasta que saturada, prometió no volver a poner los pies en aquellos templos del turismo, preferible caminar por las calles disfrutando la vida. Un verano entró en Barcelona y al bajarse del tren la rodeó un grupo de gitanas gritonas que insistían en verle la suerte y venderle amuletos. Las observó deslumbrada y decidió que ése era el estilo que más le convenía, no sólo para su oficio de orfebre, sino también para vestirse. Más tarde descubrió la influencia morisca del sur de España y los colores del norte de África, que adoptó en una feliz mezcolanza. Se instaló en una pensión del barrio gótico sin un rayo de luz natural y una sonajera de cañerías gimiendo sin descanso, pero su pieza era amplia, de altos techos ar–tesonados y, contaba con una enorme mesa de trabajo. A los pocos días se había fabricado faldas de vuelos que recordaban los atuendos de Olga en sus años mozos y sus disfraces de los tiempos del mala–barismo en la plaza Pershing. No habría de quitarse esa clase de trapos nunca más, en los años siguientes los refinó hasta la perfección por el placer de usarlos, sin saber que en un futuro la harían célebre y rica.

Después de recorrer desde Oslo hasta Atenas con su equipaje a la espalda y casi sin dinero, consideró que bastaba de vagabunderías, había llegado la hora de sentar cabeza. Estaba convencida de que la única ocupación adecuada para ella era la joyería, pero en ese campo había una competencia despiadada. Para sobresalir no bastaban diseños originales; antes que nada debía descubrir los secretos del oficio. Barcelona era el lugar ideal para ello. Se inscribió en diversos cursos donde aprendió técnicas milenarias y poco a poco nació su estilo único, combinación de sólida artesanía antigua y un atrevido sello gitano con toques de África, Latinoamérica y también algo de la India, tan en boga en esa década. Fue siempre la alumna más original de la clase, sus creaciones se vendían tan rápido que no daba abasto con los pedidos.

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