Isabel Allende - El plan infinito
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La imagen de mi padre comenzó a borrarse y fue reemplazada por la de un desconocido, un hombre injusto y rabioso, que mientras acariciaba a Judy a mí me golpeaba al menor pretexto y me empujaba de su lado, vete a jugar fuera, los muchachos deben hacerse fuertes en la calle, me gruñía. Ninguna semejanza había entre el pulcro y ca–rismático predicador de antes y aquel anciano asqueroso que pasaba el día escuchando la radio en un sillón, a medio vestir y sin afeitarse. Para entonces ya no pintaba y tampoco podía dedicarse al Plan Infinito; la situación en la casa desmejoró a ojos vista y nuevamente Inmaculada Morales se hizo presente con sus picantes comistrajos, su sonrisa generosa y su buen ojo para captar las necesidades ajenas. Olga me daba dinero con instrucciones de ponerlo con disimulo en la cartera de mi madre. Esta inusitada forma de ingresos se mantuvo por muchos años, sin que mi madre hiciera jamás el menor comentario, como si no percibiera esa multiplicación misteriosa, de billetes.
Olga tenía el talento de marcar su entorno con su sello extravagante. Era un pájaro migratorio y aventurero, pero donde se detenía, aun que fuera por unas horas, lograba crear la ilusión de un nido permanente. Poseía pocos bienes, pero sabía distribuirlos a su alrededor de tal modo que si el espacio era pequeño se contenían en un baúl y si era más grande se esponjaban hasta llenarlo. Bajo una carpa en cualquier recodo del camino, en una choza o en la cárcel, donde fue a parar más tarde, ella era reina en su palacio. Cuando se separó de los Reeves consiguió una habitación alquilada a un precio módico, un cuchitril algo sórdido con la pátina melancólica del resto del barrio, pero logró realzarlo con colores propios, trasformándolo en poco tiempo en punto de referencia para quienes solicitaban una dirección: tres cuadras para adelante, doble a la derecha y donde vea una casa pintarrajeada le da a la izquierda, y ya está. La escalera de acceso y las dos ventanas fueron decoradas en su estilo, colgajos de conchas y cristales llamaban a los pasantes con su sonajera de campanas, luces multicolores evocaban una Navidad interrumpida y su nombre en letras cursivas coronaba aquella extraña pagoda. Los dueños de la propiedad se cansaron de exigir un poco de discreción y por último se resignaron a los chirimbolos en el edificio. A poco nadie en varias millas a la redonda ignoraba dónde vivía Olga. Puertas adentro la vivienda presentaba un aspecto igualmente estrafalario, con una cortina separó la habitación en dos partes, una para atender a su clientela y otra donde puso su cama y su ropa colgada de clavos en la pared. Aprovechando sus dotes artísticas y la caja de pinturas al óleo de los tiempos de su empresa con Charles Reeves, cubrió las paredes de signos del Zodiaco y palabras en alfabeto cirílico, que producían gran impresión en los visitantes. Compró un mobiliario de segunda mano y en un pase de imaginación lo convirtió en divanes orientales; en estanterías se alineaban estatuillas de santos y magos, potiches con sus pócimas, velas y amuletos; del techo colgaban atados de hierbas secas y resultaba difícil desplazarse entre las mesas enanas donde atesoraba pebeteros con incienso de dudosa calidad, comprado en las tiendas de los pakistanos. Esa fragancia dulzona luchaba eternamente con la de plantas y pócimas medicinales, esencias para el amor y cirios de ensalmo. Cubrió las lámparas de chales con flecos, tiró por el suelo una apolillada piel de cebra y cerca de la ventana reinaba orondo un gran Buda de yeso dorado. En aquella cueva se las ingeniaba para cocinar, vivir y ejercer su oficio, todo en un espacio mínimo que por arte de fantasía se acomodaba a sus necesidades y caprichos. Concluida la decoración de su casa echó a correr la voz de que hay mujeres capaces de desviar el curso de las desgracias y ver en la oscuridad del alma y ella era una de ésas. Luego se sentó a esperar, pero no por mucho porque la gente ya es taba enterada de la curación de la almacenera barbuda y pronto los clientes se apiñaban para contratar sus servicios. Gregory visitaba a Olga a cada rato. Al término de las clases salía escapando, perseguido por la patota de Martínez, un muchacho algo mayor que todavía estaba en segundo grado, no había aprendido a leer y no le entraba el inglés en el cerebro, pero ya tenía el cuerpo y la actitud de un matón. Oliver aguardaba ladrando junto al quiosco de periódicos en un valiente afán de detener a los enemigos y dar ventaja a su amo, para después seguirlo como flecha a su destino final. Para despistar a Martínez el niño solía desviarse a casa de Olga. Sus visitas a la adivina eran una fiesta. En cierta ocasión se deslizó bajo la cama sin que ella lo viera y desde su escondite presenció una de sus extraordinarias consultas. El dueño del bar «Los tres Amigos», mujeriego y vanidoso con bigotillo de actor de cine y un faja elástica para contenerse la barriga, se presentó turbado donde la hechicera en busca de alivio para un mal secreto. Ella lo recibió envuelta en una túnica de astróloga en el cuarto apenas iluminado por bombillos rojos y perfumado de incienso. El hombre se sentó ante la mesa redonda donde ella atendía a sus clientes, y contó con titubeantes preámbulos y rogando la mayor discreción, que sufría de un ardor constante en los genitales.
— A ver, muéstremelo–ordenó Olga y procedió a examinarlo largamente con una linterna de bolsillo y una lupa, mientras Gregory se mordía las manos para no estallar de risa bajo la cama. — Me hice los remedios que me recetaron en el hospital, pero nada. Hace cuatro meses que me estoy muriendo, doña. — Hay enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma–diagnosticó la maga volviendo a su trono a la cabecera de la mesa-. Esta es una enfermedad del alma, por eso no se cura con medicinas normales. Por donde pecas, pagas.
— ¿Ah? — Usted le ha dado mal uso a su órgano. A veces las faltas se pagan con pestes y otras con picazón moral–explicó Olga, que estaba al tanto de todos los chismes del barrio, conocía la mala reputación del cliente y la semana anterior le había vendido polvos para la fidelidad a la desconsolada esposa del tabernero-. Puedo ayudarlo, pero le advierto que cada consulta le costará cinco dólares y que no va a ser muy agradable. Al ojo puedo calcular que necesitará cinco sesiones por lo menos. — Si con eso me voy a mejorar…
— Tiene que pagarme quince dólares al empezar. Así nos aseguramos de que no se arrepienta por el camino; mire que una vez comenzado el ensalmo debe terminarse o si no se le seca el miembro y le queda como un ciruela pasa ¿me entiende? — Cómo no, doñita, usted manda–accedió aterrorizado el galán.
— Quítese todo para abajo, puede dejarse la camisa–ordenó ella antes de desaparecer tras el biombo a preparar los elementos necesarios para la curación.
Colocó al hombre de pie al centro del cuarto, lo rodeó con un círculo de velas encendidas, le echó unos polvos blancos en la cabeza, al tiempo que recitaba una letanía en lengua desconocida, enseguida untó la zona afectada con algo que Gregory no pudo ver, pero sin duda era de gran efectividad, porque a los pocos segundos el infeliz daba saltos de mono y gritaba a todo pulmón.
— No se me salga del circulo–indicó Olga mientras esperaba calmadamente a que se le pasara la picazón.
— ¡Ay qué chingadera, madrecita! Esto es peor que salsa de chile piquín… — gimió el paciente cuando recuperó la respiración. — Si no duele no cura–determinó ella, conocedora de los beneficios del castigo para quitar la culpa, lavar la conciencia y aliviar las enfermedades nerviosas-. Ahora le voy a poner algo fresquecito y lo pintó a brochazos con tintura azul de metileno, luego le ató una cinta rosada y le ordenó regresar a la semana siguiente sin quitarse la cinta por ningún motivo y echarse la tintura todas las mañanas. — Pero cómo voy a… bueno, usted me entiende, con ese lazo ahí… — Tendrá que portarse como un santo no más. Esto le pasó por andar de picaflor ¿por qué no se conforma con su esposa? Esa pobre mujer tiene ganado el cielo, usted no la merece–y con esa última recomendación de buena conducta lo despachó.
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