Array Array - Paula

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Paula pasaba por las vidas ajenas plantando firmes semillas, he visto los frutos en estos eternos meses de agonía. En cada sitio donde estuvo dejó amigos y amores, personas de todas las edades y condiciones se comunican conmigo para preguntar por ella, no pueden creer que le haya caído encima tanta desgracia.

Entretanto Nicolás escalaba los picos más abruptos de los Andes, exploraba cavernas submarinas para fotografiar tiburones, y se rompía los huesos con tanta regularidad, que cada vez que sonaba el teléfono me echaba a temblar. Si no surgían motivos reales para preocuparme, él se encargaba de inventarlos con el mismo ingenio empleado en su experimento de gases naturales. Un día regresé de la oficina por la tarde y encontré la

casa a oscuras y aparentemente vacía. Divisé una luz al final del corredor, hacia allá me dirigí llamando, medio distraída, y en el umbral del baño tropecé de súbito con mi hijo colgando de una cuerda al cuello.

Alcancé a distinguir su expresión de ajusticiado, con la lengua asomada y los ojos en blanco, antes de desplomarme en el suelo como una piedra. No perdí el conocimiento, pero no podía moverme, estaba transformada en hielo. Al ver mi reacción, Nicolás se quitó el arnés del cual se había colgado primorosamente, y corrió a socorrerme, me daba besos arrepentidos y juraba que nunca más me haría pasar un susto semejante. Los buenos propósitos le duraban un par de semanas, hasta que descubría la forma de sumergirse en la bañera respirando por un fino tubo de vidrio para que yo lo encontrara ahogado, o bien aparecía con un brazo en cabestrillo y un parche en un ojo. Según los manuales de psicología de Paula, esos accidentes revelaban una solapada tendencia suicida y su afán de torturarme con bromas espantosas estaba motivado por un rencor inconfesable, pero para tranquilidad de todos concluimos que los textos suelen equivocarse. Nicolás era un chiquillo medio bruto, pero no era un loco suicida, y su cariño por mí era tan evidente, que mi madre diagnosticó un complejo de Edipo. El tiempo probó nuestra teoría, a los diecisiete años mi hijo despertó una mañana convertido en hombre, puso sus tambores experimentales, patíbulos, cuerdas de trepar montañas, arpones para matar escualos y su maletín de primeros auxilios en una caja al fondo del garaje y anunció que pensaba dedicarse a la computación. Cuando ahora lo veo aparecer, con su serena expresión de intelectual y un niño en cada brazo, me pregunto si no habré soñado la visión pavorosa de Nicolás balanceándose en una horca casera.

En esos años Michael terminó la obra en la selva y se trasladó a la capital con la idea de armar su propia empresa constructora.

Con cautela fuimos poco a poco parchando el tejido roto de nuestra relación, hasta que llegó a ser tan amable y armoniosa que a los ojos ajenos parecíamos enamorados. Mi empleo nos permitió mantenernos por un tiempo, mientras él buscaba contratos en esa Caracas explosiva, donde a diario echaban abajo árboles, cortaban cerros y demolían casas para levantar en un abrir y cerrar de ojos nuevos rascacielos y autopistas. El negocio de la academia de mi amiga rubia era tan inestable, que a veces debíamos recurrir a la pensión de su madre o a nuestros ahorros para cubrir los gastos a fin de mes. Los alumnos acudían en tropel poco antes de los exámenes finales, cuando sus padres sospechaban que no pasarían de curso, y mediante clases especiales lograban ponerse al día, pero en vez de seguir estudiando para resolver las causas del problema, desaparecían apenas pasaban las pruebas. Durante varios meses los ingresos eran caprichosos y el Instituto sobrevivía a duras penas; con angustia enfrentábamos enero, cuando debían inscribirse los niños en número suficiente para mantener navegando aquel frágil velero. Ese año en diciembre la situación era crítica, la madre de Marilena y yo, que estábamos encargadas de la parte administrativa, repasamos una y otra vez el libro de contabilidad tratando infructuosamente de equilibrar las cifras negativas. En eso estábamos cuando pasó por delante de nuestro escritorio la señora de la limpieza, una colombiana cariñosa que solía festejarnos con un delicioso dulce de quesillo fabricado por su mano. Al vernos sacar cuentas desesperadas preguntó con sincero interés cuál era el problema y le contamos nuestras dificultades.

— Por las tardes yo trabajo en una funeraria y cuando la clientela se nos pone floja, lavamos el local con Quitalapava–dijo.

— ¿Cómo es eso?

— Un conjuro, pues. Hay que hacer una buena limpieza. Primero se lavan los suelos desde el fondo hacia la puerta, para sacar la mala suerte, y después desde la puerta hacia adentro, para llamar a los espíritus de la luz y el consentimiento.

— ¿Y entonces?

— Entonces empiezan a llegar los muertos.

— Aquí no necesitamos muertos, sino niños.

— Es lo mismo, Quitalapava sirve para mejorar cualquier negocio.

Le dimos algo de dinero y al día siguiente trajo un bidón con un líquido maloliente de aspecto sospechoso: al fondo se aconchaba una leche amarillenta, luego había una capa de caldo con gorgoritos y encima otra de un aceite verdoso. Debíamos batirlo antes de usarlo y protegernos la nariz con un pañuelo, porque el olor era capaz de aturdirnos. Que mi hija no se entere de esta barbaridad, suspiró la madre de Marilena, que iba para los setenta años, pero no había perdido nada de la vitalidad y el buen humor que la indujo a dejar su Valencia nativa treinta años antes para seguir a un marido infiel hasta el Nuevo Mundo, enfrentarlo cuando vivía con una concubina, exigirle el divorcio y enseguida olvidarlo de prisa. Prendada de ese país exuberante, donde por primera vez en su vida se sentía libre, se quedó con su hija y ambas salieron adelante con tenacidad e ingenio. Esta buena señora y yo lavamos a gatas el suelo con unos estropajos, murmurando las palabras rituales y conteniendo la risa, porque si nos burlábamos abiertamente se iba todo al carajo, las brujerías sólo funcionan con seriedad y fe. Echamos un par de días en esa labor, quedamos con las espaldas torcidas y las rodillas en carne viva y por más que ventilamos no pudimos quitar el tufo del local, pero valió la pena, la primera semana de enero había en la puerta una larga fila de padres con sus hijos de la mano. En vista de tan espectacular resultado se me ocurrió usar las sobras del bidón para mejorar la suerte de Michael y me trasladé sigilosamente a su oficina durante la noche para lavarla de arriba abajo, tal como habíamos hecho con la academia. No tuve noticias por varios días, salvo algunos comentarios sobre el extraño olor de la oficina. Consulté a la señora de la limpieza, quien me aseguró que el empavado era mi marido, todo se resolvería llevándolo a la Montaña Sagrada para contratar un ensalmo profesional, pero ese consejo estaba muy lejos de mis posibilidades. Un hombre como él, producto acabado de la educación británica, los estudios de ingeniería y el vicio del ajedrez, no se prestaría jamás para ceremonias mágicas, pero me quedé pensando en la lógica de la hechicería y deduje que si ese líquido prodigioso servía para fregar pisos, no había razón alguna para que no pudiera usarse para dar un remojón a un ser humano. A la mañana siguiente, cuando Michael estaba en la ducha, me aproximé por detrás y le lancé encima los restos del bidón. Dio un alarido de sorpresa y al poco rato tenía la piel color de cangrejo y se le cayeron algunos mechones de pelo, pero exactamente dos semanas más tarde había conseguido un socio venezolano y un contrato fabuloso.

Mi amiga Marilena nunca supo la causa de la extraordinaria bonanza de ese año, pero no creyó que fuera durable; estaba cansada de luchar con el presupuesto y contemplaba la posibilidad de un cambio de rumbo. Discutiendo el asunto, surgió la idea–inspirada por

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