Array Array - Paula
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a su padre. Pronto se regó la mala noticia y acudieron al Palacio ministros, secretarios, empleados, médicos de confianza, algunos periodistas y amigos, una pequeña multitud que daba vueltas por los salones sin saber qué hacer, improvisando tácticas de batalla, trancando puertas con muebles de acuerdo a las confusas instrucciones de los guardaespaldas del Presidente. Voces apremiantes sugirieron que había llegado la hora de llamar al pueblo a una manifestación multitudinaria en defensa del Gobierno, pero Allende calculó que habría millares de muertos. Entretanto intentaba disuadir a los insurrectos por medio de mensajeros y llamadas telefónicas, porque ninguno de los generales alzados se atrevió a enfrentarlo cara a cara. Los guardias recibieron órdenes de sus superiores de retirarse porque también los carabineros se habían plegado al Golpe, el Presidente los dejó ir pero les exigió que le entregaran sus armas. El Palacio quedó desvalido y las grandes puertas de madera con remaches de hierro forjado fueron cerradas por dentro. Poco después de las nueve de la mañana Allende comprendió que toda su habilidad política no alcanzaría para desviar el rumbo trágico de ese día, en verdad los hombres encerrados en el antiguo edificio colonial estaban solos, nadie iría a su rescate, el pueblo estaba desarmado y sin líderes.
Ordenó que salieran las mujeres y sus guardias repartieron armas entre los hombres, pero muy pocos sabían usarlas. Al tío Ramón le habían llegado las noticias a la Embajada en Buenos Aires y logró hablar por teléfono con el Presidente. Allende se despidió de su amigo de tantos años: no renunciaré, saldré de La Moneda sólo cuando termine mi periodo presidenciai, cuando el pueblo me lo exija, o muerto. Entretanto las unidades militares a lo largo y ancho del país caían una a una en manos de los golpistas y en los cuarteles comenzaba la purga entre aquellos que permanecieron leales a la Constitución, los primeros fusilados de ese día vestían uniforme. El Palacio estaba rodeado de soldados y tanques, se oyeron unos disparos aislados y luego una balacera cerrada que perforó los gruesos muros centenarios e incendió muebles y cortinas en el primer piso. Allende salió al balcón con un casco y un fusil, y disparó un par de ráfagas, pero pronto alguien lo convenció de que eso era una locura y lo obligó a entrar. Se acordó una breve tregua para sacar a las mujeres y el Presidente pidió a todos que se rindieran, pero pocos lo hicieron, la mayoría se atrincheró en los salones del segundo piso, mientras él se despedía con un abrazo de las seis mujeres que aún permanecían a su lado. Sus hijas no querían abandonarlo, pero a esa hora ya se había desencadenado el fin y por orden de su padre las sacaron a viva fuerza.
En la confusión salieron a la calle y caminaron sin que nadie las detuviera, hasta que un automóvil las recogió y las condujo a lugar seguro. Tati nunca se repuso del dolor de esa separación y de la muerte de su padre, el hombre que más amó en su vida, y tres años más tarde, desterrada en Cuba, le encargó sus hijos a una amiga y sin despedirse de nadie se mató de un tiro. Los generales, que no esperaban tanta resistencia, no sabían cómo actuar y no deseaban convertir a Allende en héroe, le ofrecieron un avión para que se fuera con su familia al exilio. Se equivocaron conmigo, traidores, fue su respuesta. Entonces le anunciaron que comenzaría el bombardeo aéreo. Quedaba muy poco tiempo. El Presidente se dirigió por última vez al pueblo a través de la única emisora de radio que aún no estaba en manos de los militares insurrectos. Su voz era tan pausada y firme, sus palabras tan determinadas, que esa despedida no parece el postrer aliento de un hombre que va a morir, sino el saludo digno de quien entra para siempre en la historia. Seguramente Radio Magallanes será acallada y ei metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. Lo seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno, que fue leal a la lealtad de los trabajadores…..
Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con ei crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos….
Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino.
Superarán otros hombres este momento gris y amargo donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. .¡Viva Chile!
¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
Los bombarderos volaron como pájaros fatídicos sobre el palacio de La Moneda lanzando su carga con tal precisión, que los explosivos entraron por las ventanas y en menos de diez minutos ardía toda un ala del edificio, mientras desde la calle los tanques disparaban gas lacrimógeno. Simultáneamente otros aviones y tanques atacaban la residencia presidencial en el barrio alto. El fuego y el humo envolvieron el primer piso del palacio y comenzaron a invadir los salones del segundo, donde Salvador Allende y unos cuantos de sus seguidores aún se mantenían atrincherados. Había cuerpos tirados por todas partes, algunos heridos desangrándose rápidamente. Los sobrevivientes, ahogados por el humo y los gases, no lograban hacerse oír por encima del ruido de la balacera, los aviones y las bombas. La tropa de asalto del Ejército entró por los boquetes del incendio, ocupó la planta baja en llamas y ordenó con altavoces a los ocupantes que bajaran por una escalera exterior de piedra que daba a la calle. Allende comprendió que toda resistencia acabaría en una masacre y ordenó a su gente que se rindiera, porque serían más útiles al pueblo vivos que muertos. Se despidió de cada uno con un firme apretón de manos, mirándolos a los ojos. Salieron en fila india con los brazos en alto. Los soldados los recibieron a culatazos y patadas, los lanzaron rodando y abajo terminaron de aturdirlos a golpes antes de arrastrarlos a la calle, donde quedaron tendidos de boca en el pavimento, mientras la voz de un oficial enloquecido amenazaba con pasarles por encima con los tanques. El Presidente permaneció con el fusil en la mano junto a la bandera chilena rota y ensangrentada del Salón Rojo en ruinas.
Los soldados irrumpieron con las armas listas. La versión oficial es que se puso el cañón del arma en la barbilla, disparó y el tiro le destrozó la cabeza.
Ese martes inolvidable salí de mi casa rumbo a la oficina como cada mañana, Michael partió también y supongo que poco más tarde los niños se fueron caminando al colegio con sus bolsones a la espalda, sin saber que las clases estaban suspendidas. A las pocas cuadras me llamó la atención que las calles estaban casi desiertas, se veían algunas dueñas de casa desconcertadas frente a las panaderías cerradas y unos cuantos trabajadores a pie con el paquete de su almuerzo bajo el brazo porque no pasaban buses, sólo circulaban vehículos militares, entre los cuales mi coche pintado con flores y angelotes parecía una burla. Nadie me detuvo. No disponía de radio para oír noticias, pero aunque la hubiera tenido, toda información ya estaba censurada. Pensé pasar a saludar al Tata, tal vez él sabía qué diablos estaba ocurriendo, pero no quise molestarlo tan temprano. Seguí hacia la oficina con la sensación de haberme perdido entre las páginas de unos de esos libros de ciencia ficción que tanto me gustaban en la adolescencia, la ciudad parecía congelada en un cataclismo de otro mundo. Encontré la puerta de la editorial cerrada con cadena y candado; a través de un vidrio el conserje me hizo señas
de que me fuera, era un hombre detestable que espiaba al personal para dar cuenta de la menor falta. Así es que esto es un Golpe Militar, pensé, y di media vuelta para ir a tomar una taza de café con la Abuela Hilda y comentar los acontecimientos. En eso escuché los helicópteros y poco después los primeros aviones que pasaban rugiendo a baja altura.
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