Array Array - Paula

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En los tres años siguientes el Gobierno de la Unidad Popular nacionalizó los recursos naturales del país–cobre, hierro, nitratos, carbón–que desde siempre habían estado en manos extranjeras, negándose a pagar ni un dólar simbólico de compensación; expandió dramáticamente la reforma agraria, repartiendo entre los campesinos latifundios de antiguas y poderosas familias, lo cual desató una odiosidad sin precedentes; desarmó los monopolios que por décadas habían impedido la competencia en el mercado y los obligó a vender a un precio conveniente para la mayoría de los chilenos. Los niños recibían leche en la escuela, se organizaron clínicas en las poblaciones marginales y los ingresos de los más pobres subieron a un nivel razonable. Estos cambios iban acompañados de alegres demostraciones populares de apoyo al Gobierno, sin embargo los mismos partidarios de Allende se negaban a admitir que había que pagar las reformas y que la solución no estaba en imprimir más billetes. Pronto empezó el caos económico y la violencia política.

Afuera se seguía el proceso con curiosidad, se trataba de un pequeño país latinoamericano que había escogido el camino de una revolución pacífica. En el extranjero Allende tenía la imagen de un líder progresista empeñado en mejorar la situación de los trabajadores y superar las injusticias económicas y sociales, pero dentro de Chile la mitad de la población lo detestaba y el país estaba dividido en fuerzas irreconciliables. Los Estados Unidos, en ascuas ante la posibilidad de que sus ideas tuvieran éxito y el socialismo se extendiera irremisiblemente por el resto del continente, eliminó los créditos y estableció un bloqueo económico. El sabotaje de la derecha y los errores de la Unidad Popular produjeron una crisis de proporciones nunca vistas, la inflación alcanzó límites tan increíbles que no se sabía en la mañana cuánto costaría un litro de leche por la tarde, sobraban billetes pero había muy poco para comprar, empezaron las colas para conseguir productos esenciales, aceite, pasta de dientes, azúcar, cauchos para los vehículos. No pudo evitarse el mercado negro. Para mi cumpleaños mis compañeras de trabajo me regalaron dos rollos de papel para el baño y un tarro de leche condensada, los más preciosos artículos del momento. Como todos los demás, fuimos víctimas de la angustia del abastecimiento, a veces nos parábamos en cola para no perder una oportunidad, aunque la recompensa fuera betún de zapatos amarillo. Surgieron profesionales que guardaban los puestos o adquirían productos al precio oficial para revenderlos al doble. Nicolás se especializó en conseguir cigarrillos para la Granny. Desde Buenos Aires mi madre me enviaba por misteriosos conductos cajones de alimentos, pero se confundían sus instrucciones y a veces recibíamos un galón de salsa de soya o veinticuatro frascos de cebollitas en vinagre.

A cambio nosotros le mandábamos sus nietos de visita cada dos o tres meses; viajaban solos con sus nombres y datos en un letrero colgado al cuello. El tío Ramón los convenció que el magnífico edificio de la Embajada era su casa de veraneo, de modo que si alguna duda tenían los niños sobre su origen principesco, allí se disiparon. Para que no se aburrieran les daba empleo en su oficina, el primer sueldo de sus vidas lo recibieron de manos de ese abuelo formidable por servicios prestados como subsecretarios de las secretarias del Consulado. Allí pasaron también las paperas y la peste cristal, escondiéndose en los veintitrés baños para que no les tomaran una muestra de heces para un examen médico.

Los chilenos nos enorgullecíamos de que los Jefes de Estado circularan sin guardaespaldas y que el patio del Palacio de La Moneda era una calle pública, sin embargo con Salvador Allende eso terminó; el odio se había exacerbado y se temía por su vida. Sus enemigos acumulaban material para atacarlo. El Presidente socialista se movilizaba con veinte

hombres armados en una flotilla de automóviles azules sin distintivos, todos iguales, para que nunca se supiera en cuál iba él. Hasta entonces los mandatarios vivían en sus propias casas, pero la suya era pequeña y no se prestaba para el cargo. En medio de una batahola de críticas odiosas, el Gobierno adquirió una mansión en el barrio alto para la Presidencia y la familia se trasladó con las cerámicas precolombinas, cuadros coleccionados a lo largo de los años, obras de arte regaladas por los propios artistas, primeras ediciones de libros dedicados por los autores y fotografías que testimoniaban momentos importantes de la carrera política de Allende. En la nueva residencia me tocó asistir a un par de reuniones, donde el único tema de conversación seguía siendo la política. Cuando mis padres venían de Argentina, el Presidente nos invitaba a una casona de campo encaramada en los cerros cercanos a la capital, donde solía pasar los fines de semanas. Después del almuerzo veíamos absurdas películas de vaqueros, que a él lo relajaban. En unos dormitorios que daban al patio vivían guardaespaldas voluntarios, que Allende llamaba su grupo de amigos personales y sus opositores calificaban de guerrilleros terroristas y asesinos. Andaban siempre rondando alertas, armados y dispuestos a protegerlo con sus propios cuerpos. En uno de esos días campestres Allende intentó enseñarnos a disparar al blanco con un fusil que le había regalado Fidel Castro, el mismo que encontraron junto a su cadáver el día del Golpe Militar. Yo, que nunca había tenido un arma en mis manos y me había criado con el dicho del Tata que a las armas de fuego las carga el Diablo, agarré el fusil como si fuera un paraguas, lo moví torpemente y sin fijarme lo apunté a su cabeza, de inmediato se materializó en el aire uno de esos guardias, me saltó encima y rodamos por el suelo. Es uno de los pocos recuerdos que tengo de él durante los tres años de su Gobierno. Lo vi menos que antes, no participé en política y seguí trabajando en la editorial que él consideraba su peor enemigo, sin comprender realmente lo que sucedía en el país.

¿Quién era Salvador Allende? No lo sé y sería pretencioso de mi parte intentar describirlo, se requieren muchos volúmenes para dar una idea de su compleja personalidad, su difícil gestión y el papel que ocupa en la historia. Por años lo consideré un tío más en una familia numerosa, único representante de mi padre; fue después de su muerte, al salir de Chile, cuando comprendí su dimensión legendaria. En privado fue buen amigo de sus amigos, leal hasta la imprudencia, no podía concebir una traición y le costó mucho darse cuenta cuando fue traicionado. Recuerdo la rapidez de sus respuestas y su sentido del humor. Había sido derrotado en un par de campañas y era todavía joven cuando una periodista le preguntó qué le gustaría ver en su epitafio y él replicó al instante: aquí yace el futuro presidente de Chile. Me parece que sus rasgos más notorios fueron integridad, intuición, valentía y carisma; seguía sus corazonadas, que rara vez le fallaban, no retrocedía ante el riesgo y era capaz de seducir tanto a las masas como a los individuos. Se comentaba que podía manipular cualquier situación a su favor, por eso el día del Golpe Militar los generales no se atrevieron a enfrentarlo en persona y prefirieron comunicarse con él por teléfono y a través de mensajeros. Asumió el cargo de Presidente con tal dignidad que parecía arrogante, tenía gestos ampulosos de tribuno y una manera de caminar característica, muy erguido, sacando pecho y casi en la punta de los pies, como un gallo de pelea. Descansaba muy poco por la noche, sólo tres o cuatro horas, solía ver el amanecer leyendo o jugando al ajedrez con sus más fieles amigos, pero podía dormir durante pocos minutos, por lo general en el automóvil, y despertaba fresco. Era un hombre refinado, amante de perros de raza, objetos de arte, ropa elegante y mujeres fuertes. Cuidaba mucho su salud, era prudente con la comida y el alcohol. Sus enemigos lo acusaban de rajadiablo y llevaban minuciosa cuenta de sus gustos burgueses, amoríos, chaquetas de gamuza y corbatas de seda. La mitad de la población temía que llevara al

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