Array Array - Paula
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literario de manos del Rey Balduino. Esperaba un gigante de capa y corona, como el de los retratos reales, y me encontré frente a un caballero pequeño, suave, cansado y algo cojo, a quien no reconocí. Me preguntó amablemente si conocía su país y le conté sobre mis tiempos de estudiante, cuando vivíamos tan ajustados que sólo comíamos papas fritas y carne de caballo. Me miró desconcertado y temí haberlo ofendido. ¿A usted le gusta la carne de caballo? le pregunté para tratar de arreglar las cosas.
Gracias a esa dieta y otros ahorros, nos alcanzó el dinero para recorrer Europa desde Andalucía hasta Oslo en un Volkswagen destartalado, convertido en carromato gitano, que avanzaba por los caminos estornudando con una pila de bártulos en el techo. Nos sirvió con lealtad de dromedario hasta el final del viaje y cuando llegó el momento de dejarlo estaba en tan malas condiciones que debimos pagar para que lo llevaran a un depósito de chatarra.
Durante meses vivimos en una carpa, tú creías que no había otra forma de existencia, Paula, y cuando entrábamos a un edificio sólido preguntabas asombrada cómo se plegaban las paredes para subirlas al automóvil. Recorrimos incontables castillos, catedrales y museos, llevándote en una mochila a la espalda y alimentándote de CocaCola y bananas. No tenías juguetes, pero te entretenías imitando a los guías turísticos; a los tres años sabías la diferencia entre un fresco romano y uno del Renacimiento. En mi memoria se mezclan ruinas, plazas y palacios de todas esas ciudades, no sé bien si estuve en Florencia o si la vi en una tarjeta postal, si asistí a una corrida de toros o si fue una carrera de caballos, no logro diferenciar la Costa Azul de la Costa Brava y en el atolondramiento del exilio perdí las fotografías que prueban mi paso por aquellos lugares, de modo que aquel pedazo de mi pasado puede ser simplemente un sueño, como tantos que me tuercen la realidad. Parte de la confusión se debía a un segundo embarazo ocurrido en momento inoportuno, porque el vapuleo del carromato y el esfuerzo de montar la carpa y cocinar a gatas en el suelo me pusieron enferma. Nicolás fue engendrado en un saco de dormir, durante los primeros atisbos de una primavera fría, posiblemente en el Bois de Boulogne, a treinta metros de los homosexuales vestidos de muchachitas impúberes que se prostituían por diez dólares y a pocos pasos de una carpa vecina desde donde nos llegaban humo de mariguana y estrépito de jazz. Con tales antecedentes, ese hijo debió ser un aventurero desenfrenado, pero resultó ser un tipo apacible de esos que inspiran confianza al primer golpe de vista, desde el vientre se acomodaba a las circunstancias sin dar guerra, era parte del tejido de mi propio cuerpo, tal como en cierta forma lo es todavía; sin embargo, aun en el mejor de los casos el embarazo es una tremenda invasión, una ameba creciendo adentro de una, pasando por múltiples etapas de evolución–pez, cucaracha, dinosaurio, mono–hasta alcanzar un aspecto humano. Durante aquel esforzado recorrido por Europa, Nicolás se mantuvo agazapado dentro de mí muy quieto, pero de todos modos su presencia causaba estragos en mis pensamientos.
Perdí interés por los restos de pasadas civilizaciones, me aburría en los museos, me mareaba en el carromato y apenas podía comer.
Supongo que por eso no logro recordar detalles del viaje.
Regresamos a Chile en plena euforia de la Democracia Cristiana, un partido que prometía reformas sin cambios drásticos y que había sido elegido con apoyo de la derecha para evitar un posible triunfo de Salvador Allende, a quien muchos temían como a Satanás.
Las elecciones fueron teñidas desde el comienzo por una campaña de terror en la cual la derecha estaba empeñada desde el comienzo de la década, cuando triunfó la Revolución Cubana desencadenando un torrente de esperanza por toda América Latina. Grandes afiches mostraban madres embarazadas defendiendo a sus hijos de las garras de soldados rusos. Nada nuevo bajo el sol: lo mismo se había dicho treinta años antes, en tiempos del Frente Popular, y lo mismo se diría de Allende poco después durante las elecciones de 1970. La política de conciliación de los demócrata–cristianos, amparada por los norteamericanos de las compañías del cobre, estaba destinada al fracaso porque no satisfacía a la izquierda ni a la derecha. El proyecto agrario, que la gente llamaba «reforma de macetero», repartió unos cuantos terrenos abandonados o mal explotados, pero los latifundios siguieron en manos de los de siempre. Cundió el descontento y dos años más tarde buena parte de la población comenzaría a virar hacia la izquierda, los múltiples partidos políticos que propiciaban reformas reales se juntarían en una coalición y, ante la sorpresa del mundo en general y de los Estados Unidos en particular, Salvador Allende se convertiría en el primer Presidente marxista de la historia elegido por votación popular. Pero no debo adelantarme, en 1966 todavía se celebraba el triunfo de la Democracia Cristiana en las elecciones parlamentarias del año anterior, y se hablaba de que ese partido gobernaría el país durante los próximos cincuenta años, que la izquierda había sufrido una derrota irrecuperable y Allende estaba reducido a un cadáver político. Era también la época de las mujeres con aspecto de huérfanas desnutridas y los vestidos tan cortos que apenas les cubrían las nalgas. Se veían algunos hippies en los barrios más sofisticados de la capital, con sus ropajes de la India, collares, flores y largas melenas, pero para quienes habíamos estado en Londres y los habíamos visto drogados bailando semidesnudos en la Plaza Trafalgar, los de Chile resultaban patéticos. Ya entonces mi vida se caracterizaba por el trabajo y las responsabilidades, nada más lejos de mi temperamento que el ocio bucólico de los Hijos de las Flores, sin embargo me acomodé de inmediato a los signos externos de esa cultura porque me quedaban mucho mejor los vestidos largos, sobre todo en los últimos meses del embarazo, cuando estaba redonda. No sólo adopté
las flores en mi ropa, las pinté también en las paredes de la casa y en el automóvil, enormes girasoles amarillos y dalias multicolores que escandalizaban a mis suegros y al vecindario. Por suerte Michael parece que no se dio cuenta, andaba ocupado en un nuevo trabajo de construcción y en largas partidas de ajedrez.
Nicolás vino al mundo en un parto laborioso que demoró un par de días y me dejó más recuerdos que todo el año viajando por Europa.
Tuve la impresión de caer por un precipicio, ganando impulso y velocidad con cada segundo, hasta un estrepitoso final en el cual se me abrieron los huesos y una fuerza telúrica incontrolable empujó a la criatura hacia afuera. Nada así había experimentado cuando naciste tú, Paula, porque fue una limpia cesárea. Con tu hermano no hubo nada romántico, sólo esfuerzo, sufrimiento y soledad. No había oído que los padres podían tener alguna participación en el evento, y por lo demás Michael no era el hombre ideal para ayudar en ese trance, desfallece a la vista de una aguja o de sangre. El parto me parecía entonces un asunto estrictamente personal, como la muerte; no sospechaba que mientras yo padecía sola en una pieza del hospital, otras mujeres de mi generación daban a luz en sus casas en compañía de una matrona, el marido, los amigos y un fotógrafo, fumando mariguana y con música de los Beatles.
Nicolás nació sin un solo pelo, con un cuerno en la frente y un brazo morado; temí que de tanto leer ciencia ficción había traído a la tierra una criatura de otro planeta, pero el médico me aseguró que era humano. El unicornio fue producto de los fierros que utilizaron para arrancármelo en el momento del parto y el color púrpura del brazo desapareció al poco tiempo. De niño lo recuerdo calvo, pero en algún momento deben haberse normalizado sus células capilares, porque hoy tiene una mata de cabello negro ondulado y cejas gruesas. Si tuviste celos de tu hermano nunca los demostraste, fuiste una segunda madre para él. Compartían una habitación muy pequeña, con personajes de cuentos pintados en las paredes y una ventana por donde asomaba la sombra siniestra de un dragón que por las noches agitaba sus pavorosas zarpas. Tú llegabas a mi cama arrastrando al bebé, no podías levantarlo en brazos y tampoco eras capaz de dejarlo solo a merced del monstruo del jardín. Más tarde, cuando él aprendió los fundamentos del miedo, dormía con un martillo bajo el colchón para defender a su hermana. Durante el día el dragón se convertía en un robusto cerezo, entre sus ramas ustedes colgaban columpios, construían refugios y en verano se enfermaban con las frutas verdes que disputaban a los pájaros. Ese diminuto jardín era un mundo seguro y encantado, allí montaban una tienda para pasar las noches jugando a los indios, enterraban tesoros y criaban gusanos. En una piscina absurda al fondo del patio se bañaban con los niños y perros del vecindario; sobre el techo crecía una parra salvaje y ustedes exprimían las uvas para fabricar un vino repugnante. En la casa de mis suegros, a una cuadra de distancia, contaban con un desván atiborrado de sorpresas, árboles frutales, panes recién horneados por una abuela perfecta y un hueco en la cerca para pasar a gatas a la cancha de golf y corretear a gusto en propiedad ajena. Nicolás y tú se criaron oyendo las canciones inglesas de la Granny y mis cuentos. Cada noche cuando los acomodaba en sus camas, me daban el tema o la primera frase y en menos de tres segundos yo producía una historia a la medida; no he vuelto a gozar de esa inspiración instantánea, pero espero que no haya muerto y en el futuro mis nietos logren resucitarla.
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