Array Array - Paula
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el ruido del hospital me está volviendo sorda.
El padre de Ernesto partirá pronto y también él me hará falta, he pasado muchas horas acompañada por este hombronazo, que se instala junto a tu cama a cuidarte con rara delicadeza y a distraerme con las aventuras de su existencia. Durante la Guerra Civil de España perdió a su padre y a sus tíos, en su familia sólo quedaron vivas las mujeres y los niños más pequeños. El abuelo de tu marido fue fusilado contra el muro de una iglesia y en la confusión de esos tiempos su mujer escapó de pueblo en pueblo sin saber que era viuda con sus tres niños en brazos, pasando hambre e incontables penurias. Logró salvar a sus hijos, que crecieron en la España franquista sin que flaquearan jamás sus firmes convicciones republicanas. A los dieciocho años el padre de Ernesto era un joven estudiante en plena dictadura del General Franco, cuando la represión estaba en su apogeo. Como sus hermanos, él también pertenecía secretamente al Partido Comunista.
Un día una compañera cayó en manos de la policía, a él le avisaron de inmediato, se despidió de su madre y sus hermanos y alcanzó a huir antes que la joven delatara su paradero. Anduvo primero por el norte de Africa, pero sus pasos lo llevaron finalmente al Nuevo Mundo y terminó refugiado en Venezuela, allí trabajó, se casó, tuvo hijos y permaneció más de treinta años. A la muerte de Franco volvió a su pueblo en Córdoba en busca de su pasado.
Logró encontrar a algunos de sus antiguos camaradas y así, de uno en otro, averiguó el paradero de la muchacha en quien había pensado cada día durante tres décadas. En un piso pobretón de paredes manchadas lo esperaba una mujer bordando junto a la ventana; no la reconoció pero ella no lo había olvidado y le tendió las manos, agradecida por esa visita tardía. Entonces él se enteró que a pesar de la tortura ella no había confesado y comprendió que su huida y su largo exilio fueron inútiles, la policía nunca anduvo tras sus pasos porque no fue delatado. Ya es tarde para pensar en cambios, el destino de este hombre está trazado, no puede regresar a España, se le ha curtido el alma en los bosques amazónicos. En las horas interminables que compartimos en el hospital me relata sus andanzas por ríos anchos como mares, cumbres nunca antes pisadas por seres humanos, valles donde los diamantes brotan de la tierra como semillas y las serpientes matan con el solo olor de su veneno; me describe tribus que vagan desnudas bajo árboles centenarios, indios guajiros que venden como ganado a sus mujeres y sus hijas, soldados a sueldo de los traficantes de drogas, cuatreros que violan, matan e incendian impunemente. Iba un día por la selva con un grupo de trabajadores y una recua de mulas, abriéndose paso a machetazos en la vegetación, cuando uno de los hombres erró el golpe y el machete le cayó en una pierna abriendo un tajo profundo y partiéndole el hueso. Comenzó a desangrarse como un torrente a pesar del torniquete y otras medidas de emergencia. En eso alguien se acordó del indio que conducía las mulas, un viejo candongo con fama de brujo, y fueron a buscarlo al otro extremo de la fila. El hombre se acercó plácido, le echó una mirada a la pierna, apartó a los curiosos y procedió a realizar sus ensalmos con la parsimonia de quien ha visto a menudo la muerte. Abanicó la herida con su sombrero para espantar a los mosquitos, le lanzó una lluvia de salivazos y trazó unas cuantas cruces en el aire, mientras canturreaba en lengua del bosque. Así detuvo la hemorragia, concluyó el padre de Ernesto en tono casual. Envolvieron el horrible tajo con un trapo, colocaron al herido en una improvisada angarilla y viajaron con él durante horas, sin que derramara ni una gota de sangre, hasta llegar al puesto de socorro más cercano donde fue posible coserlo y entablillarlo. Quedó cojo, pero todavía tiene su pierna. Les conté esta anécdota a las monjas que te visitan a diario y no parecieron sorprendidas, están acostumbradas a los
milagros. Si un indio del Amazonas puede detener un chorro de sangre con saliva, cuánto más podrá hacer la ciencia por ti, hija. Debo conseguir ayuda. Ahora que estoy sola, los días se hacen más largos y las noches más oscuras. Me sobra tiempo para escribir, porque una vez que cumplo los rituales de tu cuidado ya no hay más que hacer, salvo recordar.
A comienzo de los años sesenta mi trabajo había progresado de las estadísticas forestales a unos tambaleantes inicios en el periodismo, que me condujeron por casualidad a la televisión. En el resto del mundo ya se transmitía a color, pero en Chile, último rincón del continente americano, estábamos dando recién los primeros pasos con programas experimentales en blanco y negro. Los privilegiados dueños de un televisor se convirtieron en las personas más influyentes de su barrio, los vecinos se amontonaban en torno a los escasos aparatos existentes para observar hipnotizados en la pantalla un dibujo geométrico inmóvil y escuchar música de ascensor. Pasaban las tardes con la boca abierta y la vista fija esperando alguna revelación que cambiara el curso de sus vidas, pero nada ocurría, sólo el cuadrado, el círculo y la misma majadera melodía. Lentamente pasamos de la geometría básica a unas pocas horas de programación didáctica sobre el funcionamiento de un motor, el temperamento industrioso de las hormigas y clases de primeros auxilios en las cuales le daban respiración boca a boca a un lívido muñeco. También nos ofrecían un noticiario sin imágenes narrado como en la radio y de vez en cuando una película del cine mudo. A falta de temas más interesantes, le ofrecieron a mi jefe en la FAO quince minutos para exponer el problema del hambre en el mundo. Era la época de las profecías apocalípticas: la humanidad se reproducía sin control, los alimentos no alcanzaban, la tierra estaba agotada, el planeta iba a perecer y en menos de cincuenta años los pocos sobrevivientes estarían destrozándose unos a otros por el último mendrugo de pan. El día del programa mi jefe se indispuso y tuve que ir al canal para dar una disculpa. Lo lamento, me dijo secamente el productor, a las tres de la tarde una persona de esa oficina deberá aparecer ante la cámara, porque así lo habíamos acordado y no dispongo de otro material para llenar el espacio.
Imaginé que si los telespectadores soportaban el cuadrado y el círculo y a Chaplin en La quimera del oro cinco veces por semana, el asunto no era realmente en serio. Me presenté provista de unos trozos de película cortados a tijeretazos, donde aparecían unos búfalos raquíticos arando el suelo agrietado por la sequía de un remoto rincón del Asia. Como el documental era en portugués, inventé un texto dramático que más o menos se ajustara al escuálido ganado y lo narré con tal énfasis que a nadie le cupo dudas sobre el próximo fin de los búfalos, el arroz y la humanidad completa. Al terminar el productor me pidió, con un suspiro de resignación que volviera todos los miércoles a predicar contra el hambre, el infeliz estaba ansioso por completar su horario. Fue así como terminé a cargo de un programa en el cual me tocaba hacer desde el guión hasta los dibujos de los créditos. El trabajo en el Canal consistía en llegar puntual, sentarme ante una luz roja y hablar al vacío; nunca tomé conciencia de que al otro lado de la luz un millón de orejas esperaban mis palabras y de ojos juzgaban mi peinado, de ahí mi sorpresa cuando desconocidos me saludaban por la calle. La primera vez que me viste aparecer en la pantalla, Paula, tenías un año y medio y el susto de ver la cabeza decapitada de tu mamá asomando tras un vidrio, te dejó un buen rato en estado catatónico. Mis suegros poseían el único televisor en un kilómetro a la redonda y cada tarde se les llenaba la sala de espectadores a quienes la Granny atendía como visitas. Pasaba la mañana horneando galletas y dando vueltas a la manivela de una máquina para hacer helados y la noche lavando platos y barriendo la basura de circo que quedaba en los suelos de su casa, sin que nadie se lo agradeciera. Me convertí en la persona más conspicua del barrio, los
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