Array Array - Paula

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invitado al jardinero a mi cama. A pesar de mi rebeldía, el temor a las consecuencias me paralizaba, nada enfría tanto como la amenaza de un embarazo inoportuno. Nunca había visto un condón, excepto aquellos en forma de peces tropicales que los comerciantes libaneses ofrecían a los marines en Beirut, pero entonces pensé que eran globos de cumpleaños. El primero que cayó en mis manos me lo mostraste tú en Caracas, Paula, cuando andabas para todos lados con un maletín de adminículos para tu curso de sexualidad. Es el colmo que a tu edad no sepas cómo se usa esto, me dijiste un día cuando yo tenía más de cuarenta años, había publicado mi primera novela y estaba escribiendo la segunda. Ahora me asombra tamaña ignorancia en alguien que había leído tanto como yo. Además algo sucedió en mi infancia que podría haberme dado algunas luces o al menos haber provocado curiosidad para aprender sobre ese asunto, pero lo tenía bloqueado en el fondo más oscuro de la memoria.

Ese día de Navidad de 1950 iba por el paseo de la playa, una larga terraza bordeada de geranios. Tenía ocho años, la piel quemada por el sol, la nariz en carne viva y la cara llena de pecas, vestía un delantal de piqué blanco y un collar de conchas ensartadas en un hilo. Me había pintado las uñas con acuarela roja, los dedos parecían machucados, y empujaba un coche de mimbre con mi muñeca nueva, un siniestro bebé de goma con un orificio en la boca y otro entre las piernas, al que se le daba agua por arriba para que saliera por abajo. La playa estaba vacía, la noche anterior los habitantes del pueblo habían cenado tarde, asistido a la misa de medianoche y celebrado hasta la madrugada, a esa hora nadie se había levantado aún. Al final de la terraza empezaba un roquerío donde el océano se estrellaba rugiendo con un escándalo de espuma y de algas; la luz era tan intensa que se borraban los colores en el blanco incandescente de la mañana. Rara vez llegaba tan lejos, pero ese día me aventuré por esos lados buscando un sitio para dar agua a la muñeca y cambiarle los pañales. Abajo, entre las rocas, un hombre salió del mar, llevaba lentes submarinos y un tubo de goma en la boca, que se quitó con gesto brusco, aspirando a todo pulmón. Vestía un pantalón de baño negro, muy gastado, y un cordel en la cintura del cual colgaban unos hierros con las puntas curvas, sus herramientas de mariscar. Traía tres erizos, que metió en un saco, y luego se echó a descansar de espaldas sobre una piedra. Su piel lisa y sin vellos era como cuero curtido y su pelo muy negro y crespo. Cogió una botella y bebió largos sorbos de agua, reuniendo fuerzas para sumergirse otra vez, con el revés de la mano se quitó el cabello de la cara y se secó los ojos, entonces levantó la vista y me vio. Al principio tal vez no se dio cuenta de mi edad, vislumbró una figura meciendo un bulto y en la reverberación de las once de la mañana puede haberme confundido con una madre y su niño. Me llamó con un silbido y levantó la mano en un gesto de saludo. Me puse de pie desconfiada y curiosa. Para entonces sus ojos se habían acostumbrado al sol y me reconoció, repitió el saludo y me gritó que no me asustara, que no me fuera, que tenía algo para mí, sacó un par de erizos y medio limón de su bolsa y empezó a trepar las rocas. Cómo has cambiado, el año pasado parecías un mocoso igual a tus hermanos, dijo. Retrocedí un par de pasos, pero luego lo reconocí también y le devolví la sonrisa, tapándome la boca con una mano, porque todavía no terminaba de cambiar los dientes. Solía llegar por las tardes a ofrecer su mercadería en nuestra casa, el Tata insistía en escoger el pescado y los mariscos personalmente. Ven, siéntate aquí, a mi lado, déjame ver tu muñeca, si es de goma seguro se puede bañar, vamos a meterla al mar, yo te la cuido, no le va a pasar nada, mira, allá abajo tengo un saco lleno de erizos, en la tarde le llevaré unos cuantos a tu abuelo ¿quieres probarlos? Tomó uno con sus grandes manos callosas, indiferente a las duras espinas, le introdujo la punta de un garfio en la coronilla, donde la concha tiene la forma de un pequeño collar de perlas enroscado, y lo abrió. Apareció una cavidad anaranjada y vísceras flotando en un líquido oscuro. Me

acercó el marisco a la nariz y me dijo que lo oliera, que ése era el olor del fondo del mar y de las mujeres cuando están calientes. Aspiré, primero con timidez y luego con fruición esa fragancia pesada de yodo y sal. Me explicó que el erizo sólo debe comerse cuando está vivo, de otro modo es veneno mortal, exprimió unas gotas de limón en el interior de la concha y me mostró cómo se movían las lenguas, heridas por el ácido.

Extrajo una con los dedos, echó la cabeza hacia atrás y la deslizó en su boca, un hilo de jugo oscuro chorreaba entre sus labios gruesos. Acepté probar, había visto a mi abuelo y a mis tíos vaciar las conchas en un tazón y devorarlos con cebolla y cilantro, y el pescador sacó otro pedazo y me lo puso en la boca, era suave y blando, pero también un poco áspero, como toalla mojada. El gusto y el olor no se parecen a nada, al principio me pareció repugnante, pero enseguida sentí palpitar la carne suculenta y se me llenó la boca de sabores distintos e inseparables. El hombre sacó de la concha uno a uno los trozos de carne rosada, comió algunos y me dio otros; después abrió el segundo erizo y dimos cuenta también de él, riéndonos, salpicando jugo, chupándonos los dedos mutuamente. Al final hurgó en el fondo sanguinolento de las conchas y retiró unas pequeñas arañas que se alimentan del marisco, son puro sabor concentrado. Colocó una en la punta de su lengua y esperó con la boca abierta que caminara hacia el interior, la aplastó contra el paladar y luego me mostró el bicho despachurrado antes de tragárselo. Cerré los ojos. Sentí sus dedos gruesos recorriendo el contorno de mis labios, la punta de la nariz y la barbilla, haciéndome cosquillas, abrí la boca y pronto sentí las patitas del cangrejo moviéndose, pero no pude controlar una arcada y lo escupí. Tonta, me dijo, al tiempo que atrapaba el animalejo entre las rocas y se lo comía. No te creo que tu muñeca hace pipí, a ver, muéstrame el hoyito. ¿Es hombre o mujer tu muñeca? ¡Cómo que no sabes! ¿Tiene pito o no tiene? Y entonces se quedó mirándome con una expresión indescifrable y de pronto tomó mi mano y la puso sobre su sexo. Percibí un bulto bajo la tela húmeda del pantalón de baño, algo que se movía, como un grueso trozo de manguera; traté de retirar la mano, pero él la sostuvo con firmeza mientras susurraba con una voz diferente que no tuviera miedo, no me haría nada malo, sólo cosas ricas. El sol se volvió más caliente, la luz más lívida y el rugido del océano más abrumador, mientras bajo mi mano cobraba vida esa dureza de perdición. En ese instante la voz de Margara me llamó desde muy lejos, rompiendo el encantamiento. Atolondrado, el hombre se puso de pie y me dio un empujón, apartándome, tomó el garfio de mariscar y bajó saltando por las rocas hacia el mar. A medio camino se detuvo brevemente, se volvió y me señaló su bajo vientre. ¿Quieres ver lo que tengo aquí, quieres saber cómo hacen el papá y la mamá? Hacen como los perros, pero mucho mejor; espérame aquí mismo en la tarde, a la hora de la siesta, a eso de las cuatro, y nos vamos al bosque, donde nadie nos vea. Un instante después desapareció entre las olas. Puse la muñeca en el coche y partí de vuelta a la casa. Iba temblando.

Almorzábamos siempre en el patio de las hortensias, bajo el parrón, en torno a una mesa grande cubierta con manteles blancos.

Ese día estaba la familia completa celebrando la Navidad, había guirnaldas colgadas, ramas de pino sobre la mesa y platillos con nueces y frutas confitadas. Sirvieron los restos del pavo de la noche anterior, ensalada de lechuga y tomate, maíz tierno y un congrio gigantesco horneado con mantequilla y cebolla. Trajeron el pescado entero, con cola, una cabezota con ojos suplicantes y la piel intacta como un guante de plata manchada que mi madre retiró con un solo gesto, exponiendo la carne reluciente. Pasaban de mano en mano las jarras de vino blanco con duraznos y las bandejas con pan amasado, todavía

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