Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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– El domingo siguiente, todos vinieron a cenar y la abuela dijo: «Sube a la terraza, Valentine, no creerás lo que verán tus ojos».

– ¡Y todos subieron corriendo las escaleras! -exclama Chiara.

– Así es -digo yo, poniendo las manos sobre los hombros de Rocco y Alfred hijo-. Todos llegamos a la terraza para mirar qué había sucedido. Y al llegar aquí descubrimos un milagro, había tomates por todas partes. Pero no eran tomates para hacer salsa, eran de terciopelo, hechos con tela roja y verde, y colgaban de las plantas yermas, como adornos. Incluso estaba el alfiletero en forma de tomate del taller. Saltamos de contento, como si fuera la mañana de Navidad, aunque era el día más caliente del verano. Le pregunté al abuelo cómo había sucedido, y él me respondió: «¡Magia!». Y así celebramos la cosecha de los tomates de terciopelo.

Mi madre me mira mientras sube los pulgares y asiente con la cabeza. Los niños comen nubes y nosotros bebemos vino. Echo un vistazo a mi familia, me siento plena y bendecida. Pamela sigue pegada a la cadera de mi hermano, como una funda de pistola; la abuela descansa con los pies sobre la tumbona; Tess y Jaclyn tiran de mi madre para que observe la perezosa entrada de un crucero noruego en el puerto de Nueva York. Miro a Roman, que parece encajar en mi chiflada familia sin mucho alboroto. La luna asoma entre los rascacielos que nos rodean y se parece muchísimo a una moneda de la suerte.

Mi padre levanta su copa de plástico con ilustraciones de mujeres sexys vestidas de elfos y dice:

– Quisiera hacer un brindis. Por el doctor Buxbaum, de la clínica Sloan, que analizó los valores de mi prostrada de arriba a abajo, lo cual está muy bien.

– ¡Por el doctor Buxbaum! -brindamos. Mi padre está logrando vencer el cáncer de próstata y aún no pronuncia bien la palabra.

– Por muchos, muchos años, Dutch -dice mi madre, levantando su copa de nuevo-. Tenemos muchos atardeceres que mirar y muchos lugares adonde ir. Todavía me tienes que llevar a Williamsburg.

– ¿En Virginia? -pregunta Tess.

– ¿Ése es el viaje de vuestros sueños? -dice Jaclyn-. Se puede llegar ahí en coche.

– Creo que hay que ponerse objetivos que se puedan cumplir. Con pocas expectativas se construye una vida feliz. Puedo morirme sin ir a Bora-Bora. Además, me encanta el vidrio soplado, la arquitectura georgiana y las recreaciones de los episodios de guerra. Apuntad siempre hacia lo asequible, chicas.

– Parece que de verdad lo crees -digo yo, balanceando mi copa de vino.

– Lo creo por completo. He soñado con lo alcanzable y lo alcanzable me ha encontrado. Quería un chico italiano con buenos dientes y lo conseguí.

– Todavía conservo todos mis dientes -asiente papá.

– Piensas que las cosas pequeñas no importan hasta que prestas atención a los dientes -dice la abuela, brindando con mi padre desde la tumbona.

Bebemos el vino mientras reflexionamos sobre la manera de morder de papá y el sueño del Williamsburg colonial de mamá. El único sonido que se escucha es la tenue explosión de las nubes cuando se inflaman con llamas anaranjadas, sólo para tornarse azules antes de carbonizarse. Roman supervisa la operación y parece divertirse. Me mira y me guiña un ojo.

Los niños se han ido abajo a jugar con esas muñecas minúsculas, las Polly Pocket, mientras los adultos permanecemos en la terraza, sentados alrededor de la vieja mesa y acabándonos el vino. El viento frío aviva el fuego de la parilla y luego lo extingue. Recojo las copas y cuando estoy a punto de dirigirme a las escaleras para lavar los platos, Alfred se inclina hacia la abuela y oigo que le dice:

– La oferta de Scott Hatcher sigue en pie.

– Ahora no, Alfred.

Sabía que esto llegaría. Casi no he podido mirar a Alfred durante la noche, sabiendo que él estaba calculando metros cuadrados y tasas de interés a cada bocado de manicotti. Hace observaciones y suelta indirectas hasta que me harta por completo. Me vuelvo hacia él y le digo:

– ¡Es Navidad! Ella no quiere hablar de Scott Hatcher y de su oferta en metálico y, además, nos habías dicho que Hatcher era el agente, no el comprador.

– Es las dos cosas, vende propiedades, pero también las compra con propósitos de inversión. De cualquier manera, ¿qué diferencia hay?

– Mucha. Un agente viene y da su opinión. Es un proceso. Después de unos cuantos meses, cuando has reunido suficiente información y consultado a diversos competidores para conseguir el mejor precio, entonces, y sólo entonces, si quieres vender, contratas a tu propio agente y pones tu precio, pero… eso no está pasando aquí. El es un promotor inmobiliario.

– ¿Cómo lo sabes? -contraataca Alfred.

– Hice mis investigaciones. -Si Alfred supiera cuánto he investigado… Sé más de lo que me gustaría saber sobre Scott Hatcher-. No sería muy prudente que la abuela vendiera el edificio a la primera oferta, es un mal negocio.

– ¿Y qué sabes de negocios? -dice Alfred con desdén.

– He estado estudiando los números.

Mi familia me mira. Lagraciosa es una persona artística, no una persona de números. Los había engañado.

– No hablas en serio -dice Alfred, y se gira para alejarse.

– Hablo muy en serio -digo alzando la voz.

Alfred se vuelve y me mira confundido.

– Éste no es el momento, Valentine -dice la abuela con firmeza.

– Sea como sea, es decisión de la abuela, no tuya -dice Alfred displicente.

– Soy la socia de la abuela.

– ¿Desde cuándo? -grita Alfred.

Miro a la abuela, que está a punto de empezar a hablar, pero se arrepiente.

– Chicos, no os pongáis así -interviene papá.

– Oh, sí, nos vamos a poner así -digo, y me levanto. Cuando lo hago los cuñados (Pamela, Charlie y Tom) hacen lo mismo y retroceden lentamente hacia la valla. Sólo Roman se queda en la mesa, con una mirada que dice: «Allá vamos».

– Vosotros dos, parad de una vez -chilla mi madre-. Estamos disfrutando de la fiesta.

– ¿De cuánto era la oferta, Alfred? -insisto.

– El no responde.

– He dicho de cuánto.

– Seis millones de dólares -anuncia Alfred.

Mis parientes pegan un grito, como los hosannas en un servicio religioso.

– ¡Abuela, eres supermillonaria! -exclama Tess-. ¡Como Brooke Astor!

– Sobre mi cadáver -dice la abuela, mirándose las manos-. Esa pobre mujer, la Astor, pobre, espero que descanse en paz. Si no crías correctamente a tus hijos, no importa tener todo el dinero del mundo. El dinero es sólo el camino rápido al caos.

– Por favor, mamá, no somos los Astor. Aquí hay mucho amor -dice mi madre.

– Entonces, ¿qué pasará con la oferta? -pregunta Jaclyn con delicadeza.

– Es una oferta alta, una oferta magnífica. De hecho, he recomendado a la abuela que venda -dice Alfred, desplegando su plan como un mapa de carreteras-. Podrá jubilarse finalmente después de cincuenta años de matarse, comprar un piso en Jersey lejos de nosotros y podrá descansar los pies por primera vez en su vida.

– Los está descansando en este momento -le digo, y me vuelvo hacia la abuela-. ¿Qué pasaría con la compañía de zapatos Angelini?

La abuela no me responde.

– Valentine, está cansada -Alfred alza la voz-, y la estás presionando. Deja de ser tan egoísta y piensa en nuestra abuela.

– Ahora bien, Alfred, sabes lo mucho que amo mi trabajo -dice la abuela.

– Es cierto. Tenemos un negocio estupendo. Hacemos tres mil pares de zapatos al año.

– Vamos, eso es inviable para los actuales estándares de producción. No tenéis sitio de Internet, ni publicidad y trabajáis como en los años cuarenta -dice Alfred, y se vuelve hacia la abuela-. Sin ánimo de ofender, abuela.

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