Adriana Trigiani - Valentine, Valentine

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Valentine, la segunda de las tres hermanas de una familia de origen italiano afincada en Nueva York, nunca ha sido considerada ni la más guapa, ni tampoco la más lista. Ella es, simplemente, lagraciosa. A sus treinta y tres años todos la presionan para que se case y funde una familia tradicional, pero Valentine se siente realizada con su vida, en la que la pasión que comparte con su fascinante abuela por la confección de zapatos de novia ocupa el primer lugar.

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– ¿Tienes hambre? -pregunta Roman.

– Sí.

– Así es como me gustan las mujeres, hambrientas -dice sonriendo. Me ayuda a quitarme el abrigo, que dejo sobre un taburete con ruedas cerca de la puerta y que anclo con mi bolso.

– Hay un delantal en la percha.

– ¿Tengo que trabajar para conseguir mi cena?

– Ésa es la regla.

Detrás de mí, como era de esperar, hay un delantal blanco limpio. Lo paso por mi cabeza, huele a lejía y está almidonado. Roman se pone frente a mí y cruza los cordones del delantal a mi espalda, luego los pasa al frente y ata los extremos con un nudo apretado. Después me da una palmada en las caderas. Eso no era necesario, pero ya es demasiado tarde. Estoy aquí y él da palmadas. «Déjate llevar», me digo a mí misma. Roman me entrega un cucharón de madera.

– Remueve -dice, y señala una cazuela que cuece a fuego lento. Dentro brilla una buena cantidad de un suave y dorado risotto. De la cazuela surge una mezcla de aromas de mantequilla sin sal, crema de leche y azafrán -. Y no pares.

Las suelas de mis sandalias se pegan al recubrimiento del suelo, formado por una serie de hojas rectangulares de hule dispuestas alrededor de las zonas de trabajo.

Roman se apoya en una rodilla y desata los cordones de mis sandalias plateadas de cabritilla, estilo gladiador (tienen unos cordones lisos y blancos que suben más allá del tobillo). Cuando retira la sandalia de mi pie, la calidez de su mano me provoca un escalofrío que recorre mi columna vertebral.

– Bonitos zapatos -dice cuando se levanta.

– Gracias, los he hecho yo.

– Toma -dice, y saca de debajo de la mesa de cortar un par de zuecos rojos de plástico como los suyos-. Ponte éstos, no los he hecho yo.

Luego me quita la sandalia izquierda y me calza el zueco, como si fuera el príncipe de la Cenicienta.

Doy unos pasos con ellos.

– Yo calzo un delicado número cuarenta. ¿Éstos de qué número son, del cuarenta y siete?

– Cuarenta y cuatro. Pero no tienes que caminar mucho. Estarás removiendo mientras los lleves puestos.

Toma mis zapatos y los cuelga de la percha donde estaba el delantal.

– Ahora vuelvo -dice, y se encamina hacia el restaurante.

Mientras remuevo el arroz me miro los pies, me recuerdan a los del niño de la marca de pinturas Dutch Boy como aparecía en una valla publicitaria de Sunnyside, en Queens. También me recuerdan los zapatos de mi padre, que solía ponerme cuando era pequeña, pisando fuerte para fingir que era mayor.

Ahora que estoy sola, echo un vistazo con calma a la cocina. Mi mirada pasa del fregadero a la fotografía de una mujer desnuda, de perfil y con unos pechos enormes, que se inclina hacia una pila de platos sucios. Me guiña un ojo. El pie de la foto dice: «El trabajo de una mujer no termina nunca».

– Ésa es Bruna -dice Roman detrás de mí.

– Vaya con la pila de platos.

– Es la santa patrona de las cocinas.

– ¿Y de los chefs?

A partir de este momento, mantendré la mirada fija en el risotto.

El me quita la cuchara y dice:

– Y bien, ¿por qué has decidido llamarme?

– Tú me lo pediste y yo tengo unos modales impecables, así que lo hice.

– No creo que sea por eso. -Vierte un poco de sal en su mano y la agrega a la cazuela-. Me parece que te gusto un poco.

– Ya te lo diré cuando pruebe tu comida.

– Me parece justo -dice Roman, luego sacude la cabeza y sonríe.

El ayudante del camarero entra en la cocina desde el restaurante con una enorme bandeja de platos sucios y los deja en el fregadero. Habla en español con Roman, éste le da veinte dólares que saca de su bolsillo. El chico le da las gracias, se quita el delantal y se va.

– Roberto tiene otro trabajo en otro restaurante -me explica Roman-. Algún día tendrá el suyo. Yo también empecé lavando platos.

– ¿Cuántos empleados tienes?

– Tres a jornada completa: el ayudante del chef, la camarera y yo. Tres a tiempo parcial: el ayudante del camarero y otros dos camareros. En el restaurante sólo caben cuarenta y cinco personas, pero tenemos las reservas completas cada noche. Tú sabes lo que es llevar un pequeño negocio en Nueva York. Siempre trabajas horas extras. Incluso cuando el restaurante no está lleno de clientes, tengo que prepararlo todo o debo levantarme temprano para ir al mercado o ponerme a trabajar para ampliar el menú.

Mientras Roman remueve el risotto observo que sus manos están muy limpias y que tiene las uñas muy bien cortadas.

– Y es un negocio caro. Algunos días tengo la sensación de que sólo gano para sobrevivir.

Me muevo hasta el fregadero y le doy la espalda a Bruna.

– Debes de estar haciendo algo más que sobrevivir si buscabas un piso en el edificio de Richard Meier.

– La agente inmobiliaria me enseñaba el local para un futuro restaurante a nivel de calle. Luego se ofreció a mostrarme uno de los pisos -dice, y sonríe-. Tenía curiosidad. Entonces, te vi. -Roman remueve el risotto -. Vaya edificio que tiene tu abuela.

– Ya lo sabemos.

La camarera, vestida con sombrero y gabardina, asoma por la puerta.

– Me voy.

– Gracias, Celeste. Saluda a Valentine.

– Encantada -dice, y se va.

– Es muy guapa.

– Está casada.

– Eso está bien.

Interesante. Roman aclara que la bonita camarera está casada.

– ¿Eres una fanática del matrimonio?

– Sólo en el buen sentido -digo, y me deslizo hacia la encimera limpia que está cerca del fregadero-. ¿Y tú?

– No soy un fanático -dice.

– Por lo menos eres sincero.

– ¿Has estado casada? -pregunta él.

– No. ¿Y tú?

– Sí.

– ¿Tienes hijos?

– No -dice con una sonrisa.

– Espero que no te moleste que te haga estas preguntas corno si fuera la encuestadora del censo.

Se ríe.

– Tienes un estilo inusual.

– No me preocupa el estilo. Si así fuese, te hubiera descartado cuando te vi con la camiseta de Campari y los pantalones cortos de rayas. Parecían los pantaloncillos que llevan los guardias de seguridad del Vaticano.

– ¡Ah!, estás en contra de los colores chillones.

– En realidad no. Sencillamente me gusta que los hombres vistan algo más que su ropa de acción.

Roman toma una cuña de parmesano añejo y ralla un poco sobre el risotto.

– Y si no recuerdo mal, tu vestuario de esa noche era espectacular.

Me pongo del color de los tacones de aguja de santa Bruna. El ríe.

– ¿Y ahora por qué estás tan avergonzada?

– Si te viera desnudo en una terraza, fingiría que no he visto nada. Por educación.

– Vale, supongamos que te he conocido en la calle y que llevabas un vestido encantador como el que no llevabas esa noche. ¿No crees que imaginaría cómo te verías sin él? Así que se puede decir que nos hemos saltado un paso.

– No saltes pasos. De hecho… -digo sin pensarlo-, nunca salgo con italianos.

El deja la cuchara y con el borde de su delantal, usándolo como una manopla, levanta la cazuela del fogón.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– La infidelidad.

Roman echa la cabeza hacia atrás y ríe.

– Bromeas. ¿Descartas a un grupo completo de hombres por algo que no te han hecho sólo porque crees que lo harán? Ese comentario está lleno de prejuicios.

– Creo en el ADN. Pero deja que lo explique en términos culinarios. Hace diez años se pusieron de moda los productos de soja. Come soja, bebe soja, deja de tomar lácteos porque te matarán, así que dejé de comer queso y leche y empecé con la soja. Bueno, la soja me sentaba mal, pero persistí porque todo lo que leía declaraba que la soja era buena, a pesar de que mi cuerpo me decía lo contrarío. Cuando se lo conté a la abuela, me dijo: «Los italianos, a lo largo de nuestra historia, nunca comimos soja. El queso, los tomates, la crema, la mantequilla y la pasta han formado parte de nuestra dieta durante siglos y nos han alimentado. Deshazte de la soja». Y lo hice. Cuando empecé a comer los alimentos de mis ancestros otra vez, me sentí mil veces mejor.

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