– No sé… -repuso Clayton. Estaba estupefacto. Su propio mundo parecía disiparse como el último sueño antes de despertar. De pronto le costaba recordar qué aspecto tenía la universidad, o a qué olía su apartamento. No se acordaba más que de una sensación de miedo. Frío, miedo y suciedad. Pero incluso eso le parecía distante. El inspector viró, y una explosión momentánea de luz del sol deslumbró a Clayton. Se puso una mano a modo de visera, entornando los párpados. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse, pero al final pudo ver con claridad de nuevo.
– ¿Quiere que pasemos junto a algunas de las fincas? Se encuentran a las afueras de la ciudad, pero están más aisladas. Por lo general, las separan de la carretera cuatro o cinco hectáreas. Gozan de más privacidad. Ese viene a ser el único privilegio de las capas altas de la sociedad. Pueden vivir en un mayor aislamiento. Pero ¿sabe qué? Hemos descubierto que algunos de los más ricos prefieren las zonas verdes, más propias de la clase media alta. Les gusta vivir al lado de un campo de golf o cerca del centro recreativo de la ciudad. Es curioso, supongo. En fin, ¿quiere intentar ver una zona de grandes fincas? Cuesta más contemplarlas desde la calle, pero uno puede formarse una idea de todos modos.
– ¿Están construidas a partir de los mismos diseños básicos que las otras viviendas?
– No. Las hacen todas por encargo. Pero, como el número de arquitectos y contratistas está limitado por la normativa de concesión de licencias por parte del estado, existen algunas similitudes.
A Jeffrey le vino una idea a la mente, pero optó por no comentarla. En cambio, señaló la rampa de acceso a la autopista.
– Quiero ver el lugar donde se encontró el cadáver -dijo.
Con un gruñido de asentimiento, Martin enfiló la rampa.
– ¿Qué me dice de usted, inspector? ¿Es usted marrón? ¿Amarillo? ¿Verde o azul? En este orden social, ¿dónde encajan los polis?
– En el amarillo -respondió despacio-. Tengo una casa urbana cerca del centro de Nueva Washington, lo que no me obliga a hacer grandes desplazamientos. Ya no tengo esposa. Nos separamos hace poco más de diez años. Fue un acuerdo amistoso, al menos tanto como pueden serlo estas cosas, supongo. Ocurrió antes de que yo viniera a trabajar aquí. Ahora ella vive en Seattle. Tengo un chaval en la universidad. El otro trabaja fuera. Los dos son mayorcitos. Ya no necesitan demasiado a su viejo. No los veo muy a menudo. En resumen, vivo solo.
Clayton movió la cabeza afirmativamente porque le pareció lo más educado.
– Claro que eso no es muy habitual por aquí.
– ¿A qué se refiere?
– En este estado no están bien vistos los varones adultos solteros. Aquí todo gira en torno a la familia. Los hombres solteros, en su mayoría, sólo lo joden todo. Tenemos que admitir a algunos (hombres en mi situación, por ejemplo, y por muchos estudios preinmigratorios que realicemos, sigue habiendo algunos divorcios, aunque sólo la décima parte que en el resto del país), pero, por lo general, no entran. Para venir y quedarse, hace falta una familia. Se te deniega el permiso si eres un solitario. No hay muchos bares para solteros en el estado. De hecho, debe de haber cerca de cero.
Jeffrey asintió de nuevo, pero esta vez porque se le había ocurrido algo. Abrió la boca para decir algo, pero acto seguido la cerró con fuerza, siguiendo su propio consejo. «Hay muchas cosas que no sé todavía -pensó-, pero empiezo a enterarme un poco.»
Se reclinó en su asiento mientras el inspector aceleraba. Las estribaciones, que parecían ostensiblemente más cercanas, se elevaban sobre la llanura, verdes, marrones y ligeramente más oscuras que el resto del mundo. Al principio le dio la impresión de que se hallaban a sólo unos pocos kilómetros, pero luego comprendió que aún les quedaban varias horas de trayecto. Se recordó a sí mismo que en el Oeste las distancias son engañosas. Las cosas suelen estar más lejos de lo que uno cree. Pensó que lo mismo ocurría con la mayor parte de las investigaciones de homicidios.
A primera hora de la tarde llegaron a la zona donde se había encontrado el cuerpo número tres. Hacía más de una hora que habían pasado por la última población, y las señales de la autopista les advertían de que se hallaban a unos 150 kilómetros de la frontera recién trazada que separaba el territorio del sur de Oregón. Era un terreno agreste, densamente arbolado, y en él reinaba una calma opresiva. Había pocos vehículos que adelantar. Clayton se dijo que estaban en medio de uno de los parajes inhóspitos del mundo: un lugar donde dominaban el silencio y la soledad. La región apenas estaba urbanizada; había un vacío inmenso que resultaría difícil de llenar artificialmente. Las montañas a las que se aproximaban se alzaban imponentes, grises como el granito, coronadas de blanco y escarpadas. Un territorio implacable.
– No hay mucha cosa por aquí -comentó Clayton.
– Sigue siendo tierra salvaje -convino Martin-. No lo será siempre, pero aún lo es. -Titubeó antes de añadir-: Hay estudios psicológicos, y algunas encuestas supuestamente científicas que dicen que la gente se siente a gusto y está a favor de las zonas salvajes siempre y cuando estén limitadas en su extensión. Declaramos bosques estatales y áreas de acampada, y luego apenas los tocamos. Eso hace felices a los fanáticos de la naturaleza. La civilización gana terreno despacio, inadvertidamente. Eso ocurrirá aquí también. Dentro de cinco años, quizá diez. -Hizo un gesto con el brazo derecho-. Ahí delante hay una carretera que usaban los madereros. Ya no se talan árboles, por supuesto. Los ecologistas han ganado esa batalla. Pero el estado mantiene los caminos transitables para los excursionistas. Es un lugar estupendo para la caza y la pesca. Además, resulta cómodo. Se tarda sólo tres horas en llegar en coche desde Nueva Washington, y menos todavía desde Nueva Boston y Nueva Denver. Están en vías de crear todo un sector económico nuevo. Se puede ganar un montón de pasta con la naturaleza controlada.
– Fue así como la encontraron, ¿verdad? ¿Un par de pescadores?
El inspector asintió.
– Un par de ejecutivos de seguros que se habían dado un día libre para buscar truchas salvajes. Encontraron más de lo que esperaban.
Tomó una salida de la autopista, y el coche de pronto iba dando tumbos y cabeceando como una barca en un mar picado. El polvo se arremolinaba tras ellos, y la grava repiqueteaba contra la parte inferior del vehículo como una ráfaga de disparos. A causa de los bandazos, los dos hombres se quedaron callados. Avanzaron así durante unos quince minutos. Clayton se disponía a preguntar cuánto faltaba cuando el inspector detuvo el coche en un pequeño apartadero.
– A la gente le gusta -dijo Martin-. Para mí es un coñazo, pero a la gente le gusta. Yo por mí mandaría asfaltar el puto camino, pero me dicen que, según los psicólogos, la gente prefiere la sensación de aventura que les da el ir botando. Les hace creer que los treinta de los grandes que se gastaron en su cuatro por cuatro valieron la pena.
Clayton bajó del coche y de inmediato vio un sendero angosto que discurría entre matorrales y árboles. A la orilla del apartadero, allí donde arrancaba el camino, había una placa de madera color castaño con un mapa plastificado.
– Ya estamos llegando -dijo el inspector.
– ¿Él la dejó aquí?
– No, más lejos. A un kilómetro y medio de aquí, tal vez un poco menos.
El sendero bordeado de árboles había sido despejado, por lo que no costaba caminar por él. Era justo lo bastante ancho para que los dos hombres pudieran andar uno al lado del otro. Bajo sus pies, el suelo del bosque estaba recubierto de agujas de pino marrones. De cuando en cuando se oía un correteo, cuando espantaban a alguna ardilla. Un par de mirlos protestaron por su presencia con un canto discordante y se alejaron aleteando ruidosamente entre los árboles.
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