John Katzenbach - Juegos De Ingenio

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En un futuro no muy lejano, las armas y los chalecos antibalas son algo habitual. Tal vez la excepción sea una comunidad de EE. UU que dice garantizar la protección de sus habitantes gracias al control que ejercen los agentes del Servicio de Seguridad del Estado, el futuro estado 51.
En este contexto del tiempo, Susan Clayton, que trabaja elaborando pasatiempos para una revista, recibe un mensaje cifrado que parece significar «Te he encontrado». La críptica nota es especialmente siniestra en un momento en que un asesino en serie acecha Florida, un asesino que puede ser el desaparecido padre de Susan y al que piden, a su hermano, ayude a encontrar. Su madre Diana, muer fuerte y, al tiempo con miedo esta con un cáncer terminal pero sabe que juntos deberán enfrentarse a la amenaza.
Su hermano Jeffrey, reputado criminalista y experto en asesinos en serie es reclutado por la policía del nuevo estado para encontrar a un asesino en serie del que piensan es su padre sin embargo, el va mas como cebo que como experto.

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– Un mes.

– ¿Y en los otros dos casos?

– Una semana.

– ¿Y hace veinticinco años?

– Tres días.

Jeffrey hizo un gesto de afirmación.

– Supongamos, inspector, que es el mismo hombre quien comete estos crímenes. Es una suposición basada en indicios de lo más endebles. Aun así, la daremos por buena unos instantes. Entonces, podríamos deducir que él ha aprendido algo, ¿no es así?

El agente Martin asintió.

– Eso parece. -Tosió con fuerza una vez, antes de agregar una frase aterradora-: A tener paciencia.

Jeffrey se frotó la frente con una mano. Se notó la piel fría y pegajosa al tacto.

– Me pregunto cómo ha aprendido eso -dijo.

Martin no contestó.

El profesor se levantó de su asiento ayudándose con las manos y, sin hablar, entró en el reducido cuarto de baño situado al fondo del despacho. Cerró la puerta tras de sí, echó el cerrojo y se inclinó sobre el lavabo. Creía que iba a vomitar, pero lo único que salió de su boca fue una bilis nociva y amarga. Se echó agua fría en la cara y, mirándose a los ojos en el pequeño espejo, se dijo: «Estoy en un lío.»

Jeffrey tardó unos momentos en recuperar la compostura. Estudió con atención su reflejo, como para cerciorarse de que no quedaran restos de angustia en sus ojos, y salió al despacho, donde Martin se movía de un lado a otro en su silla, sonriendo ante su desazón.

– Ya ve que el cheque que le espera al final de todo esto difícilmente podría considerarse dinero fácil, profe. No, no le resultará fácil en absoluto…

Jeffrey se sentó en su propia silla y por un instante hizo un esfuerzo por pensar.

– Supongo que no tendremos suerte, pero se me ha ocurrido algo. Esta última chica salía de un colegio, y la primera víctima, hace un cuarto de siglo, iba a un colegio privado, y la chica secuestrada de mi clase también era una estudiante. O sea, inspector Martin, que en lugar de quedarse ahí sentado sonriendo y pasándoselo bomba por la situación en que usted me ha metido, quizá debería empezar a actuar como un investigador.

Martin dejó de balancearse en su asiento.

Jeffrey señaló el ordenador.

– Dígame. Esa máquina suya, ¿qué cosas fantásticas sabe hacer?

– Es un ordenador del Servicio de Seguridad. Tiene acceso todos los bancos de datos del estado.

– Pues echemos un vistazo a los profesores y al personal del colegio en el que se quedó hasta tarde. Supongo que usted podrá hacer que aparezcan fotos y biografías en la pantalla. ¿Puede clasificarlas por edades? Al fin y al cabo, buscamos a alguien de sesenta y tantos años, quizá de poco menos de sesenta. Un varón de raza blanca.

Martin se volvió hacia el monitor y comenzó a introducir códigos.

– Puedo cotejar los datos con los del Control de Pasaportes y el Departamento de Inmigración -dijo.

– ¿Exactamente qué datos recoge Inmigración? -preguntó Jeffrey mientras el inspector trabajaba.

– Fotografía, huellas digitales, mapa de ADN… aunque esto llevan pocos años haciéndolo… declaraciones de Hacienda de los últimos cinco años, referencias personales, historial familiar verificable, informes sobre coche y casa e historia clínica. Si quieres vivir aquí, tienes que poner a disposición del estado buena parte de tu vida personal. Es la principal razón por la que algunos tipos ricos no se animan a establecerse aquí. Prefieren vivir, por ejemplo, en San Francisco, con guardaespaldas y en el interior de muros con alambradas, pero sin tener que desvelar su vida privada ni el origen de su fortuna.

El agente Martin alzó la vista de la pantalla de ordenador.

– Según esto hay veintidós nombres que responden más o menos a esa descripción: varón de raza blanca, de más de cincuenta y cinco años y relacionado con ese colegio.

– Tal vez esto resulte fácil. Muéstreme las fotos en la pantalla, una detrás de otra, despacio.

– ¿Usted cree?

– No, no lo creo. Pero reconozca que quedaríamos como unos idiotas si nos saltáramos los pasos más obvios. La respuesta a la pregunta que aún no ha formulado es no. No creo que reconociera a mi padre después de veinticinco años. Pero quizá podría. ¿Una posibilidad de un millón contra uno? Vale la pena intentarlo, supongo.

El inspector soltó un gruñido y pulsó otras teclas. Una por una, imágenes acompañadas de información personal aparecieron en el monitor de ordenador.

Por unos instantes, Jeffrey estuvo fascinado.

Eso era el no va más en voyeurismo, pensó.

Los pormenores de las vidas destellaban en colores electrónicos en la pantalla. Un subdirector había atravesado un complicado proceso de divorcio hacía más de una década, y su ex esposa había presentado una denuncia por malos tratos que fue desestimada; el entrenador del equipo de fútbol americano no había declarado unos ingresos por venta de acciones, y Hacienda lo había pillado; un profesor de Ciencias Sociales tenía un problema con la bebida, o al menos eso parecía desprenderse de sus tres condenas por conducir bajo los efectos del alcohol a lo largo de los últimos doce años, y había seguido un programa de rehabilitación. Pero las biografías iban más allá y ofrecían datos secundarios; el profesor de lengua inglesa tenía una hermana internada por esquizofrenia, y el hermano del conserje principal había muerto de sida. Los detalles se sucedían en la pantalla, ante sus ojos.

Cada informe llevaba adjunta una foto frontal del rostro, una del perfil derecho y otra del izquierdo, junto con el historial clínico completo. Trastornos cardiacos, renales y hepáticos, descritos brevemente en jerga médica. Pero eran las fotografías de cada sujeto lo que le interesaba. Las estudió minuciosamente, como midiendo el largo de la nariz, la prominencia del mentón, intentando determinar la arquitectura de cada rostro y comparándola con la visión de su infancia que mantenía guardada al fondo de algún armario emocional de su interior.

Jeffrey se dio cuenta de que respiraba despacio, con inspiraciones poco profundas. Se tranquilizó y exhaló a través de unos labios ligeramente fruncidos. Le sorprendió descubrir que se sentía aliviado.

– No. No está ahí. Hasta donde yo sé. -Se frotó los párpados con los dedos-. De hecho, no hay nadie que se le parezca ni remotamente. O que se parezca a la imagen que tengo en la cabeza.

El inspector hizo un gesto de asentimiento.

– Habría sido un auténtico golpe de suerte.

– De todos modos, no sé si sería capaz de reconocerlo.

– Claro que sí, profe.

– ¿Eso cree? Yo no. Veinticinco años es mucho tiempo. La gente cambia. A la gente se la puede cambiar.

Martin no respondió enseguida. Estaba contemplando la última fotografía en la pantalla. Era de un administrador escolar de cabello cano cuyos padres habían sido detenidos en su adolescencia en una manifestación contra la guerra.

– No, ya lo recordará -aseguró-. Quizá no quiera, pero se acordará. Y yo también. El no lo sabe, ¿verdad? Pero hay dos personas en el estado que le han visto la cara y saben lo que es. Sólo nos falta encontrar un modo de hacer aparecer esa imagen en esta pantalla para ir bien encaminados. -El inspector apartó la mirada del ordenador-. Bueno, ¿y ahora qué, profesor? -Se reclinó en el asiento-. ¿Quiere echar un vistazo a todos los varones blancos de más de cincuenta y cinco años que hay en el territorio? No debe de haber más de un par de millones. Podríamos hacerlo.

Jeffrey sacudió la cabeza.

– Lo imaginaba -comentó Martin-. Entonces, ¿qué?

Jeffrey vaciló, luego habló en voz baja y cortante.

– Déjeme hacerle ahora una pregunta estúpida, inspector. Si está tan convencido de que el hombre que lleva a cabo estos actos es mi padre, ¿qué ha hecho usted para localizarlo? Es decir, ¿qué pasos ha dado para encontrarlo aquí? Debe de estar registrado en su Departamento de Inmigración, ¿no? Desplegó usted una astucia acojonante para dar conmigo. ¿Qué hay de él?

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