Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Ouspenski y él aguardaron un momento de pie junto a la tumba sin moverse. Alexander inclinó la cabeza.

– El Señor es mi pastor, nada me faltará -murmuró para sí-. En lugares de delicados pastos me hará yacer, junto a aguas de reposo me pastoreará, aunque ande en valle de sombra de muerte…

No pudo seguir. Se dejó caer en el suelo, junto al árbol solitario, y encendió un cigarrillo.

Ouspenski preguntó si continuarían.

– No -respondió Alexander-. De momento, voy a quedarme aquí un poco más.

Pasaron varias horas.

Ouspenski volvió a preguntar si continuarían.

– No puedo dejar a Pasha solo, teniente -dijo Alexander, con una voz tan exhausta que no parecía la suya.

– ¿Qué ha sido del viento del destino que soplaba a su favor, capitán? -exclamó Ouspenski.

– No me entendió, Nikolai -protestó Alexander, sin levantar la vista-. Dije que soplaba a mi lado, sin alcanzarme.

Al día siguiente, la policía alemana los recogió allí mismo, los hizo subir a un camión blindado y los llevó de vuelta a Colditz. A Alexander le dieron una buena paliza y lo encerraron en la celda de aislamiento durante tantos días que terminó perdiendo la noción del tiempo.

La muerte de Pasha había traído la muerte de la fe. Nada tenía sentido en un mundo donde Alexander había conocido a Pasha Metanov únicamente para perderlo, «Libérame, Tatiana. Perdóname, olvídame, ayúdame a olvidarte. ¿No puedo estar libre de ti ni un minuto tan sólo, libre de tu rostro, de tu libertad, de tu fuego, de tus sentimiento, libre, libre, libre…?»

El vuelo ritual entre un lado y otro del océano había terminado, y con él el consuelo de la imaginación. El estupor le congeló el corazón, y la desesperación introdujo sus tentáculos por los tendones, las arterias, los nervios y las venas de Alexander, hasta anestesiarlo y sofocarlo y dejarlo sin esperanzas y libre de Tatiana. Por fin.

Pero no del todo.

Capítulo 30

Nueva York, abril de 1945

En abril, los norteamericanos y los rusos se desplegaron por Alemania, y en la primera semana de mayo los alemanes presentaron la rendición incondicional. La guerra europea había terminado. Los estadounidenses seguían sufriendo importantes bajas en Asia, aunque lograron echar a los japoneses de todas y cada una de las islas y las playas del Pacífico.

El 23 de junio llegó y pasó con discreción. Tatiana cumplió veintiún años. ¿Cuánto tiempo tenía que transcurrir antes de que la pena se mitigara? ¿Cuánto hasta que la implacable manecilla del tiempo, tic, tac, tic, tac, la sucesión de días y de noches, de meses y de años, terminara convirtiendo la mole de tristeza que oprimía la garganta de Tatiana en un pequeño guijarro sin aristas? Cada vez que recuerda el nombre de él o que mira a su hijo, el aire no le pasa por la garganta. Cada vez que llega Navidad, cada vez que es su cumpleaños o el de él, cada 13 de marzo, tiene dificultades para respirar durante un día más, un año más. El tiempo va pasando y la pena sigue alojada en su garganta, obstruyendo el hueco por el que deben pasar las demás cosas de su vida. Todas las demás cosas: la felicidad, el cariño por otras Personas, las comodidades, las risas de su niño, la comida en el plato, la bebida en la mesa, las palmadas, las oraciones… todo tiene que pasar por su garganta.

En el verano de 1945, Vikki aceptó subir al tren con Tatiana y Anthony para acompañarlos a Arizona. Tatiana se había tomado unas vacaciones para celebrar que le habían concedido la nacionalidad estadounidense. Por el camino, Tatiana explicó que harían una pequeña parada en Washington.

Esta vez no entró en el edificio del Departamento de Estado sino que esperó pacientemente en un banco sombreado de la calle C, mientras Vikki fumaba y Anthony jugaba en el césped.

– ¿Ésta es tu idea de una pequeña parada? -preguntó Vikki al cabo de un rato-. Sólo tenemos dos semanas.

Tatiana observaba a los empleados que salían a comer Vio que Sam Gulotta salía a la calle y pasaba junto al banco, pero no le dijo nada. Después de caminar otros diez metros, Sam redujo el paso y se paró. Se dio la vuelta, se quedó mirando a Tatiana y fue hacia ella.

– Hola -lo saludó Tatiana, alzando la vista-. No quiero molestarte.

Gulotta sonrió y se sentó a su lado.

– No es molestia. Me alegro de verte. No tengo noticias.

– ¿Nada?

– No. El ambiente está revuelto en Europa. -Sam hizo una pausa-. Te dije que podría averiguar más cosas cuando todo se tranquilizase… pero me equivoqué: la situación no se ha calmado; al contrario, está todo peor que nunca. Francia, Gran Bretaña, los soviéticos, nosotros… todos estamos en Alemania, y lo que es peor, todos en Berlín. Un paso en falso y estallará la Tercera Guerra Mundial.

– Sí, ya sé -dijo Tatiana, incorporándose-. Gracias igualmente.

– ¿Ya eres ciudadana estadounidense?

– Sí, desde hace poco.

– ¿Quieres ir a comer algo? -propuso Gulotta-. Tengo una hora, podemos pedir un bocadillo.

– Gracias, quizás en otro momento. He venido con una amiga y con mi hijo. Pero te he traído una cosa que he hecho esta mañana. -Tatiana le dio una bolsita llena de pirozbki de carne-. La otra vez me dijiste que te gustaban…

– Me encantan, gracias. -Sam cogió la bolsa-. A mí también me habría gustado poder comer contigo.

Tatiana lanzó una mirada a Vikki, que había dejado de jugar con Anthony en el césped y se había puesto en pie.

– Sam, te presento a mi amiga Vikki Sabatella -dijo.

Vikki y Sam se estrecharon la mano.

Tatiana y Sam se despidieron con un gesto.

– ¡Caramba, Tania! -dijo Vikki, pellizcándole el brazo cuando Sam ya no las veía-. ¡No sabía que eras una libertina! ¿Hace tiempo que dura esta historia?

– No hay ninguna historia, Vikki -explicó seriamente Tatiana.

– Ah, ¿no? ¿Está casado?

– Lo estuvo, sí. -Tatiana se interrumpió, sin saber hasta qué punto podía contarle a Vikki la historia de Sam. Al final decidió explicárselo-: Su mujer falleció hace tres años, en un accidente de aviación; llevaba medicinas a los soldados norteamericanos destacados en Okinawa. Ahora él está solo con sus dos niños.

– ¡Tatiana!

– No tengo tiempo de explicártelo, Vikki.

– Tienes dos semanas para contármelo. Pero te recuerdo que tenemos a trece millones de soldados fuera del país, y que en cuanto ganemos la guerra, vendrán todos al puerto de Nueva York.

– Ah ¿sí? ¿Porque no hay otra ciudad costera en Estados Unidos?

– Exacto- Y ahora dime por qué hemos tenido que venir hasta Washington para conocer a un hombre, cuando en nuestra preciosa ciudad no tardará en haber trece millones.

– No quiero hablar de eso contigo.

Estuvieron cinco días en el Gran Cañón, y después Tatiana alquiló un coche y decidió bajar hasta Tucson. Era ella la que iba al volante; Vikki, como buena chica de ciudad, no sabía conducir.

– ¡Vaya pueblucho polvoriento! -exclamó Vikki cuando atravesaban Phoenix.

Una tarde de mucho calor, extendieron una manta sobre el capó y se sentaron a ver la puesta de sol. Estaban en el desierto de Sonora, la tierra cubierta de saguaros que se extiende a lo largo de cientos de kilómetros en el sudeste de Arizona; Sonora es la cuna de 298 variedades de cactus y el territorio desértico más extenso de Norteamérica, mucho más grande que Arizona y Nuevo México. Al fondo veían las montañas de Maricopa. El intenso azul del cielo contrastaba con los tonos rojizos y amarillentos de la tierra. Aparte de la errática aparición de alguna liebre que se abalanza sobre un lagarto, todo era quietud.

Vikki y Tatiana estaban sentadas en el capó, con la espalda reclinada contra el parabrisas. Al este se alzaban los montes de la Superstición, y al oeste, los montes de Maricopa. Anthony jugaba en el suelo, preocupado por sólo dos cosas a sus dos añitos: ensuciarse todo lo posible y encontrar una serpiente, no necesariamente en este orden.

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