Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Durante treinta y un días, Alexander observó a los guardianes en el comedor, en las duchas, en el patio. Dos veces por semana durante una hora (sólo en caso de buen comportamiento), los prisioneros podían salir en grupitos de doce a la terraza exterior, en el lado oeste. La terraza estaba encajonada entre paredes de piedra, y más abajo, al otro lado de un parapeto, había un trozo de césped encajonado también entre paredes, pero los prisioneros no estaban autorizados a bajar al jardín. Alexander, que siempre se comportaba lo mejor posible, salía a la terraza a dar sus dos paseos semanales y se dedicaba a observar a los soldados encargados de vigilarlo. Y también los observaba desde la ventana de la celda, a la hora del cambio de guardia. Su litera quedaba junto a la ventana, en el tercer piso del lado oeste, justo sobre la enfermería. Le gustaba que diera al oeste, le infundía esperanzas. Más abajo se extendía la alargada y estrecha terraza, y más abajo aún, el alargado y estrecho jardín.

Realmente, Colditz parecía inexpugnable.

Alexander no tenía ni idea de cómo se las había arreglado Tania para llegar hasta Finlandia, con Dimitri muerto y Sayers herido de gravedad. Lo único que sabía era que, de un modo u otro, Tania había terminado en Finlandia. Por eso, sabía que tenía que existir una forma de salir de Colditz. El único problema era que de momento no sabía cuál era.

Pasha y Ouspenski eran mucho menos optimistas. Cuando salían al patio, no se preocupaban por observar a los guardianes. Alexander no se atrevía a preguntar nada a los prisioneros británicos porque no quería que sus dos compañeros se dieran cuenta de que hablaba inglés a la perfección. No había norteamericanos a la vista, sólo británicos y franceses, un polaco y los cinco soviéticos con los que compartían la celda.

El polaco era el general Bor-Komarovski. Alexander habló con él un día en el comedor. Komarovski había encabezado la resistencia contra Hitler y los soviéticos en 1942, y cuando lo detuvieron lo mandaron directamente a Colditz. Bor-Komarovski, que hablaba ruso, le contó sus intentos de fuga y le dio unos mapas de la región, pero también le dijo que se olvidara de escapar. A los pocos que habían logrado salír del recinto, los habían atrapado a los pocos días.

– Lo cual demuestra -dijo- que algo que siempre he creído es especialmente cierto en un lugar como Colditz. Por bien que hayas planeado algo, es imposible salir de una situación difícil sin la ayuda del Señor.

«Tania logró salir de la Unión Soviética», quiso decir Alexander Pero eso sólo reforzaba el argumento de Bor-Komarovski.

Por la noche, tumbado en la litera, pensaba en los brazos de Tania y decidía que debía salir en su busca… ¿Dónde la encontraría suponiendo que aún lo estuviera esperando? ¿En Helsinki, Estocolmo, Londres, Estados Unidos…? ¿En qué parte de Estados Unidos: Boston, Nueva York…? ¿En algún lugar cálido? ¿San Francisco, Los Ángeles…? El doctor Matthew Sayers tenía intención de llevarla a Nueva York. Aunque Sayers había muerto, tal vez Tatiana había seguido con el plan previsto. Alexander decidió empezar por Nueva York.

Detestaba que su mente se perdiera en aquellos callejones sin salida, pero le gustaba imaginarse la cara que pondría Tatiana al verlo, su cuerpo tembloroso, el sabor de sus lágrimas, la forma en que correría hacia él.

¿Qué edad tendría ahora su hijo? Año y medio. Si era una niña, tal vez fuera rubia como su madre. Si era un niño, tal vez tuviera el pelo negro, como Alexander cuando no llevaba la cabeza rapada. ¿Qué sensación producía coger a un bebé en brazos y alzarlo en el aire?

Alexander se dejó arrastrar por la dolorosa y frenética rememoración de Tatiana acariciándolo y de él acariciándola.

Cuando dejó de verla, Alexander sintió el agudo dolor de su ausencia durante los ventosos días de marzo, los lluviosos días de abril, los secos días de mayo y los calurosos días de junio. Junio fue el peor mes. El dolor era tan intenso, que Alexander pensó que no podría resistir ni un minuto más aquel anhelo, aquella necesidad.

Pasó un año, pasó otro año… Y poco a poco el dolor se fue apagando, aunque el anhelo y la necesidad no desaparecieron.

A veces Alexander se acordaba de Fe, la polaca de carnes blandas que se lo había ofrecido todo y a la que él había regalado unas chocolatinas. ¿Resistiría lo mismo si Fe anduviera cerca?

Era cierto que en Colditz no había huida posible. No era posible huir de los pensamientos, el miedo, el dolor, la certeza de que habían transcurrido varios meses e incluso varios años. ¿Cuánto tiempo podía esperar una esposa leal a su marido muerto? Aunque la esposa fuera su Tatiana, la estrella más resplandeciente del firmamento, ¿cuánto tiempo esperaría antes de seguir adelante?

Olvídalo.

Deja ya de pensar. No más pensamientos. No más deseo. No más amor.

No más nada.

¿Cuánto aguantaría Tatiana antes de dejarse el pelo suelto y encontrar otro rostro que la esperaría sonriente al salir del trabajo?

Alexander se volvió hacia la ventana. Tenía que salir de Colditz a toda costa.

– Fíjense, camaradas -dijo Alexander a Pasha y a Ouspenski cuando salieron a estirar las piernas una helada tarde de febrero-. Quiero que vean una cosa.

Sin señalar, inclinó la cabeza hacia los dos vigilantes apostados a un lado y a otro de la terraza rectangular, de siete metros de ancho por veinte de largo.

Se acercó despreocupadamente al parapeto desde la otra punta de la terraza y se asomó al jardín mientras encendía un cigarrillo. Pasha y Ouspenski se asomaron también.

– ¿Qué estamos mirando? -preguntó Pasha.

En el jardín de abajo, que tenía la misma forma que la terraza pero el doble de anchura, había un vigilante armado con una ametralladora en cada extremo, uno en una garita elevada y el otro en una pasarela.

– ¿Y bien? -preguntó Ouspenski-. Hay cuatro guardianes vigilándolo todo día y noche. Y el jardín termina en una pared vertical. No hay nada que hacer.

Se dio la vuelta.

Alexander lo cogió del brazo.

– Espere, escuchen lo que les voy a decir.

– Oh, no -protestó Ouspenski.

– Déjalo, no lo necesitamos -dijo Pasha, tocando el brazo de Alexander-. ¡Váyase a tomar viento, Ouspenski!

Ouspenski no se movió.

– Durante el día hay dos guardianes en el jardín -dijo Alexander sin señalarlos-, y dos aquí arriba, en la terraza. Pero por la noche iluminan la terraza con los focos y no la vigila nadie. En cambio, en el jardín hay un tercer guardián que se encarga de controlar la alambrada que protege el precipicio de dieciséis metros… y que conduce al pie de la colina y a la libertad. -Alexander carraspeó y añadió-: A medianoche suceden dos cosas. La primera es el cambio de guardia. La segunda es que se apagan los focos que iluminan la terraza y el castillo. He estado observándolo todo desde la ventana de la celda, los guardianes dejan sus puestos y al cabo de un momento salen sus sustitutos.

– Ya sabemos cómo funciona un cambio de guardia, capitán -diio Ouspenski-. ¿Qué propone?

Alexander se volvió hacia el castillo, fumando como si no pasara nada.

– Propongo que, en el momento en que cambie la guardia y se enciendan los focos, saltemos por la ventana con una cuerda, atravesemos corriendo la terraza, bajemos de un salto al jardín, corramos hacia la alambrada, la cortemos y usemos la cuerda para deslizarnos por el precipicio de dieciséis metros que nos separa del pie de la montaña.

Pasha y Ouspenski guardaron silencio.

– ¿Cuánta cuerda necesitaremos? -preguntó al final Ouspenski.

– Noventa metros en total.

– Ah, ¿y cree que podemos pedirla en el comedor o al personal de limpieza?

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