Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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Tatiana, muy pálida, intentó zafarse de él.

– Y en 1956, cuando termines la condena, te devolverán a una sociedad en la que no quedará ninguna de las cosas que te habían hecho ser quien eras. -Alexander calló un momento, pero no la soltó. Luego añadió-: No quedará nada, Tania.

– Ah… -fue todo lo que pudo responder ella.

– Y durante todo ese tiempo habrás estado sin tu hijo -continuó Alexander-, sin ese niño que nació para cambiar el mundo, y habrás estado sin mí. Y así, sin dientes, sin hijo, sin marido, destrozada, acabada, sodomizada, deshumanizada… así volverás a tu casa del Quinto Soviet. ¿Eso es lo que quieres? No sé cómo es tu vida en Estados Unidos, pero dime: ¿elegirías eso?

– Tú has sobrevivido -dijo Tatiana en voz baja, sombría pero resuelta-. Yo también lo lograré.

– ¡Ya habías sobrevivido! -exclamó Alexander-. Estás viva, ¿no? ¿Qué te pasa, quieres morir? Porque entonces, la cosa cambia. -La soltó por fin y se apartó unos pasos-. Si eso es lo que quieres, perfecto. Morirás de frío y de hambre. Leningrado no acabó contigo, pero Kolima lo hará sin ninguna duda. El noventa por ciento de los presos de Kolima (y sólo hablo de ellos, no de las presas) mueren antes de terminar la condena. Tú morirás después de un aborto, o por culpa de una infección, peritonitis, pelagra, tuberculosis, lo que sea, o te asesinarán tras someterte a una violación colectiva… -Hizo una pausa-. O antes.

– Calla, por favor -susurró Tatiana, tapándose los oídos con las manos.

Alexander se estremeció, y ella también.

Alexander la atrajo hacia su pecho y la envolvió en sus brazos. Aunque cada soplo de su aliento sonaba como si surgiera de una garganta cercada por cristales afilados, Tatiana se sentía mejor acurrucada contra su torso.

– Tania, yo sobreviví porque Dios me hizo fuerte y no quiso que nadie pudiera aproximarse a mí sin perder antes la vida. Podía disparar, podía luchar, y no me asustaba matar a cualquiera que se me acercase. Pero tú, ¿qué podías hacer? -Posó una mano sobre la cabeza de Tatiana, que alzó la cara hacia él-. Fíjate: no llegas ni a la mitad de mi estatura. -Alexander se deshizo de su abrazo y ella se desplomó sobre la cama. Alexander se sentó a su lado y añadió-: No puedes defenderte de mí, que te amo más de lo que ningún hombre puede amar a una mujer. -Meneó la cabeza-. Tatiasha, este mundo no está hecho para una mujer como tú, y por eso Dios no te envió a él.

– ¿Y por qué te envió a ti? -preguntó Tatiana con amargura, tocándole la cara con la mano-. A ti, que eres el rey de los hombres.

Alexander no quería seguir hablando. Ella quería hablar, pero no podía.

Alexander fue a darse una ducha y Tatiana se hizo un ovillo en la butaca que había junto a la cama.

– ¿Puedes echarme un vistazo a la herida del pecho? -dijo cuando salió del baño con una toalla en torno a la cintura-. Creo que se me está infectando.

Tenía razón; entendía de estas cosas. Se sentó muy quieto mientras Tatiana le ponía una inyección de penicilina y le desinfectaba el corte con ácido fénico.

– Te pondré unos puntos -dijo.

Cuando sacaba el hilo quirúrgico del maletín, recordó que lo había usado para coser el emblema de la Cruz Roja en el camión finlandés que la había sacado de la Unión Soviética. Se sintió flaquear de repente y se echó a temblar. No había podido salvar a Matthew Sayers.

– Déjalo estar, ya lleva tiempo abierta -dijo Alexander.

– Igualmente hay que poner puntos para evitar la infección, así se te curará mejor.

¿Cómo podía seguir hablando?

Sacó una jeringuilla para anestesiarle la zona, pero él extendió la mano.

– ¿Qué haces? -preguntó Alexander, meneando la cabeza-. Cóseme directamente, Tania. Sólo dame un cigarrillo.

Necesitó ocho puntos. Tatiana le besó la herida después de cosérsela.

– ¿Duele? -susurró.

– No he notado nada -respondió Alexander mientras daba otra calada al cigarrillo.

Tatiana le puso una gasa sobre la herida y le vendó el antebrazo y la mano quemada por la pólvora. Apartó la cara para que él no la viera pero lloró, y por su respiración supo que le resultaba doloroso oírla y estar tan cerca de ella sin poder tocarla, como en los días del asedio, como en Lazarevo. Sabía que no podía tocarla ahora, con el final tan próximo.

– ¿Quieres morfina? -dijo ella, levantando la vista.

– No -respondió Alexander-, porque pasaría toda la noche inconsciente.

Tatiana se apartó tambaleándose.

– Me vino bien la ducha -dijo Alexander-. Las toallas, el agua caliente… Un placer inesperado.

– Sí -dijo Tatiana-. La vida en Estados Unidos es muy cómoda.

Se separaron, y Alexander salió del cuarto de baño y Tatiana se metió en la ducha. Cuando salió, envuelta en una toalla, él dormía boca arriba, desnudo, sobre la colcha. Lo tapó, se sentó en la butaca contigua y lo miró, mientras palpaba las jeringuillas de morfina que guardaba en el maletín.

No podía permitir que lo extraditaran. Antes que dejarlo en manos de los rusos, sería mejor que Dios se lo llevara.

Dejó el maletín en la silla, se encaramó a la cama, se introdujo bajo las sábanas, pegada al cuerpo desnudo de Alexander, y se abrazó a su espalda. Lo envolvió en sus brazos y lloró, con la cara contra su pelo. La Unión Soviética lo había convertido en un saco de huesos.

– ¿Es guapo Anthony? -preguntó él de pronto.

– Sí -contestó Tatiana-. Es un niño precioso.

– ¿Se parece a ti?

– No, se parece a ti.

– Qué lástima -dijo Alexander, y se volvió hacia Tatiana.

Estaban desnudos, el uno junto al otro, cara a cara.

Sus remordimientos, sus respiraciones, sus dos almas entrelazadas, sangrando y llorando de dolor en la noche intranquila.

– Conmigo o sin mí, has vivido y siempre vivirás de acuerdo con un solo principio -dijo él.

– Me esforzaba en imitarte. Quería hacer las cosas incluso mejor que tú. Imaginaba lo que tú habrías querido para los dos, y me guiaba por ello.

– No. Soy yo el que me esforcé en imitarte -dijo Alexander-. Quería hacerlo mejor que tú. Te imaginaba frente á mí y confiaba en que, hiciera lo que hiciera, tú lo aprobarías. Que asentirías y me dirías: lo has hecho bien, Alexander.

Una pausa.

El canto de un buho.

Quizás el aleteo de un murciélago.

Unos ladridos.

– Lo has hecho bien, Alexander.

Él la envolvió en sus brazos y presionó los labios contra su frente.

– Nunca pensábamos en el futuro. Y ahora, esta noche, pensaremos solamente en los próximos cinco minutos -susurró-. Es así como siempre hemos vivido tú y yo, y es así como seguiremos viviendo, una noche más, en una cama limpia y caliente.

– Acércate y consuélame -dijo Tatiana-. Levántate, amado mío, y ven.

La mano de Alexander le recorrió la espalda.

– ¿Sabes qué me salvó en los años de cárcel y en el batallón disciplinario? Tú. Pensaba que si tú habías logrado escapar de Rusia y llegar a Finlandia en plena guerra, embarazada y con la compañía de un médico herido, sin poder contar con nadie más que contigo misma, yo también podría sobrevivir a lo que estaba pasando. Si tú, en Leningrado, podías levantarte todas las mañanas y bajar la escalera cubierta de hielo para ir a buscar agua y pan para tu familia, yo podría sobrevivir a lo que estaba pasando. Si tú podías superar aquello, yo podía superar lo mío.

– Si te contara lo mal que lo pasé en los primeros años, no me creerías.

– Tenías a mi hijo. Yo sólo te tenía a ti, y el modo en que viniste hacia mí a través de Leningrado, el Neva y el Ladoga, para curarme las heridas de la espalda y recomponerme, y me lavaste las quemaduras, y me sanaste y me salvaste. Tenía hambre y me alimentaste. Sólo tenía Lazarevo. -Se le quebró la voz-. Y tu sangre inmortal. Tú eras mi fuerza, Tatiana. No sabes con qué ferocidad intenté volver contigo. Me entregué a los alemanes por ti. Me arrojé a las balas por ti, sufrí golpes y traiciones y condenas por ti. Lo único que quería era volver a verte. Que hayas venido a buscarme lo significa todo para mí, Tatia. ¿No lo entiendes? Nada más tiene importancia. Ni Alemania, ni Kolima, ni Dimitri, ni Ouspenski, ni la Unión Soviética… nada. Todo puede desaparecer. ¿Me escuchas?

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