Paullina Simons - Tatiana y Alexander

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Tatiana y Alexander: краткое содержание, описание и аннотация

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Tatiana, embarazada y viuda a sus dieciocho años, huye de un Leningrado en ruinas para empezar una nueva vida en Estados Unidos. Pero los fantasmas del pasado no descansan: todavía cree que Alexander, su marido y comandante del Ejército Rojo, está vivo. Entre tanto, en la Unión Soviética Alexander se salva en el último momento de una ejecución.
Tatiana viajará hasta Europa como enfermera de la Cruz Roja y se enfrentará al horror de la guerra para encontrar al hombre de su vida… Dolor y esperanza, amistad y traición se mezclan en esta conmovedora novela protagonizada por dos personajes entrañables y llenos de coraje, capaces de desafiar por amor al destino más cruel.

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El recinto era grande y tenía una forma triangular que facilitaba la vigilancia, ya que los guardianes podían disparar hasta varios centenares de metros desde la garita del fondo. En los barracones, distribuidos en tres semicírculos concéntricos, se alojaba la mayoría de los militares y civiles de origen alemán.

Las ejecuciones se llevaban a cabo en la horca instalada frente al primer semicírculo, normalmente tras el recuento de la mañana.

– ¿Dónde están los oficiales rusos? -preguntó Tatiana cuando se acercaban a la enfermería.

– Bueno… -empezó a decir Karolich-. Están en lo que antes eran los barracones de los prisioneros aliados.

– ¿Y eso dónde es?

– En un anexo, fuera del perímetro principal.

– Dígame, teniente Karolich, ¿es que los oficiales alemanes están tan bien atendidos que no necesitan nuestra ayuda?

– No creo que sea así.

– Ah, ¿no? Entonces acompáñenos a verlos.

Karolich carraspeó.

– Me temo que también habrá militares rusos en esa parte.

– Perfecto.

– Por eso no puedo dejarlos visitar esos barracones.

– ¿Por qué? También los ayudaremos. Quizá no me ha entendido bien, teniente. Traemos lotes de medicinas y de alimentos, tenemos a un médico que puede atender a los enfermos… ¿A qué estamos esperando? ¿Por qué no acompaña al doctor Flanagan y a la señorita Davenport hasta la enfermería para que puedan trabajar en paz, y luego usted y yo nos vamos a ver a los prisioneros de los barracones? Empecemos por la zona de los oficiales, ¿le parece?

Karolich la miró, desconcertado.

– El comandante ha dicho que… En fin, que querrían comer. -Se le atropellaban las palabras-. He encargado un almuerzo especial en la cocina… ¿Y no querrán descansar un poco? El comandante ha mandado preparar las habitaciones para usted y sus compañeros.

– Se lo agradecemos mucho. Comeremos y descansaremos cuando esté terminado el trabajo, teniente. Empecemos de una vez.

– ¿Qué puede hacer usted sin un médico?

– Prácticamente todo. A no ser que alguien necesite cirugía cerebral, pero creo que en ese caso ni siquiera nuestro médico podría serle de ayuda…

– ¡No, no…!

Tatiana estaba demasiado nerviosa para sonreír. Prosiguió:

– Puedo aplicar todo tipo de curas. Puedo poner puntos, lavar heridas y vendarlas, hacer transfusiones, administrar morfina, tratar infecciones, preparar remedios, anotar diagnósticos, bajar la fiebre, eliminar los piojos y afeitar cabezas para prevenir futuros problemas… -Dio una palmadita al maletín de enfermera-. Aquí tengo prácticamente todo lo que necesito. Y cuando se acabe, tengo más material en el jeep.

Karolich balbuceó algo ininteligible y dijo que no se necesitaría sangre ni morfina, que se trataba tan sólo de un campo de internamiento.

– ¿No ha habido nunca ninguna baja?

– Las personas mueren, enfermera -respondió Karolich con altivez-. Por supuesto que hay bajas. Pero no puede hacer gran cosa por los muertos, ¿verdad?

Tatiana no dijo nada. Pestañeó, recordando súbitamente a todos los seres queridos a los que no había podido salvar de la muerte.

– Tania -susurró Martin-, el comandante ha dicho algo de ir a comer, ¿no?

– Pues sí, pero le he dicho que hemos comido hace poco -explicó Tatiana, cogiendo el maletín. Miró a Martin a los ojos y añadió-: Porque hemos comido ya, ¿no es cierto, doctor?

El médico no supo qué contestarle.

– Eso pensaba… Usted y Penny pueden ir directamente a la enfermería. Yo empezaré por los barracones de los oficiales, a ver qué se puede hacer.

Tatiana, que ejercía de puente entre dos culturas, dos idiomas y dos países, era la única que podía dar órdenes. Martin y Penny se encaminaron a la enfermería.

Karolich y Tatiana volvieron al jeep y abrieron la parte trasera. Tatiana se quedó mirando los botiquines, los paquetes de comida y los sacos de manzanas, pensando en cómo accedería a sus pertenencias. Dio la espalda a Karolich durante un momento, para que no pudiera advertir que tenía miedo. Sin mirarlo, para ganar un poco más de tiempo, le dijo:

– ¿Tiene algún asistente? Creo que necesitaremos a alguien más. -Hizo una pausa y añadió-: Y también nos vendría bien una carretilla para transportar los sacos de manzanas y los botiquines.

– Ya lo llevaré yo -se ofreció Karolich.

Esta vez, Tatiana se volvió hacia él. Estaba más tranquila.

– Entonces, ¿quién llevará la ametralladora, teniente? Se miraron unos momentos en silencio, hasta que Tatiana supo que el otro había entendido las implicaciones de su frase.

Karolich se sonrojó, incómodo.

– Los prisioneros no son agresivos, enfermera. No la molestaran.

– Teniente Karolich, no dudo ni por un momento de que tal vez en otra vida muchos de ellos fueron gente pacífica, pero llevo tres meses rodeada de realidad, en Estados Unidos he atendido durante tres años a prisioneros de guerra alemanes, y no me hago muchas ilusiones. Y una enfermera armada no crea una buena impresión, ¿no le parece?

– Tiene usted toda la razón.

Sin atreverse a mirarla, el teniente le dijo que esperara y llamó al sargento que le hacía de asistente. Entre los dos colocaron un saco de manzanas y treinta botiquines en una bamboleante carretilla y la condujeron hasta los barracones de los oficiales.

Mientras el sargento esperaba fuera con los botiquines, Tatiana cogió una bolsa llena de manzanas y recorrió los dos primeros barracones asida al brazo de Karolich. Había comprendido que, si se encontraba a Alexander en uno de aquellos cobertizos sucios y atestados, tendría dificultades para disimular su reacción. Se paraba junto a las literas compartidas entre dos prisioneros, les daba una manzana a cada uno y seguía avanzando. Si alguno dormía, lo zarandeaba y a veces apartaba las mantas. Escuchaba sus gritos y sus bravatas intentando distinguir el timbre de sus voces. Se quedó enseguida sin manzanas. No abrió ni una sola vez el maletín de enfermera.

– ¿Qué opina? -dijo Karolich cuando salieron del barracón.

– ¿Que qué opino? Me parece terrible -dijo Tatiana, respirando el aire fresco del exterior-. Pero al menos, aquí, todos los prisioneros estaban vivos.

– No se ha parado a examinar a ninguno.

– Le haré un resumen de mis impresiones cuando hayamos visitado todos los barracones, teniente -dijo Tatiana-. Tengo que hacer una lista con los prisioneros que habrá que visitar de nuevo y los que necesitarán la atención inmediata del doctor Flanagan, pero tengo mi propio sistema para confeccionarla. Por el olor, la temperatura de la piel y el color de la cara, puedo distinguir a los que están enfermos y saber qué necesitan, y sé quiénes conservan la vitalidad y quiénes se acercan a la muerte. También me ayuda el timbre de sus voces. Si gritan palabras en alemán o extienden la mano hacia mí, sé que no se encuentran tan mal. Cuando no se mueven, o peor aún, cuando me siguen con la mirada sin decir nada, es cuando empiezo a preocuparme. En estos dos barracones, los prisioneros estaban vivos. Ordene a su sargento que distribuya los botiquines pequeños, y pasemos al siguiente.

Inspeccionaron otros dos barracones donde la situación no era tan buena. Tatiana cubrió a dos de los prisioneros con las sábanas y dijo a Karolich que los sacaran al exterior para enterrarlos. Cinco tenían fiebre. Tatiana tuvo que tratar diecisiete heridas abiertas, se quedó sin vendas y tuvo que volver al jeep a por más. Al volver pasó por la enfermería y pidió a Penny y al doctor Flanagan que la acompañaran.

– La situación es peor de lo que pensaba -les dijo.

– No puede ser peor que aquí, donde se están muriendo de disentería -dijo el doctor Flanagan.

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