Mientras recogía los restos de su comida, vio una figura acercarse sobre un caballo blanco. David sintió la tentación de esconderse, pero sabía que, si podía ver al jinete, el jinete lo podía ver a él. La figura se acercó más, y David vio que vestía una coraza de plata decorada con el símbolo de unos soles gemelos, y un yelmo de plata en la cabeza. Una espada le colgaba de un lateral del cinturón, y llevaba un arco y un carcaj de flechas en la espalda: las armas preferidas en aquel mundo, por lo que se veía. En la silla de montar cargaba un escudo, también con los soles gemelos. Frenó el caballo al llegar a la altura del niño y lo miró. A David le recordó al Leñador, porque el rostro del jinete tenía algo similar: como el Leñador, parecía serio, pero amable.
– ¿Adonde te diriges, joven? -le preguntó a David.
– Voy a ver al rey.
– ¿Al rey? -El jinete no estaba muy impresionado-. ¿Para qué puede servirle el rey a nadie?
– Intento volver a casa. Me dijeron que el rey tenía un libro, y que en ese libro podría haber una forma de regresar al sitio de donde vengo.
– ¿Y qué sitio es ése?
– Inglaterra -respondió David.
– No creo haber oído antes ese nombre. Es de suponer que está muy lejos de aquí -comentó-. Todo está muy lejos de aquí -añadió, como si se le hubiese ocurrido después. Se movió un poco sobre el caballo y miró a su alrededor, examinando los árboles, las colinas que había detrás y el camino que estaban recorriendo-. Este no es lugar para que un chico vaya caminando solo -afirmó.
– Llegué cruzando el abismo hace un par de días -contestó David-. Había lobos, y el hombre que me ayudaba, el Leñador…
David no pudo seguir, no quería decir en voz alta lo que le había pasado al Leñador. Volvió a ver a su amigo caer bajo el peso de la manada de lobos, y el reguero de sangre que conducía al bosque.
– ¿Cruzaste el abismo? -le preguntó el jinete-. Dime, ¿fuiste tú el que cortó las cuerdas?
David intentó descifrar la expresión del jinete, porque no quería meterse en líos y supuso que tenía que haber causado muchos problemas al destruir el puente. Pero tampoco quería mentir, y algo le decía que aquel hombre se daría cuenta si lo hacía.
– Tuve que hacerlo -respondió-. Los lobos me perseguían, así que no tenía elección.
– Los trols estaban muy disgustados -dijo el jinete, sonriendo-. Tendrán que reconstruir el puente si quieren seguir con su juego, y las arpías los acosarán siempre que puedan.
David se encogió de hombros, porque no le daban pena aquellos trols que obligaban a los viajeros a jugarse la vida solucionando un tonto acertijo. No era forma de comportarse. Esperaba de todo corazón que las arpías decidieran comerse a algunos de ellos para la cena, aunque le daba la impresión de que el sabor de los trols no debía de ser muy agradable.
– Vine del norte, así que tus travesuras no entorpecieron mis planes -le aclaró el jinete-, pero me parece que merece la pena tener cerca a un joven que consigue irritar a los trols, y escapar de arpías y lobos. Haré un trato contigo: te llevaré hasta el rey si me acompañas durante un tiempo. Tengo una misión que cumplir y necesitaré un escudero que me ayude por el camino. No serán más que unos cuantos días de servicio, y, a cambio, me aseguraré de que llegues sano y salvo a la corte real.
David no tenía muchas alternativas. No creía que los lobos le perdonaran las muertes que había causado en el puente, y, con el tiempo que había transcurrido, ya debían de haber encontrado la forma de cruzar el cañón. Seguro que ya estaban sobre su pista; aunque había tenido suerte en el abismo, puede que no la tuviera la segunda vez. Viajar solo por aquel camino lo dejaba a merced de todo el que deseara hacerle daño, como la cazadora.
– Sí, iré contigo -respondió-. Gracias.
– Bien. Me llamo Roland.
– Y yo soy David. ¿Eres un caballero?
– No, soy un soldado, nada más.
Roland se agachó y le ofreció la mano al niño. Cuando David la cogió, lo levantó al instante del suelo y lo subió a lomos del caballo.
– Pareces cansado -le dijo Roland-, y yo puedo permitirme perder algo de dignidad compartiendo el caballo contigo.
Dio unos golpecitos con los talones en los flancos caballo, y salieron al trote.
David no estaba acostumbrado a sentarse en un caballo, así que le costó adaptarse a los movimientos y el trasero le rebotaba en la silla con una regularidad dolorosa. El niño sólo empezó a disfrutar de la experiencia cuando Scylla (porque así se llamaba el caballo) se lanzó al galope. Era casi como volar por el camino, y, a pesar de la carga añadida de David en su lomo los cascos de Scylla se tragaban a grandes zancadas el suelo bajo sus pies. Por primera vez, el niño empezó a temer un poco menos a los lobos.
Llevaban cabalgando algún tiempo cuando el paisaje que los rodeaba empezó a cambiar. La hierba estaba achicharrada, el suelo roto y revuelto, como si se hubiesen producido grandes explosiones. Los árboles estaban cortados, con los troncos afilados en punta y clavados en el suelo en lo que parecía un intento por crear defensas contra un enemigo. Había trozos de armaduras esparcidos por la tierra, junto con escudos abollados y espadas rotas. Era como si estuviesen viendo el resultado de una gran batalla, y, aunque no se veían cadáveres por ninguna parte, sí había sangre, y los charcos fangosos que salpicaban el campo de batalla eran más rojos que marrones.
Y, en medio de todo aquello, había algo que estaba fuera de lugar, algo tan extraño que Scylla se paró de golpe y palpó el suelo con uno de sus cascos, e incluso Roland lo contempló sin ocultar su miedo. Sólo David sabía lo que era.
Era un tanque Mark V, una reliquia de la Gran Guerra. Su achaparrado cañón antitanque todavía sobresalía de la torreta de la izquierda, pero no llevaba ningún tipo de marca. De hecho, estaba tan limpio, tan pulcro, que era como si acabase de salir de la fábrica.
– ¿Qué es eso? -preguntó Roland-. ¿Lo sabes?
– Es un tanque. -Se dio cuenta de que llamarlo por su nombre no iba a ayudar a Roland a entender su naturaleza, así que añadió-: Es una máquina, como… como un gran carro cubierto en el que pueden viajar hombres. Esto -dijo, señalando el cañón- es una pistola, un tipo de cañón.
David se subió al tanque usando los remaches para agarrarse. La escotilla estaba abierta, y dentro vio el sistema de frenos y engranajes junto al asiento del conductor, además de los mecanismos del gran motor Ricardo, pero no había tripulación. Era como si no lo hubiesen usado nunca. Desde la altura a la que se encontraba, el niño miró a su alrededor y no pudo ver las huellas de la máquina en el barro. Era como si el Mark V hubiese salido de la nada.
Bajó, saltó al suelo desde medio metro de altura y, al caer, se salpicó los pantalones de sangre y lodo, y recordó de nuevo que estaban en un lugar donde se habían producido heridos y quizá muertos.
– ¿Qué ha pasado aquí? -le preguntó a Roland, que se agitaba sobre el caballo, todavía incómodo por la presencia del tanque.
– No lo sé -respondió-. Tiene el aspecto de alguna clase de batalla, y reciente. Todavía huelo la sangre en el aire, pero ¿dónde están los cuerpos de los caídos? Y, si los han enterrado, ¿dónde están las tumbas?
– Estáis buscando en el sitio equivocado, viajeros -dijo una voz detrás de ellos-. No hay cadáveres en el campo porque están… en otra parte.
Roland hizo que Scylla se volviera, mientras sacaba la espada, y ayudó a David a subir al caballo. En cuanto estuvo sentado, David también sacó su pequeña espada de la funda.
Junto al camino estaban los restos de un antiguo muro todo lo que quedaba de una estructura mayor ya desaparecida, y, sobre las piedras, se sentaba un anciano completamente calvo, con el cráneo surcado de gruesas venas azules que parecían los ríos del mapa de un lugar inhóspito y frío. Tenía le ojos llenos de vasos sanguíneos, y las cuencas parecían demasiado grandes para ellos, de modo que la carne roja bajo la pie quedaba colgando y al aire bajo cada globo ocular. Tenía la nariz larga, y los labios pálidos y secos, y vestía una vieja bata marrón, como el hábito de un monje, que le llegaba hasta los tobillos. Tenía los pies descalzos, con las uñas amarillas.
Читать дальше