Efectivamente, ésta era la pregunta que ella quería hacer. Quería saber si era un poco marica. Vera desconfía de todos los sacerdotes y de todos los hombres que van demasiado acicalados. Y él entra en ambas categorías.
– ¿Cómo es que ha venido hoy? -pregunta Vera-. Es la primera vez que le veo en un partido. Las únicas veces que aparece por aquí es para dar una bendición.
– He venido -responde él- a cuidar de un rebaño de cuarenta brutos paganos de mi Escuela Dominical. Por un motivo que no he llegado a comprender, el domingo pasado Zimmerman tiró a los chicos las entradas de baloncesto como si fuera maná.
– ¿Por qué? -ríe ella.
Cualquier cosa que vaya contra Zimmerman hace rebosar su corazón de agradecimiento.
– ¿Por qué?
Las negras cejas del padre March se elevan como dos arcos sobre sus ojos redondos, cuyos iris, totalmente expuestos a la luz, no son negros, sino de un gris oscuro salpicado de motas, como si la sustancia gelatinosa que los forma fuera un velo corrido sobre un montón de pólvora. Esta sensación de peligro, la idea de que esos ojos han visto cosas horribles, la excita. Le da la sensación de que sus pechos flotan calurosamente sobre sus costillas; y tiene que reprimirse el impulso de tocárselos con las manos. Sus húmedos labios están preparados para dibujar una sonrisa antes incluso de que él abra los suyos para decir una broma o hacer una de sus indignadas preguntas.
– Me gustaría saber por qué razón tienen que ocurrirme a mí cosas de éstas -dice él con los ojos un poco saltones-. Me gustaría saber por qué todas las señoras de mi parroquia se dedican a hacer pasteles una vez al mes para luego vendérselos las unas a las otras. Me gustaría saber por qué razón tienen que telefonearme siempre los borrachos del pueblo. Y por qué se empeña toda esa gente en venir los domingos con sus sombreros de fantasía sólo para oírme parlotear acerca de lo que dice un libro muy antiguo.
El padre March ha conseguido mucho mayor éxito de lo que esperaba y, estimulado por la cálida agitación de la sonrisa de Vera, sigue hablando en este mismo tono al igual que un temerario sioux pura sangre bailaba su danza de guerra en torno al punto donde había la señal que indicaba la presencia de una mina enterrada. Aunque su fe está intacta y es inquebrantable como el metal, participa también de otra característica del metal: está muerta. Aunque puede tomarla y sopesarla en todo momento, carece de brazos y no puede sujetarle. March puede burlarse de ella.
Por su parte, Vera está encantada de haber provocado todo esto; es como una secuencia acelerada de las que salían en las películas mudas: la iglesia aparece en la descripción del reverendo March como una casa vacía a la que la gente va de visita y hace saludos ceremoniosos y dice «gracias» como si hubiera un anfitrión. Las burbujas saltan del estómago de Vera a sus pulmones y estallan, iridiscentes, en su alegre garganta; ciertamente, esto es todo lo que les pide a los hombres, todo lo que necesita: que sean capaces de hacerla reír. Porque en la risa renacen su mocedad y su virginidad. Sus labios, perfilados por el borde cereza de barra de labios que todavía no se ha estropeado, se ensanchan para manifestar su alegría; aparecen a la vista sus encías, y su rostro, sonrojado, adquiere una vitalidad desbordante, se convierte en una cabeza de Gorgona de la belleza, de la vida. Un chico vestido con pantalones tejanos que se encuentra sentado sobre el montón de sillas, cabalgando sobre esta frágil balsa que navega sobre el oceánico tumulto, se asoma para ver el origen de este nuevo ruido. Debajo de él ve una cabeza pelirroja que parece un monstruoso pez anaranjado que se hunde retorciéndose como un brillante rizo contra las líneas horizontales de la madera manchada. Debilitada por la risa, Vera se tambalea y apoya hacia atrás su peso. Los ojos del ministro se funden y sus crujientes y secos labios se fruncen tímidamente, desconcertados. Él también se apoya en las sillas para ponerse al lado de ella; una silla mal colocada de la pila forma un saliente en el que, con un resto de la gallardía de sus tiempos de capitán, apoya los codos. De esta forma, su cuerpo queda convertido en un escudo que protege a Vera de la muchedumbre; como un emparrado.
… y a menudo él se recuesta sobre tu regazo, conquistado por la herida eterna del amor; y apoyando su contorneada nuca (tereti cervice) en ti y levantando la mirada de amor sus codiciosos ojos, contemplándote melancólicamente (inhians in te, dea), mientras, recostado, suspende su aliento en tus labios .
El partido de juveniles ha terminado. Aunque la cara de Mark Youngerman está enrojecida y su jadeo es doloroso y su cuerpo parece tan viscoso como el de un anfibio, Olinger ha perdido. El zumbido de la muchedumbre cambia de tono. Muchos abandonan sus asientos. Los que salen fuera descubren que está nevando. Este descubrimiento resulta siempre sorprendente porque no es fácil entender la razón de tanta condescendencia por parte del cielo. La nieve nos pone con Júpiter Pluvius entre las nubes. ¡Qué muchedumbre! ¡Qué muchedumbre de diminutos copos cae en el amarillento campo de luz que hay frente a la puerta de entrada! Átomos, átomos, átomos y átomos. Un centímetro de nieve alfombra ya los escalones. Los coches que circulan por la carretera lo hacen más despacio que de costumbre, con el limpiaparabrisas en marcha y las luces delanteras disminuidas y salpicadas de lentejuelas en incesante agitación. Parece que la nieve sólo exista en los lugares iluminados. El tranvía que se desliza en dirección a Alton parece arrastrar en pos de sí un cortejo de luciérnagas que caen lentamente. ¡Qué silencio tan elocuente en todas partes! Bajo la enorme cúpula violeta del cielo tormentoso de esta noche, Olinger parece otro Belén. El niño Dios chilla tras una ventana resplandeciente. Todo ha salido de la nada. Los cristales de la ventana, teñidos de amarillo por la paja del pesebre, acallan el llanto. El mundo sigue su curso sin prestar atención. El pueblo, con sus tejados blancos, parece un grupo de templos abandonados que, con la distancia, se agrupan, se agrisan y se funden. Shale Hill es invisible. El cielo está bajo, amarillento, triste. Por el oeste trepa hacia lo alto la luz rojiza de Alton. Del cenit cuelga una luminosidad de color espliego, como si el brillo de la luna y las estrellas se hubiera fundido en un solo rayo lanzado ahora hacia la tierra a bajo voltaje. El efecto producido -un peso tenue, una amenaza- es estimulante. El aire oprime la tierra con un silbido átono, una nota de pedal, el do más grave de la tormenta universal. Las farolas que se alinean a lo largo de la carretera son un brillante proscenio en el que la nevada, comprimida y expandida por una brisa ligerísima, se mueve como un actor haciendo pausas, precipitándose. Las corrientes de viento ascendentes suspenden los copos que luego, con las prisas del amor, vuelan hacia abajo sometidos al abrazo de la gravedad; la alternancia de densidades variables dan la impresión de piernas que caminan a zancadas. La tormenta camina con unas piernas gigantescas que se extienden hasta el infinito. La tormenta camina. Camina, pero no cambia de sitio.
Los que permanecen en el interior del instituto ignoran que se ha puesto a nevar, pero, como unos peces arrastrados por una corriente oceánica, notan que algo ha cambiado. El ambiente del pabellón se hace más animado. Las cosas, en lugar de dejarse ver, se lanzan contra la mirada. Las voces llegan más lejos. Los corazones se vuelven más osados. Peter conduce a Penny por el pasillo y la lleva hasta el vestíbulo. En su cabeza late la promesa que ha hecho antes, pero ella no parece acordarse. Peter es demasiado joven para conocer esos puntos, esas intersecciones invisibles de la cara de una mujer en donde puede identificarse la expectación y la autorización. Le compra una Coca-Cola y pide para él una limonada en el puesto que ha montado el Consejo de los Estudiantes en el vestíbulo principal. Como la gente se amontona en torno al puesto, la pareja se ve empujada contra una pared en la que cuelgan fotografías de equipos de atletismo desaparecidos hace muchos años, dispuestas en una larga fila cronológica. Después de tomar un sorbo de su botella, Penny la tapa con el dedo meñique y se lame los labios y le mira con unos ojos cuyo verde parece recién acuñado.
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