– Sí, esa pillina se ha manchado hasta la ropa. Mañana a primera hora iré a la lavandería.
– ¿Y mi ropa? Sólo tengo cuatro cosillas. ¿Y los leotardos de Joanna? ¿Te importaría…?
– Deja al mando de todo al coronel Changez.
– Muchas gracias, coronel Changez -repuso Jamila.
– Estoy muy contento de que te alimentes como es debido. Eso es lo más importante -dijo Changez. Hablaba con vehemencia y con voz forzada, de un modo atropellado, como si temiera que Jamila fuera a marcharse en cuanto se callara-. De ahora en adelante sólo te voy a preparar cosas sanas. Vas a ver, Jamila, tendrás pomelos de primera y panecillos especiales recién salidos del horno para desayunar, para el almuerzo sardinas fresquísimas con pan fresco del día y, de postre, peras y queso tierno…
La aburría, sabía que la estaba aburriendo, pero no podía callarse. Jamila trató de interrumpirle:
– Changez…
– Desde que la he convertido a los nuevos planteamientos, tía Jeeta vende buena comida. -Iba alzando el tono de voz-. Es una mujer anticuada, pero yo ya le digo que se apunte a las últimas modas que sigo por las revistas. Desde que la asesoro, está entusiasmada. ¡Mientras se lleva a la traviesa Leila de paseo por el parque pongo orden en la tienda! -Su voz se había convertido prácticamente en un chillido-. ¡Ahora estoy instalando espejos para pillar a los ladrones!
– Me parece estupendo, Changez, pero haz el favor de no gritar. Mi padre se sentiría orgulloso de ti. Eres…
Me pareció oír algo y luego Jamila dijo:
– Pero ¿qué estás haciendo?
– El corazón me palpita -repuso Changez-. Quiero darte un beso de buenas noches.
– Muy bien.
Y entonces me llegó una especie de ruido de ventosa seguido de un indulgente:
– Buenas noches, Changez. Gracias por haberte encargado hoy de Leila.
– Dame un beso, Jamila. Anda, bésame en los labios.
– Mmm, Changez…
Hubo una especie de forcejeo. Casi podía tocar la mole del cuerpo de Changez moviéndose por la habitación. Era como estar escuchando un serial radiofónico. ¿La tendría agarrada? ¿Estaría Jamila tratando de quitárselo de encima? ¿Acaso debía intervenir?
– Gracias, Changez, pero ya basta de besos. ¿Shinko ya no te atiende últimamente?
Changez estaba sin resuello. Me lo imaginaba con la lengua fuera; sin energías ya, después de tamaño esfuerzo.
– Ha sido Karim, Jammie. Es que me ha excitado. Eso sí que te lo tengo que explicar. Ese granujilla…
– Pero ¿qué te ha dicho? -le preguntó Jamila divertida-. Tiene sus problemas, eso lo sabe todo el mundo; pero en el fondo es un buen chico, ¿no crees?, con esas manitas que andan siempre toqueteándolo todo y esas cejas que se mueven continuamente…
– Tiene unos problemas personales tremendos; en eso tienes razón. Y hasta empiezo a pensar que es un pervertido de tomo y lomo… Esa manera que tiene de estrujarme. Y mira que se lo he dicho: ¿qué te crees que soy? ¿Una naranja? Porque…
– Changez, se ha hecho tarde y…
– Sí, sí, claro… pero es que, aunque sólo sea por una vez, Karim ha dicho algo sensato.
– ¿En serio?
Changez debía de estar desesperado al decir una cosa semejante, pero, aun así, se quedó callado un momento, casi sin respirar, dudando de si estaba cometiendo un error o no. Jamila esperaba.
– Pues ha dicho que eras la típica lesbiana y no sé qué más. No me lo podía creer, Jamila. Eso es mentira, cabrón, le he dicho. Y hasta he estado en un tris de hacerlo volar por los aires. Mi mujer no es así.
Jamila suspiró.
– Ahora mismo no me apetece hablar de esto.
– Con Joanna no haces esas cosas, ¿no?
– Es verdad que Joanna y yo estamos muy unidas… Nos tenemos mucho cariño.
– ¿Cariño?
– Hacía muchísimo tiempo que no me gustaba tanto alguien. Pero bueno, tú ya me entiendes: conoces a una persona y quieres estar con ella, conocerla a fondo. Debe de ser la pasión, me imagino, y es maravilloso. Pues eso es lo que siento, Changez, y me disgustaría mucho que…
– ¿Y qué tiene de malo tu único marido aquí presente y a tu entera disposición para que te conviertas en una pervertida? -soltó Changez a gritos-. No, si ahora resultará que soy la única persona normal que queda en Inglaterra.
– No empieces, por favor; estoy muy cansada. ¡Por fin soy tan feliz! Tienes que tratar de aceptarlo, Burbuja.
– En esta casa todo el mundo es muy bueno y no hace más que hablar de los prejuicios contra este pobre judío, este otro negro jodido, aquel paqui o aquella pobre mujer.
– Changez, esto ya es ofensivo…
– Pero ¿y los jodidos feos? ¿Qué me dices de nosotros? ¿Qué hay de nuestro derecho a que nos besen?
– Ya te besan, Changez.
– ¡Sólo después de una transacción en libras esterlinas!
– Venga, dejémoslo y vayamos a acostarnos. Estoy segura de que hay montones de gente dispuesta a besarte, aunque no yo, y créeme que lo siento. Recuerda que me fuiste impuesto por mi padre.
– Ya, no soy una presencia deseada.
– Y, además, por si te sirve de consuelo saberlo, te diré que por dentro no eres feo.
Pero Changez no la escuchaba, y no estaba nada cansado.
– Sí, claro, por dentro soy igualito que Shashi Kapoor, eso ya lo sé -dijo, dándose una palmada en la rodilla-, Pero hay gente que tiene una cara de cerdo de un feo que asusta y lo pasa muy mal. Por eso he decidido emprender una campaña de ámbito nacional encaminada a poner fin a tanto prejuicio. ¡Pero tendría que empezar aquí, contigo, en esta puñetera casa de santos socialistas!
Y volvieron a oírse más ruiditos, pero esta vez fue más un crujir de tela que otra cosa.
– ¡Mírame! -dijo-. ¡Anda, mírame! ¿Acaso no soy un hombre?
– Venga, tápate. No te estoy diciendo que no estés bien. Pero, ¡por Dios, Changez!, mira que a veces llegas a ser anticuado con las mujeres. Tendrás que adaptarte a los tiempos. El mundo cambia.
– Tócala, tómate un descanso.
Jamila resopló.
– Si necesitara tomarme un descanso me iría a Cuba.
– Tócala, tócala o…
– Mira, Changez, te lo advierto -dijo, pero en ningún momento le levantó la voz ni dejó traslucir el menor síntoma de miedo. El tono destilaba aquella ironía congénita en Jamila, desde luego, lo tenía todo bajo control-: Con una votación democrática se puede echar a cualquiera de esta casa. ¿Y adonde irías entonces? ¿A Bombay?
– Jamila, esposa mía, acéptame -le suplicó.
– Vamos a recoger la mesa y a dejarlo todo en la cocina -dijo, sin perder la paciencia-. Venga, coronel Changez, hay que descansar.
– Jamila, te lo pido de rodillas…
– Y que Joanna no te pille meneando el rabo por ahí de esa manera. Ya se imagina que todos los hombres son unos violadores en potencia, así qué verte así no haría más que confirmarle sus sospechas.
– Quiero amor. Ayúdame…
Pero Jamila seguía con su tono de aparente indiferencia.
– Si Joanna te viera con esa facha…
– ¿Y por qué tendría que verme? Para variar, y aunque sólo sea por unos breves y preciosos instantes, aquí sólo estamos tú y yo. ¡Nunca puedo ver a solas a mi mujer!
Me sentía incómodo y no sabía cómo ponerme. Representar el papel de voyeur se me estaba empezando a hacer cuesta arriba. Antes me encantaba meter las narices cuando otros hacían el amor y, de hecho, casi me había dedicado más a observar que a practicar. Entonces lo encontraba educativo, una manera de expresar mi solidaridad con los amigos y todo eso. Y, sin embargo, en aquel momento, tumbado allí detrás del sofá, me di cuenta de que lo que necesitaba mi cabeza era más alimento: ideas más ambiciosas y nuevos horizontes. Eva tenía toda la razón: no nos exigíamos lo bastante, ni a nosotros ni a la vida. Pues yo sí iba a exigir, iba a levantarme y a exigir. Y precisamente estaba a punto de hacer una declaración en toda regla cuando oí a Jamila decir de pronto:
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