Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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Al oírla, me parece oírnos a May y a mí hace veinte años. Me entristece recordar cómo tratábamos a nuestros padres, pero cuando Joy empieza a criticar a Sam…

– Y si ser chino significa ser como tú… La ropa te apesta a cocina. Tus clientes te insultan. Y los platos que preparas son demasiado grasientos y salados, rebosantes de glutamato de sodio.

Esas palabras hieren profundamente a su padre. A diferencia de May y de mí, él siempre ha querido a Joy sin condiciones y sin cortapisas.

– Mírate en el espejo -replica él sin alterarse-. ¿Qué crees que eres? ¿Qué crees que ven los lo fan cuando te miran? Para ellos no eres más que un trozo de jook sing, bambú hueco.

– Háblame en inglés, papá. Llevas casi veinte años viviendo aquí. ¿Todavía no dominas el idioma? -Parpadea varias veces y añade-: Eres tan… tan… Eres como un recién llegado.

Se produce un silencio cruel y profundo. Al darse cuenta de lo que acaba de hacer, Joy ladea la cabeza, se alborota el corto cabello y compone una sonrisa que me recuerda a la de May cuando era pequeña. Es una sonrisa que dice: «Soy traviesa, soy desobediente, pero no tienes más remedio que quererme.» Comprendo, aunque Sam no pueda entenderlo, que todo esto no tiene mucho que ver con Mao, Chiang Kai-shek, Corea, el FBI o la vida que hemos llevado estos veinte años, sino con cómo se siente nuestra hija respecto a su familia. Cuando éramos jóvenes, May y yo creíamos que mama y baba eran anticuados, pero Joy se avergüenza de nosotros.

«A veces crees que tienes todo el día de mañana por delante -solía decir mama-. Cuando brille el sol, piensa en la hora a la que no brillará, porque incluso cuando estás sentada en tu casa con las puertas cerradas, la desgracia puede caer desde arriba.» Cuando mi madre vivía, yo no le hacía caso, y no le presté suficiente atención mientras me hacía mayor; pero, después de tanto tiempo, he de admitir que fue la previsión de mama lo que nos salvó. De no haber sido por los ahorros que tenía escondidos, habríamos muerto todos en Shanghai. Un instinto profundo la animó a seguir cuando May y yo estábamos casi paralizadas de miedo. Fue como una gacela que, en una situación desesperada, siguió con la idea de salvar a sus crías del león. Sé que tengo que proteger a mi hija -de ella misma, de Joe y de sus ideas románticas sobre la China Roja, para que no cometa los errores que estropearon mi futuro y el de May-, pero no sé cómo hacerlo.

Cuando voy al restaurante para recoger la comida de Vern, veo que el agente del FBI aborda a tío Charley en la acera. Paso por su lado -tío Charley actúa como si no me conociera de nada-, entro en el restaurante y dejo la puerta abierta de par en par. Dentro, Sam y nuestros empleados siguen trabajando mientras aguzan el oído para escuchar la conversación entre el agente y tío Charley. May sale de su despacho, y nos quedamos junto a la barra fingiendo charlar, pero observando y escuchándolo todo.

– Así que volviste a China, Charley -dice de pronto el agente en sze yup, y en voz tan alta que miro a May sorprendida. Parece que no sólo quiere que oigamos lo que dice, sino que sepamos que habla con fluidez el dialecto de nuestro distrito.

– Fui a China -admite tío Charley. Apenas podemos oírlo porque le tiembla la voz-. Perdí todos mis ahorros y regresé aquí.

– Nos han dicho que te han oído hablar mal de Chiang Kai-shek.

– Eso no es cierto.

– Lo dice la gente.

– ¿Qué gente?

El hombre no contesta, sino que pregunta:

– ¿No es cierto que culpas a Chiang Kai-shek de haber perdido tu dinero?

Charley se rasca el cuello, cubierto de rubor, y se humedece los labios.

El agente espera un poco, y luego inquiere:

– ¿Dónde están tus papeles?

Tío Charley mira hacia el restaurante en busca de ayuda, ánimo o una posible huida. El agente -un lo fan muy corpulento, de pelo rubio rojizo y pecas en la nariz y las mejillas- sonríe y dice:

– Sí, vamos adentro. Me encantará conocer a tu familia.

Entra en el restaurante, y tío Charley lo sigue con la cabeza gacha. El lo fan va directamente hacia Sam, le enseña su placa y dice en sze yup:

– Soy el agente especial Jack Sanders. Usted es Sam Louie, ¿verdad? -Sam asiente con la cabeza-. Siempre digo que no tiene sentido perder el tiempo con estas cosas. Nos han informado de que compraba usted el China Daily News.

Sam se queda inmóvil, evaluando al desconocido, pensando la respuesta y procurando borrar toda emoción de su rostro. Los escasos clientes, que no han entendido las palabras del agente, pero que sin duda saben que su placa no puede significar nada bueno, contienen la respiración y esperan.

– Compraba ese periódico para mi padre -contesta mi marido en sze yup, y en la cara de nuestros clientes se refleja la decepción por no poder seguir el diálogo-. Murió hace cinco años.

– Ese periódico apoya a los rojos.

– Mi padre lo leía a veces, pero estaba suscrito al Chung Sai Yat Po.

– Ya, pero parece que simpatizaba con Mao.

– En absoluto. ¿Por qué iba a simpatizar con Mao?

– Entonces, ¿por qué compraba también la revista China Reconstructs? ¿Y por qué ha seguido usted comprándola después de la muerte de su padre?

De pronto siento ganas de ir al servicio. Sam no puede contestar la verdad: que el rostro de su mujer y el de su cuñada aparecen en las portadas de esa publicación. ¿O el agente ya lo sabe? Quizá mira a esas atractivas muchachas con uniforme verde y estrellas rojas en la gorra, y piensa que todos los chinos son iguales.

– Tengo entendido que en el salón de su casa, encima del sofá, hay colgadas ilustraciones de esa revista. Imágenes de la Gran Muralla y del Palacio de Verano.

Eso significa que alguien -un vecino, un amigo, un competidor que conoce nuestra casa- nos ha delatado. ¿Por qué no retiramos esas fotografías cuando murió padre?

– En sus últimos meses, a mi padre le gustaba contemplar esas imágenes.

– A lo mejor simpatizaba tanto con la China Roja que quería volver a su país…

– Mi padre era ciudadano americano. Nació aquí.

– Entonces enséñeme sus documentos.

– Está muerto -repite Sam-, y no tengo sus documentos aquí.

– En ese caso, quizá deberíamos ir a su casa. ¿O prefiere venir a mi despacho? Podría traer también sus documentos. Me gustaría creerlo, pero debe demostrar su inocencia.

– ¿Demostrar mi inocencia o demostrar que soy ciudadano?

– Es lo mismo, señor Louie.

Al regresar a casa con la comida de Vern, no comento el incidente. No quiero que se preocupen. Cuando mi hija me pregunta si puede salir por la noche, le digo con tono despreocupado:

– De acuerdo. Pero procura volver antes de medianoche.

Joy cree que por fin ha conquistado a su madre, pero lo que quiero es que se marche de casa.

Cuando vuelven Sam y May, quitamos de las paredes las fotografías de las que hablaba el agente. Sam mete en una bolsa todos los ejemplares del China Daily News que mi suegro guardaba porque contenían algún artículo interesante. Ordeno a May que busque en su cajón y saque todas las portadas en que aparecemos retratadas por Z.G.

– No creo que sea necesario -objeta.

– Haz el favor de no discutir conmigo, por una vez -contesto con aspereza. Como ella no se mueve, suelto un suspiro de impaciencia y añado-: Sólo son ilustraciones de revista. Si no vas a buscarlas tú, iré yo.

May frunce los labios y se dirige al porche. Empiezo a buscar fotografías que puedan parecer -y es una palabra que nunca creí que emplearía- incriminatorias.

Mientras Sam da un último repaso a la casa, May y yo llevamos a la incineradora todo lo que hemos recogido. Le prendo fuego a mi montón de fotografías y espero a que May arroje las portadas que aprieta contra el pecho. Como no se mueve, se las arrebato y las lanzo al fuego. Mientras veo cómo la cara -mi cara- que Z.G. pintó con tanto esmero y tanta perfección se retuerce entre las llamas, me pregunto por qué dejamos que esas revistas se colaran en casa. Sé cuál es la respuesta. Sam, May y yo no somos muy distintos de padre Louie. Nos hemos convertido en americanos en la ropa, la comida, el idioma y el deseo de que Joy tenga una educación y un futuro; pero ni una sola vez, en todos estos años, hemos dejado de añorar nuestro país natal.

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