– ¿Por qué no nos dejan en paz? -pregunta en sze yup a nadie en particular-. ¿Acaso tengo yo la culpa de que Mao quiera extender el comunismo? ¡Yo no tengo nada que ver con eso! Nadie discute con él. Todos pensamos lo mismo. -¡Siete años! -exclama mientras golpea un trozo de carne con su cuchillo-. Sólo hace siete años que anularon la Ley de Exclusión. Ahora el gobierno lo fan ha aprobado una nueva ley para encerrar a los comunistas si se produce una emergencia nacional. Cualquiera que alguna vez haya dicho una sola palabra contra Chiang Kai-shek es sospechoso de ser comunista. -Blande el cuchillo-. Y ni siquiera hace falta que hables mal de él. ¡Basta con que seas chino y vivas en este infierno de país! ¿Sabéis qué significa eso? ¡Que todos vosotros sois sospechosos!
Joy y Hazel han dejado de hablar entre sí y miran al carnicero con los ojos muy abiertos. Lo único que una madre quiere es proteger a sus hijos, pero yo no puedo proteger a Joy de todo. Cuando paseamos juntas por la calle, no siempre puedo evitar que se fije en los titulares de los periódicos. Puedo pedirles a los tíos que no hablen de la guerra cuando vienen a cenar los domingos, pero la noticia está por todas partes, y la gente habla.
Joy es demasiado pequeña para entender que, con la suspensión del hábeas corpus, cualquiera -incluidos sus padres- puede ser detenido y retenido indefinidamente. Ignoramos qué entienden los lo fan por «emergencia nacional», pero todavía tenemos muy reciente en la memoria el internamiento de los japoneses. Hace poco, cuando el gobierno les dio veinticuatro horas a nuestras organizaciones locales -desde la Asociación de Beneficencia hasta el Club Juvenil- para que le entregaran la lista de sus miembros, a muchos de nuestros vecinos les entró pánico, porque sabían que su nombre aparecería en la lista de al menos uno de los cuarenta grupos investigados. Entonces leímos en el periódico chino que el FBI había instalado micrófonos en las oficinas de la Asociación de Empresas de Lavandería y que había decidido investigar a todos los suscriptores del China Daily News. Desde entonces, me alegro muchísimo de que padre Louie esté suscrito al Chung Sai Yat Po, el periódico pro-Kuomintang, procristiano y proasimilación, y que sólo de vez en cuando compre el China Daily.
No sé contra qué arremeterá el carnicero a continuación, pero no quiero que las niñas lo oigan. Cuando decido marcharme, el hombre se calma lo suficiente para que le haga mi pedido. Mientras envuelve el char siu en papel rosa, me cuenta en tono más comedido:
– Aquí en Los Ángeles no estamos tan mal, señora Louie. Pero tenía un primo en San Francisco que prefirió suicidarse a que lo detuvieran. No había hecho nada malo. Me han hablado de otros a los que han enviado a la cárcel y que ahora están a la espera de que los deporten.
– Todos hemos oído esas historias. Pero ¿qué podemos hacer?
Él me da la carne.
– Hace mucho tiempo que tengo miedo, y estoy harto. ¡Harto! Y frustrado…
Como su voz empieza a subir de nuevo, saco a las niñas de la tienda. Joy y Hazel guardan silencio durante el resto del corto camino hasta el restaurante. Una vez dentro, nos dirigimos a la cocina. May, que está en su despacho hablando por teléfono, sonríe y nos saluda con la mano. Sam está preparando la pasta para rebozar el cerdo agridulce que tanto éxito tiene entre nuestra clientela. No puedo evitar fijarme en que utiliza un cuenco más pequeño que el del año pasado, cuando abrimos el restaurante. Esta nueva guerra nos ha hecho perder muchos clientes; ya han cerrado algunos negocios de Chinatown. Y fuera de Chinatown le temen tanto a China que muchos chinos americanos han perdido el empleo.
Quizá no tengamos tanta clientela como antes, pero no lo estamos pasando tan mal como otros. En casa economizamos mucho. Comemos más arroz y menos carne. Además, tenemos a May, que todavía dirige su negocio de alquiler, trabaja de agente y aparece de vez en cuando en alguna película o algún programa de televisión. En cualquier momento, los estudios empezarán a producir películas sobre la amenaza del comunismo. Cuando eso ocurra, May tendrá mucho trabajo. El dinero que gane irá a parar a la hucha familiar y todos lo compartiremos.
Le doy a Sam el char siu, y luego les preparo a las niñas un refrigerio que combina el gusto chino y el occidental: cacahuetes, unas rodajas de naranja, cuatro galletas de almendras y dos vasos de leche. Las niñas dejan los libros en la mesa de trabajo. Hazel se sienta y espera con las manos entrelazadas sobre el regazo; mientras, Joy va hasta la radio que tenemos en la cocina para distraer al personal y la enciende.
Le hago una seña:
– Esta tarde nada de radio.
– Pero mamá…
– No quiero discutir. Hazel y tú tenéis que hacer los deberes.
– Pero ¿por qué?
«Porque no quiero que oigáis más malas noticias», pienso, pero no lo digo. No me gusta mentirle a mi hija, pero estos últimos meses me he inventado mil excusas para no dejarla escuchar la radio: tengo migraña, o su padre está de mal humor, incluso algún seco «porque lo digo yo», que surte efecto pero no puedo usar todos los días. Aprovechando que hoy está Hazel, pruebo una nueva excusa:
– ¿Qué pensaría la madre de Hazel si os dejara escuchar la radio? Queremos que tengáis sobresalientes en la escuela. No quiero que la señora Yee se enfade conmigo.
– Pero si hasta ahora siempre nos has dejado -replica Joy. Yo niego con la cabeza y ella recurre a su padre-: ¡Papá!
Sam ni siquiera se molesta en levantar la vista:
– Obedece a tu madre.
Joy apaga la radio, vuelve a la mesa y se sienta al lado de Hazel. Por suerte, Joy es una niña obediente, porque estos últimos cuatro meses han sido difíciles. Soy mucho más moderna que las otras madres de Chinatown, pero no tanto como a Joy le gustaría. Le he explicado que muy pronto recibirá la visita de la hermanita roja y qué significa eso respecto a los chicos, pero no encuentro la forma de hablar con ella sobre esta nueva guerra.
May entra en la cocina. Besa a Joy, le palmea la mejilla a Hazel y se sienta enfrente de ellas.
– ¿Cómo están mis chicas favoritas? -pregunta.
– Bien, tía May -contesta Joy sombríamente.
– No pareces muy entusiasmada. Anímate. Es sábado. Ya ha terminado la escuela china y tienes el resto del fin de semana libre. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Queréis que os lleve al cine?
– ¿Podemos ir, mami? -me pregunta Joy, animada.
Hazel, a quien es evidente que le encantaría pasar la tarde en el cine, dice:
– Yo no puedo. Tengo deberes de la escuela americana.
– Y Joy también -añado.
May respeta mi criterio sin vacilar:
– Entonces será mejor que los hagáis.
Desde que murió mi hijo, mi hermana y yo estamos muy unidas. Como habría dicho mama, somos como grandes vides con las raíces entrelazadas. Cuando yo estoy deprimida, May está contenta. Cuando yo estoy contenta, ella está deprimida. Cuando yo engordo, ella adelgaza. Cuando yo adelgazo, ella sigue perfecta. No tenemos por qué compartir emociones u opiniones, pero quiero a mi hermana tal como es. Ya no le guardo ningún resentimiento; al menos hasta la próxima vez que ella hiera mis sentimientos o que yo haga algo que la irrite o la frustre.
– Si queréis, puedo ayudaros -les dice May a las niñas-. Si terminamos los deberes deprisa, quizá podamos salir a comprar un helado.
Joy me interroga con sus brillantes ojos.
– Podréis ir si termináis los deberes.
May apoya los codos en la mesa:
– A ver, ¿qué tenéis? ¿Matemáticas? Eso se me da bastante bien.
– Tenemos que presentar ante la clase una noticia actual… -explica Joy.
– Sobre la guerra -termina Hazel.
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