Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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A medida que se acercaban pude leer las letras de los costados de la camioneta, "Máquinas de Coser La Puntual ", y recordé en seguida que ésa era la marca de la máquina de coser que Adelita se había comprado. El coche que la seguía era un viejo Dodge azul marino, limpio y brillante, más elegante parecía precisamente porque era un modelo antiguo. Hemos llegado a un punto, reflexioné, en que todo lo antiguo nos parece mejor. Y mientras subían los vehículos me distraje dándole vueltas a cuánto amor había por las viejas casas de campo, por las ruedas de carro, por los azulejos descascarillados. Mi padre también había sucumbido a esa pasión por lo pretérito, de otro modo nunca se habría comprado esta casa rodeada de campos que ya nadie cultiva, con un jardín de césped verde que se traga, mejor dicho se tragaba, toda el agua del pozo.

Desde su muerte habíamos dejado de regarlo, en seguida se había secado y yo lo había sustituido por gravilla dorada. Ahora, tras tanto tiempo sin renovarla, la poca que quedaba dejaba clapas polvorientas que en verano se llenaban de hierbas y rastrojos. A mí no me disgustaba, pero recordé que a Adelita le horrorizaba. ¿Por qué no plantamos césped otra vez, como antes?, decía cada pocos meses; el jardín estaba precioso entonces, parecía un parque que rodeaba la casa y le daba más prestancia y más categoría. Y permanecía embobada ante el espectáculo que le deparaban el recuerdo y la imaginación.

Tenía razón, pero el esmirriado pozo de la casa daba tan poca agua y era tan sensible a los períodos de sequía, que no había quedado otra opción que renunciar al jardín. ¡Qué ávidos estamos por hacer lo que hacen los demás, qué poco amantes somos de seguir nuestros propios gustos, de hacerle caso a nuestro criterio!, recordé que tantas veces me había dicho Gerardo.

Si alguien comienza a sembrar césped, todos tenemos que hacer lo mismo, tengamos agua o no, vivamos en un país seco o no. Seguía dándole vueltas a la incongruencia de una casa de campo que, sin embargo, exigía jardines británicos en este país de sequías, desertizaciones e incendios, cuando me despertó de mi ensimismamiento un bocinazo que venía de la parte trasera de la casa, donde debían de haber aparcado los dos vehículos. Bajé la escalera y salí por la puerta de la cocina.

"Hola, buenas tardes", dijo el hombre que había salido de la camioneta y se acercaba dando vueltas al juego de llaves con una mano, mientras con la otra se arreglaba el cuello de la camisa para que no se lo escondiera demasiado la chaqueta que se acababa de poner. Detrás de él había bajado del coche su compañero, un poco mayor pero igualmente vestido con pulcritud un tanto antigua, como el modelo de Dodge, traje de rayadillo azul pálido, camisa de hilo azul marino, pañuelo de seda al cuello y mocasines marrones. Eran evidentemente amigos o conocidos o colegas. Los dos sonreían.

"Usted debe de ser la señora", dijo el más joven alargando la mano.

"¿Qué señora?", pregunté.

"La señora de la casa." "Soy la señora de la casa, sí.

Y ustedes, ¿quiénes son? ¿A quién buscan?" "Buscamos a Dorotea." Había cierto desafío en la voz suavizado por la sonrisa.

Me quedé un poco cortada, pero finalmente respondí: "Dorotea ya no está aquí." "¿No?" Sonrió ya francamente el mayor. "¿Se ha ido?" "No está aquí ya", repetí con voz neutra.

"¿No me diga que la ha puesto de patitas en la calle?" Había torcido la cabeza y me miraba casi de reojo con una media sonrisa.

"Piense lo que quiera." Mi voz era cada vez más seca.

"¿Por puta?", preguntó de pronto el joven con curiosidad. "¿La ha echado por puta?" Hubo un momento de silencio.

Luego, sin darme tiempo a responder, retomó la palabra el remilgado caballero de la chaqueta de rayadillo: "Si quiere la llamamos Dorotea y si lo prefiere la llamamos Adelita. A nosotros nos da igual, nosotros conocemos a las dos", dijo sonriendo como si presentara sus credenciales. "Nos da igual la una que la otra. Conocimos primero a Adelita, y al poco tiempo conocimos también a Dorotea. O sea que, ya le digo, nos da igual." Me miraban buscando complicidad. Tenían un aire simpático.

Devolví la sonrisa.

"No, no la eché por puta", reconocí, "sino por ladrona y embustera." "¡No me diga!" La sorpresa parecía sincera.

De pronto recuperé el ánimo.

¡Oh!, esa curiosidad que reaparecía ahora, tantas veces escondida para volver sin avisar con fuerza mayor. Era como si el mundo a mi alrededor hubiera cobrado vida y se hubiera puesto en movimiento.

Una levísima ráfaga de aire me acarició la cara, me llegó el penetrante aroma del jazmín y descubrí en el cielo una escueta tajada de luna blanca. Sentí que el calor me llenaba las mejillas, como si me hubiera azorado ante aquellos dos hombres que, al menos uno, podía ser mi hijo, y me di cuenta de que en la más lejana profundidad de mi entendimiento se había prendido una lucecita, suave, temblorosa: "¿De qué la conocen?" Ya no había malhumor en mi voz.

Se rieron mirándose.

"Bueno", dijo el joven, "es una historia muy larga. De hecho la conocimos hace por lo menos cinco años, cuando todavía vivía aquí un señor mayor que", me miró como si quisiera adivinar, "debía de ser su padre, ¿no?" "Sí, era mi padre", admití.

"Nosotros vendemos máquinas de coser", dijo el mayor, "vamos por las casas y hacemos propaganda de las máquinas de coser y luego las entregamos, y cobramos y hacemos lo que haga falta." "Eso, todo lo que haga falta", rió el más joven. "Y más aún. Somos expertos en contentar a nuestras clientas." Estábamos de pie, yo un poco cohibida, pero no había tensión entre nosotros. Al contrario, se diría que nos habíamos caído bien.

"Permítame que me presente", dijo el mayor. "Me llamo Segundo Cáceres y éste es mi amigo y colega Félix Pallarés. No, no se moleste", dijo alargando la mano para saludarme, "sé quién es usted.

Usted es Aurelia Fontana, profesora de biología o de virus o de microbios, algo así, en la Universidad de Madrid. No sé en cuál, la verdad, pero sé que es profesora." Y en seguida, adquiriendo un aire jocosamente ceremonioso y engolado, añadió: "Somos los dos representantes de las Máquinas de Coser La Puntual y estamos a su servicio para lo que nos quiera mandar. Por cierto, ¿ya tiene máquina de coser?" Me eché a reír.

"Sí, ya tengo máquina de coser, pero aunque no tuviera no creo que sea la clienta ideal. Nunca la he usado." "Siempre se puede empezar y pasar a formar parte del club de usuarias. Le daríamos gratis servicio posventa y le enviaríamos una preciosa revista a todo color.

No sabe usted la felicidad que se deriva de una buena máquina de coser, y las máquinas de coser La Puntual…" Le interrumpí: "Entren, por favor, entren y tomen un café conmigo." Y seguí riendo con ellos.

Todavía no sé por qué los invité. Además de ese curioso desparpajo, tenían un atractivo basado en la simpatía y la confianza. Si era efectivo con las mujeres que serían sus posibles clientas, ¿por qué no tenía que serlo para mí si tenían el añadido de lo que podían saber de Adelita? O tal vez también había influido el hecho de que llevaba días y semanas de aislamiento y soledad. ¿Y si ésta fuera la señal de que habían terminado?, me dije llena de esperanza. Quizá estoy saliendo del pozo. Y aunque no era mi estilo permitirme esas confianzas, me sentí contenta por primera vez en muchos días.

Félix, el más joven, y Segundo, el mayor, eran en efecto vendedores de máquinas de coser. Llevaban años trabajando juntos y desde primera hora de la mañana recorrían las calles de las ciudades y pueblos y los caminos y carreteras de toda la zona que les estaba asignada por la central, en busca de ventas. Mostraban los prodigios de la máquina de coser La Puntual, que además bordaba y zurcía y hacía remiendos y dobladillos, ofrecían a la clienta las condiciones de venta a plazos y, como ya me habían anunciado, daban además un excelente servicio posventa. La compradora o el comprador podía elegir entre domiciliar los pagos en el banco o pagar los plazos en metálico, previa aceptación de unas letras que los propios vendedores les pasaban al cobro en mano dos días antes del vencimiento. Si no pagaban, las llevaban al banco a que las ejecutaran. Salían juntos de la urbanización "Mar y montaña", en las afueras de Vilassar de Mar, en el Maresme, donde vivían; hacían juntos las visitas y juntos volvían por la noche a casa. Así llevaban seis años.

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