Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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Como tampoco su ausencia supuso para mí una liberación. Y, sin embargo, había sido él quien había creado a mi alrededor un cinturón de soledad al que me había acostumbrado de tal modo que en ningún caso necesité romper. Tenía muy pocos amigos. ¿Cómo era posible que en tantos años, aún hoy, no tuviera más que conocidos, apenas un par de amigos en Madrid, la ciudad abierta donde cualquiera podía haberlo sido? Sí, es cierto, algún colega que pensaba pasar las vacaciones enc la playa cerca de la casa del molino llamaría este verano también con la intención de visitarme, pero yo apenas tendría ánimo para responder y con cualquier pretexto le diría que cuánto lo sentía, precisamente en esos días iba a estar ausente, otra vez, quizá, no te olvides de llamarme si vuelves.

¿Reanudar el camino de la investigación cuando él murió? No sé cómo podría haberlo hecho, pero en cualquier caso fue entonces cuando mi padre se puso enfermo. Y, sin embargo, ahora al pensarlo sabía que no era ésa la razón. Pero ya era demasiado tarde: siempre me faltó coraje. No tenía problemas económicos porque había heredado de Samuel una pequeña fortuna que me ayudó a mantenerme en el camino de la seguridad y de la economía de esfuerzos. Además, tras varios años de ayudante, cuando había salido a concurso la plaza de profesor asociado de la asignatura de Biología General, me había presentado y la había sacado. Y profesionalmente no deseaba mucho más.

¿Cuándo llegó Gerardo? Al poco tiempo sería, y no me fue difícil sustituir a uno por otro, Gerardo era tanto mejor y pedía tan poco a cambio que yo interpreté mi propia decisión como un acto de modernidad. El amor, la pasión, ¿a quién le importaban entonces? No lo recuerdo, los hechos y las fechas de mi vida se confunden como si los viera a través de un cristal esmerilado. Tal vez porque los oculto, consciente de cuánto me dolería reconocer que esas capitulaciones iban a suponer la rendición incondicional de todos los demás objetivos que me había trazado en todos los aspectos de mi vida y de mí misma, llevada a cabo de una forma tan paulatina y tan poco traumática que sólo me di cuenta cuando ya no había vuelta atrás.

Habían pasado muchos años, demasiados, sin rectificar la decisióne primera, me decía ahora, y tal vez la musculatura y los tejidos de mi alma y de mi conocimiento, a base de no moverlos ni utilizarlos, se habían anquilosado de tal modo que ya no obedecían, y no me quedaba más que envidiar lo que de ningún modo podrían alcanzar. La edad no perdona, la edad nos arrebata lo mejor de nosotros mismos, ésa era mi justificación. Pero sabía que no era la edad la que me había arrebatado la pasión, el coraje y la vida, sino que, de haberlos tenido alguna vez, habían sido la cobardía y el ansia de seguridad las que habían elegido un paisaje en el que no podía fructificar más que la rutina. Me había convertido en una criatura de la costumbre y, ahora, sólo ahora, de pronto y por un camino impensable y desfasado, rocambolesco y contradictorio, descubría que lo que de verdad me habría gustado ser era una criatura de la imaginación.

No esperé al día siguiente de acabar con la corrección de los exámenes para volver a la casa del molino. Me fui aquella misma noche. Gerardo se había disgustado de tal modo al negarme yo a ir a Barcelona unos días, "para hablar, para que te quites ese incomprensible peso que te ha dejado la historia de Adelita", decía, que durante los últimos días de mi estancia en Madrid ni siquiera llamó. No me importaba, es más, apenas me enteraba.

Me fui con el pretexto de un trabajo urgente, tenía que hacer una selección entre los artículos sobre los virus que inducen tumores que había publicado a lo largo de los últimos años en el suplemento de salud de un periódico, corregirlos a la luz de los últimos descubrimientos y añadir alguno si hacía falta, para un libro que me había pedido la misma editorial que había publicado mi libro anterior, también de divulgación, también sobre infecciones virales. Así se lo dije en una carta, breve carta que le envié tras intentar en vano hablar con él por teléfono. No estaba o no quería ponerse. Creo que llegó a imaginar entonces que mi obsesión por ir a la casa del molino, ahora que Adelita ya no estaba, se debía a que había alguien en el pueblo o en las cercanías, o tal vez en la misma casa, que reclamaba mi presencia. Y como había una buena dosis de verdad en ello, no lo desmentí y me fui.

Recuerdo de mi llegada la soledad de la que fui consciente durante la larga la noche de San Juan, más evidente quizá por el bullicio luminoso del cielo sobre un paisaje tan familiar y tan conocido en el que por más que aguzara la vista no lograba ver ni una sombra, ni un movimiento bajo la higuera frondosa de la otra margen del valle.

Llegaron los primeros días de julio. Los campos segados se alternaban con el verde intenso de los chopos, de los cipreses y de las hojas de las vides en las viñas. El cielo era de un azul claro, diáfano, no del azul intenso de los atardeceres de Madrid, pero igualmente bello. Sin embargo, yo no lo veía. No tenía ojos más que para esa higuera que se había poblado con una frondosidad verde y potente que, de todos modos, no podría haber ocultado la figura del hombre que yo buscaba en ella.

No veía nada, no hacía nada, sobre la mesa mis artículos, junto con los papeles, los libros y el ordenador, comenzaron un proceso de inmovilidad que los llevó a confundirse con la propia mesa, como un inmenso bodegón que trascendía de su marco e invadía mi vida entera, inútil en su soledad, porque ni siquiera mis ojos le daban la vida.

Me había instalado en las habitaciones del piso alto de la casa donde estaba también el estudio que había sido de mi padre y que él llamaba siempre "el despacho". Era una habitación que debía de tener un reclamo o un hechizo especial porque también a él le atraía, y se encerraba entre aquellas cuatro paredes de una ala de la casa, gélida en invierno, que se había empeñado en construir de cara al norte desoyendo los consejos de los albañiles, ignorando la sabiduría de la tradición y olvidando su larga experiencia en vientos tormentosos. "Da igual", decía mientras subían las paredes y se reía de él el constructor. "En los días claros me asomo a la ventana y hacia occidente veo los Pirineos nevados." Era cierto, la vista desde una de las ventanas era tan espectacular que, incluso cuando no había nieve, suspendía la respiración, pero aun así yo, y supongo que también él, me pasaba las horas muertas sin ni siquiera asomarme a mirarla. Ignorando los artículos que había de escribir para completar el libro, había encontrado un refugio, o me parecía que habría de encontrarlo.

La casa había quedado solitaria y desierta. No tenía ánimos para buscar otra guarda, porque antes había que emprender la remodelación de la vivienda que seguía con su porquería incrustada y sus papeles en el suelo, tal como la había encontrado aquel último día de la estancia de Adelita en la casa.

Y pensar en ello me producía tal pereza que prefería renunciar a la guarda. Además, quedaban todavía tantos cabos por atar en una historia que no acababa de comprender, que la sustitución de Adelita a la fuerza me habría alejado de mi objetivo. Eso creía. Me las arreglaba provisionalmente con Marina, una mujer que venía del pueblo a limpiar, mantener las habitaciones aireadas y descargarme a mí, ocupada en otros menesteres, del cuidado de la casona, aunque yo, por más que sabía en qué había de centrar mi trabajo, vagaba por los paisajes más misteriosos de mí misma o de la historia inacabada que a su modo cada vez reclamaba más atención, una historia que mantenía desde el principio la pincelada de inquietud que se originaba en su núcleo profundo que, aún sin aparecer, irradiaba más veneno y más destrucción que un proyectil lanzado directo al corazón. Un núcleo de atracción y de zozobra que va deshojando las flores que lo envuelven, un agujero negro que sólo conocemos por las tensiones, las desapariciones y los conflictos que origina su inexplicable comportamiento, su ciego existir.

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