Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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Si es así, es peligrosa, ya sabes: desdoblamiento de personalidad, esquizofrenia…" "No es para tanto. Y sus cualidades son muchas. Es muy buena en el trabajo, y además es apasionada y voluntariosa, no se arredra ante nada y, aunque la mitad de lo que cuenta sea exageración, tiene una vida llena de apetencias y entusiasmo y, a veces", añadí recordando aquella cara iluminada del día del mercado, "hasta se pone guapa." Me detuve un momento: "Porque le pone pasión a todo lo que hace, le pone pasión a la vida." "Tu admiración no tiene límites." La voz de Gerardo rezumaba sarcasmo. "No sé si es cierto que a ella le gustaría ser otra persona, lo que sí parece serlo es que a ti te gustaría ser ella." "No digas tonterías, ¡cómo iba a querer ser como Adelita!" "Pues, búscate otra", seguía Gerardo, "o cierra la casa hasta que la encuentres." "Es una casa muy grande", me defendí, "y está muy apartada del pueblo. Si no vive nadie en ella me robarán. La semana antes de quec yo llegara, me dijo Adelita que habían robado en dos masías cercanas." "Y te lo dijo Adelita, ¿no?

¿Y tú lo creíste?" "¿Tú no?", contraataqué.

"Lo que yo creo es que si te lo dijo por algo sería, algo perseguiría, algo buscaría." "¡Yo qué sé!", dije para desentenderme del asunto, pero reconocí la huella de la duda. "Tal vez sea cierto", repuse.

Esperando la llamada del abogado, pasaban las semanas. A todas horas, por teléfono o cuando se reunía conmigo en Madrid, Gerardo no se cansaba de darme el mismo consejo, y yo, mientras tanto, seguía soñando despierta con aquellas imágenes que me hacían temblar.

Por supuesto asistía a las clases, vagamente ausente como siempre lo había hecho. Años de soledad o tal vez de indiferencia con el medio, escudándome desde el primer día en que estaba en aquella ciudad y en aquel empleo de forma provisional, me habían hecho invisible a los ojos de los demás profesores y ayudantes e incluso de los alumnos que, a veces, cuando me cruzaba con ellos en los pasillos o los veía tan ausentes en el aula, tenía la impresión de que me había convertido en un ser transparente. Nunca me había importado demasiado ni apenas había sentido el aislamiento y la soledad, y menos en aquellas semanas de vuelta de la casa del molino.

Y un día, contraviniendo las indicaciones del abogado, había llamado a Adelita, pero no estaba.

Lo probé otra vez por la tarde y por la noche, al día siguiente y al otro, pero nunca la encontré. Se ponía al teléfono un hijo, no sabía cuál porque apenas los conocía, o el marido, del que no recordaba más que aquella noche de terror en que se me había aparecido con la linterna y el cuchillo, y la cara dee fascinación y ternura que tenía la mañana del juzgado, una expresión de complicidad, de comprensión, mejor aún, de aceptación fuera lo que fuera lo que hubiera hecho, con tal de que aquel ángel que tenía por mujer se dignara mirarlo. ¿Cómo casaba esa expresión de arrobamiento con los gritos y la escena de la tarde en que Adelita había llegado con un número de la Guardia Civil o la misma noche aciaga en que yo volvía del cuartel? ¿Conocería el marido su relación con el hombre del sombrero y languidecería de celos y añoranza, o se encabritaría día tras día al adivinar el motivo de sus ausencias?

Hasta entonces apenas había pensado en la vida de Adelita, me limitaba a creer, en razón de lo que veía, convencida de que un ser tan simple debía de tener unos comportamientos que obedecían a los más elementales impulsos del alma.

Y, sin embargo, ahora, con la última versión de su proceder, con el profundo pozo de secretos e incógnitas que había entrevisto en aquella sonrisa de dulzura de la despedida, comenzaba a preguntarme por la razón de sus actuaciones, de sus mentiras, de sus falsas fidelidades, de su transformación a la vista del hombre del sombrero.

Y entonces una llamarada de fulgor envidioso me corroía las entrañas de celos puros y profundos, porque los imaginaba en las únicas escenas que sabía convocar, convencionales escenas de amor de sus desproporcionados cuerpos que, sin embargo, tan bien se acoplaron aquella mañana al ritmo de sus propios pasos.

Los veía besándose, las manos de él descubriendo los recovecos del corpachón que yo tanto había menospreciado, aunque mi imaginación no me daba un respiro y hurgaba en la herida cada vez más sangrante de mi frustración y de mi obsesión, me adentraba poco a poco en otros ámbitos de excitación y deseo que nunca había imaginado antes, y que aparecían ante mi vista, casi al alcance de la mano con toda la contundencia de una realidad. Pero ni podía ni quería evitarlos porque al tiempo que desfallecía de dolor y de miseria y de envidia, sabía que mi piel electrizada podía depararme la sorpresa de verse ocupando el lugar de ella: mis manos hechas de las suyas, rojas y regordetas de dedos chatos y uñas mal pintadas, mis labios convertidos en aquella boca grande que se abría como una herida en su rostro apaisado, y mi cuerpo transformado en el suyo, suplantando su temblor al contacto de la piel de aquel otro cuerpo largo, casi un rasgo solamente, que yo descubría e inventaba noche tras noche con la paciencia de un artesano.

Ah, en este mar de vientos y tormentas había desaguado aquella primera obsesión por la figura del hombre inmóvil bajo la higuera, cuando creía aún que lo que prometía era su presencia y no, como de hecho era, su ausencia, su prolongada ausencia.

Así vislumbraba e interpretaba los distintos aspectos de la vida y las andanzas de Adelita que se me habían desvelado en los últimos meses. La pasión que la unía a ese hombre tenía que ser por fuerza la que la hacía desaparecer y aparecer según fuera la voluntad de él.

¿A qué otra cosa podía obedecer la apremiante necesidad de ir y venir, y marcharse de nuevo de la casa a todas horas que yo había seguido por el rastro que dejaba su mobilette en el aire apacible del campo? ¿Qué otra cosa podía hacerla llorar incansable, atenta al teléfono como un animal que huele por dónde le llegará el alimento o el peligro?

Me decían que no estaba, que había ido al pueblo, al hospital, a casa de su madre, de sus suegros.

Sólo una vez, uno de los hijos me dijo que se había ido a Andorra.

"¿A Andorra? ¿Por qué a Andorra?" "No sé, se fue hace dos días y volverá pronto." "¿Cuándo es pronto?", quise saber.

"No sé." Tenían todos voces soñolientas, más que indiferentes, voces que pugnaban por salir de la garganta, como si todos estuvieran idos, drogados. El pensamiento me asustó. ¿No los habrá drogado ella para entrar y salir sin tener que dar explicaciones?

Impaciente y un poco inquieta, el primer sábado del mes de junio, un mes y medio poco más o menos después de haber vuelto a las clases, se me ocurrió ir a la casa del molino sin avisar. Nunca lo había hecho antes, pero como si un rayo de lucidez hubiera atravesado el firmamento tormentoso de mi mente, una vez se me ocurrió la idea como una posibilidad, no lo dudé ni un momento. Faltaba menos de un mes para el final de curso, pero no tuve la paciencia de esperar. Pedí una semana de baja pretextando una pérdida familiar de la que, por fortuna, el jefe del departamento no me pidió comprobación y que me fue concedida sin mayor dificultad, tal vez porque nunca había faltado ni me había retrasado en las clases.

Gerardo, que había pasado en Madrid el fin de semana anterior y como siempre no había hablado más que de Adelita, tomó mi decisión como un efecto benéfico de sus palabras y sus consejos, y quizá como la tan esperada muestra de sensatez y prudencia por mi parte.

"¿Quieres que retrase ese viaje a Londres y te acompañe?" "No, no hace falta, sólo quiero ver qué pasa, por qué no está nunca en casa, quiero saber qué hace, adónde va, a quién ve en el pueblo." Me detuve un momento, ¿no estaré mostrando demasiado interés, demasiada curiosidad?, y añadí: "A ver si lo arreglo de una vez."

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