Rosa Regás - La Canción De Dorotea

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Premio Planeta 2001
Aurelia Fontana, profesora universitaria en Madrid, se ve obligada a buscar a alguien que cuide de su padre enfermo, postrado en una casa de campo. Adelita, menuda, parlanchina y eficiente, parece la persona indicada; y una vez ganada la confianza de Aurelia, sigue como guarda de la casa al fallecer el anciano. La dueña, que pasa en la finca contados días al año, asiste entre incómoda y fascinada a las explicaciones de Adelita; hasta que desaparece una valiosa sortija. La actitud críptica de la guarda, y una equívoca y repetida llamada telefónica hacen que Aurelia entrevea que algo anómalo ocurre en su casa mientras ella está ausente. Pero su obsesión por desvelar lo sucedido la lleva, en realidad, a un cara a cara con sus propias frustraciones y deseos inconfesables, en una espiral que, entre la atracción y la repulsa, la conduce a un terreno en el que lo bello y lo siniestro se dan la mano. Rosa Regàs se ha adentrado, con esta historia deslumbrante, en el misterio de las pasiones y de su ambivalencia, y ha conseguido una novela que la confirma en la primera línea de la literatura española actual.

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Ella, mucho más azorada que yo, se levantó y algo le dijo que no logré oír. Y entre las brumas de la turbación tuve la impresión de que eso la hacía recuperar la tranquilidad.

Mirándome, como si me acabara de descubrir, dijo: "Señora, éste es nuestro vecino, el que alquiló el cobertizo de la casa de enfrente, ¿recuerda que le hablé de él?, ¿recuerda que usted me preguntó?"; que no diga esto, por Dios, que se calle, pero ella seguía: "El que usted ve desde la ventana del estudio, ¿recuerda?" ¿Habría notado mi confusión?

¿Me estaría martirizando a conciencia? ¿Se estaba cebando en mi temblor?

El hombre mantenía ese gesto de la boca, de sonrisa que quiere asomar, ¿de desprecio?, ¿de suficiencia?, y los ojos oscuros brillaban apenas bajo los párpados fruncidos por el esplendor de la luz.

Adelita seguía: "Cuando usted se lo preguntó a Jalib, yo le dije que se llamaba Jerónimo… ¿Recuerda?, cuando le expliqué lo de la máquina de…" ¡Por Dios, que se calle!, pero ni yo era ahora capaz de hacerla callar ni ella, disparada por la emoción, lo habría logrado aun de haberlo querido. Y seguía y seguía, y su voz se iba convirtiendo en otro runrún que sobresalía de las voces del mercado y se fundía al cabo con ellas. Ya no la oía, no sabía de qué estaba hablando, porque había descubierto que, a mi pesar, yo no lograba sostener la mirada del hombre, que ahora sí estaba segura, me estaba dirigida, pero volvía a ella una y otra vez, fascinada, y lo que es peor, convencida de que él veía desde fuera mi turbación y conocía su origen, del mismo modo que yo misma lo reconocía desde el interior de mi cuerpo por el excesivo temblor de mis labios y por los golpes de sangre de mi corazón. Habría dado la vida para que acabara aquella escena, pero también la habría dado para que durara toda la eternidad.

Cuando levanté de nuevo la mirada, confundida y temerosa, ya no estaba allí. Encontré al instante su espalda que se alejaba, con la mano descansando en el hombro de Adelita, que se había arrimado a él con el cesto colgado del otro hombro. La visión me cegó el entendimiento. Sí, en el trasfondo de la conciencia tenía la vaga idea de que Adelita me había prevenido de que se iba a comprar, porque ahora recordaba que el ronroneo de su discurso se había truncado y había tomado otra entonación, más breve, más expeditiva. Pero me daba igual, no tenía ojos ni atención más que para seguir sus espaldas tan dispares, tan alta la una y tan bajita la otra, ajustadas, sin embargo, a un mismo ritmo a pesar de la desproporción, perdiéndose entre el bullicio del mercado, y un gesto involuntario de dolor, frustración y rabia me torció los músculos de la cara, tan intenso e incontrolable que ya no había lugar para temer al público que un instante antes parecía haber asistido al desvelamiento de mi secreto.

¡Qué poco me importaba! Toda mi atención y mi esfuerzo se concentraban en la imagen dispar que acababa de descubrir, mientras mi inteligencia se resistía a aceptar que no era a mí a quien el hombre del sombrero había mirado, ni mucho menos a quien había venido a buscar.

Pedí otro café, miré el reloj, eran las diez y media. No sabía hasta cuándo tenía que quedarme esperando a Adelita. Si me lo había comentado no había reparado en ello. Ella no tenía vehículo, era cierto, pero se las arreglaría para volver si yo me iba a casa.

O si volvía a la hora que me había dicho y no me encontraba, llamaría para que fuera a recogerla. Tal vez el hombre del sombrero la llevara a casa, tal vez tomara un taxi, otras veces lo había hecho cuando no le funcionaba la mobilette. Pero yo seguía sentada, inmóvil, bebiendo a pequeños sorbos el café y hurgando en la multitud que iba y venía para descubrir la imagen que había visto desaparecer, con la esperanza de verla esta vez en sentido contrario. El gesto de ternura de la mano del hombre sobre el lejano hombro de Adelita y el tenue acercamiento de su pequeño cuerpo al cuerpo delgado de él permanecían en mi mente como una canción de cuya melodía no podía desprenderme, y al mismo tiempo como una tortura que suscitaba arranques incontrolados de envidia. Envidia no de ellos, intentaba convencerme, envidia de lo que la vida concede gratuitamente a algunos. Yo nunca había caminado así por un mercado, nunca había tenido la oportunidad de recostarme al ritmo de sus pasos al costado de un ser al que pudiera mirar con expectación. ¿De dónde provenía el poder de transformarse de un rostro, de dónde le venía la belleza y el ardor que yo misma había comprobado en el de Adelita?, ¿del hombre cuya presencia, ahora me daba cuenta, los había provocado, o de ella, ese ser extraño y desproporcionado en cuyo interior, por extraño que pudiera parecer, moraba la pasión?

¿Conocía yo lo que era la pasión? ¿La había experimentado alguna vez? Más aún, ¿era capaz, como esa mujer casi deforme, de despertar pasión? Pasaron como en un vuelo las relaciones sentimentales que habían llenado mi vida, vacías ambas de ese arrebato que nos convierte en seres acuciados por el deseo y por la necesidad del otro, incapaces de transformarnos en luciérnagas poseídas de la belleza de un renacimiento. De hecho, ¿cuál era mi canción? Si era cierto, como decía mi padre a todas horas para justificar la voluntad de hacer en todo momento lo que le diera la gana, si era cierto que todos hemos venido al mundo a cantar una canción, ¿cuál era la mía? Y si no hay canción, si no hay pasión, me decía con palabras amargas la tortura que me embargaba, ¿qué hacemos? Vegetar no es cantar, arrastrarse por el tiempo y la rutina no es cantar, mantenerse en los límites del pensamiento, de la palabra, de la acción, eludir el compromiso y la aventura en la profesión o en la vida, ¿esto lo es?

¿Elegir un compañero porque nos conviene, porque es rico o inteligente o amable y complaciente?

¿Mantenerse al margen del riesgo y renunciar a lo que se anhela?

¿Se renuncia porque no hay pasión o porque no hay coraje? Y si no los hay, ¿quién es el responsable?, ¿nosotros o la naturaleza que nos hizo inanes?

Permanecía con la cabeza apoyada en la pared, dando sorbos a una taza que llevaba vacía mucho tiempo, con la vista fija en un punto que no veía apenas porque un torbellino de imágenes y de angustias, de preguntas sin resolver, tenían mi mente y mi corazón en vilo transitando con cautela por unos parajes novedosos del pensamiento, de una claridad difusa y blanca, como la que descubrimos entre dos capas de nubes cuando desciende el avión, como la luz del fondo del mar.

Era casi la una y media cuando decidí volver a casa. La gente se había retirado del mercado y los vendedores desmontaban sus tenderetes, doblaban las lonas que apilaban junto a tablas, perchas y caballetes, en las profundidades de la camioneta. Las verduras y las frutas las habrían retirado mucho antes, porque cuando yo fui consciente de dónde estaba y de la hora que era, la plaza parecía una construcción de bastidores de madera, con los estantes vacíos y los suelos cubiertos de deshechos. Me levanté y un poco aturdida me fui con calma al coche, esperando, tal vez, ver aún materializarse la imagen de dulzura y complicidad que no me había abandonado.

Adelita no volvió a casa hasta las siete de la tarde. Llorando, llorando desconsoladamente. Debía de llevar horas llorando, por los párpados hinchados que tenía, y que empeoraban cada vez más al frotarse los ojos con esa eterna bola que siempre se empeñaba en convertir su pañuelo.

Yo no estaba enfadada. No estaba de humor para estarlo. Y no la había necesitado tampoco. Estaba acostumbrada a vivir sola y no me suponía ninguna incomodidad hacerme la comida, además, no había tenido hambre y había continuado mis soliloquios en un largo paseo por la montaña. El resplandor solapado del sol en el interior del bosque me había tranquilizado un poco y había vuelto a casa con el tiempo justo para, desde una loma cercana, verla llegar en su propia mobilette sin bolsas ni cestas.

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