En los libros de historia de la biblioteca del casino el camarada Montaraz halló la explicación de la palabra kamikaze, que tanta importancia iba teniendo en la lucha en el Extremo Oriente. Se trataba de un viento divino que, según los japoneses del siglo XIIl, protegían el suelo patrio de los invasores mongólicos. Un nieto de Gengis Khan, llamado Kubilai, en 1281 quiso anexionar el Japón a su inmenso reino. Los tifones lo impidieron: el viento kamikaze. Desde entonces tomaron este nombre los japoneses dispuestos a morir para defender su patria.
El general Sánchez Bravo, agarrándose a una última oportunidad, dijo: "Los americanos aprenden esta palabra en sus propias carnes". Era verdad. Los americanos bombardeaban constantemente Tokio, la fragilidad de cuyas construcciones -en su mayoría, de madera- facilitaban su tarea. La multitud se lanzaba a la calle y perecía abrasada. Se iba conquistando la periferia del archipiélago; pero los kamikaze estaban ahí, no sólo con sus aviones sino con sus lanchas torpederas. Cuando los americanos desembarcaron por sorpresa en Okinawa, los kamikaze convirtieron en chatarra el portaaviones Franklin y averiaron seriamente otros dos: el Wasp y el Yorktown.
Los voluntarios kamikaze se contaban por millares, incluso entre los estudiantes de bachillerato. Mil quinientos muchachos y seiscientas muchachas encabezaron la lista de suicidas, que en días sucesivos se multiplicaron por diez. Las pérdidas americanas se elevaron en pocas jornadas a siete mil muertos entre los combatientes terrestres y a cinco mil desaparecidos en el mar. Desaparecidos en el mar! Esto impresionaba especialmente al general Sánchez Bravo y al camarada Montaraz, quienes le tenían un miedo al agua comparable al de Hitler y que los situaba en la cota opuesta a la de Ignacio, Ana María y Manuel Alvear.
Varios generales japoneses, viendo, pese a todo, perdida la lucha, se hicieron el harakiri. Cho redactó este epitafio: "Chi Igum, teniente general del ejército imperial. Edad, 51 años. Muero sin pena, sin miedo, sin vergüenza y sin deudas". Pero otros muchos jefes, oficiales y soldados estaban dispuestos a combatir hasta el fin.
De ahí que, el 6 de mayo, Churchill sugiriera a Truman la celebración de otra conferencia de los tres grandes parecida a la de Yalta. La reunión tuvo lugar en Potsdam y una vez más Stalin salió vencedor. Churchill, en efecto, se hallaba cansado y Truman se reveló tan ingenuo como Roosevelt, pese a haber comunicado a Stalin que los Estados Unidos podían contar con la bomba atómica, lo que no pareció impresionar demasiado al prohombre de la URSS. "Espero -respondió éste- que se servirán ustedes de esa bomba contra el Japón".
El triunfo soviético en la conferencia de Potsdam fue total. Selló la división de Europa, descuartizó Alemania entre el mundo libre y el mundo comunista y perpetuó inesperadamente la presencia de las tropas americanas en Europa. Su peripecia más espectacular fue la desaparición de Churchill, quien en su país perdió las elecciones, siendo sustituido en la propia conferencia por mister Atlee.
Pese a los kamikazes y a sus efectos mortíferos, pronto las cinco grandes ciudades japonesas -Tokio, Osaka, Nagoya, Koba y Yokohama- cayeron destruidas en un cincuenta por ciento, incluidos los principales objetivos industriales. Simultáneamente, la flota marítima nipona había quedado fuera de combate: hundidos los acorazados Ise, Haruma y Huiga; los portaaviones Amagi, Katsuragi y Ruhiyo; los cruceros; las lanchas torpederas, etcétera.
Truman entregó una nota al Departamento de Estado japonés proponiéndole deponer las armas. El gobierno imperial decidió "ignorar" el ultimátum de Truman. "Somos ochenta millones. No podrán matar a ochenta millones de japoneses. Por lo tanto, Japón es invencible".
Amanecer, por orden del camarada Montaraz, y ante el asombro de Núñez Maza, publicó estas noticias. Ignacio comentó: "Clásico estoicismo oriental. El viento divino les protegerá…" Ana María no daba crédito a lo que leían sus ojos y María Fernanda, siempre con el pensamiento puesto en don Juan, le decía a Cariota: "A veces, Franco me recuerda al emperador nipón. Está acorralado, pero no cede. O cree en su baraka o en el brazo incorrupto de santa Teresa de Jesús".
El camarada Montaraz y Mateo daban vueltas y más vueltas a la situación. Iban enterándose de que a Caldas de Malavella llegaban periódicamente el motorista y una furgoneta: nada podían hacer. Llegó el cónsul sustituto, Mark Steinderk, más bajito que Paúl Günther, pero igualmente soberbio. Le invitaron a cenar y repitió el consabido sonsonete: "El comunismo ha vencido. Las democracias, maldita sea!, nos han dejado en la estacada".
Mateo escuchaba a menudo Radio España Independiente, emisora de Moscú. Pilar le aconsejaba que no lo hiciera, pues al reconocer la voz de Cosme Vila se ponía nervioso. Pero él replicaba: "Lo malo es que no tienen necesidad de mentir. Casi todo lo que sueltan es verdad".
Marta vivía una etapa contradictoria. Contaba con un asidero inexistente medio año antes: Ángel. El muchacho ya no se limitaba a mirarla "de un modo particular". Se hacía el encontradizo. Más aún: la cortejaba. Ella, recordando lo ocurrido con Ignacio, se colocaba a la defensiva; pero sus "hermanos" José Luis y Gracia Andújar la empujaban.
– Espera a ver… Con tu temperamento y todo lo que te ha ocurrido no esperes vivir un amor ardiente. Comprendes, Marta? Pero un amor cálido, por qué no? No, no, nada de la compañía que se hacen los viejecitos! Eres joven, no te das cuenta? Qué sientes al lado de Ángel?
– Pues… -Marta meditaba-, eso, buena compañía. Y protección. A su lado me siento protegida. Tal vez más adelante sienta otra cosa; de momento, no…
Pero Marta reconocía que Ángel era bien educado, honesto y que se estaba labrando un porvenir espléndido. Le repugnaba? No, ni pensarlo… Entonces, a qué esperar?
– No te comportes como una esfinge, que el chico emprenderá el vuelo hacia otras latitudes… Y no le atosigues con la Falange. Ángel es apolítico y eso no es ningún pecado. Debes comprenderle: está harto del fanatismo de su padre.
Marta no conseguía digerir que se llamase fanático a tener una creencia. En este caso, Gracia Andújar sería una fanática del ballet y José Luis un fanático de la ciencia jurídico-militar.
– No compares, mujer… Yo no diría que Mac Arthur es un fanático. Yo diría que es un fanático el emperador del Japón.
* * *
El doctor Andújar sostenía la tesis de que los estoicos eran los españoles. No les importaba nada. No les importaba que Radio Nacional hubiera reanudado sus emisiones normales con América. No les importaba las "calumnias" que contra España aparecían en los periódicos occidentales, los cuales llegaron a afirmar que las V-I y las V-II habían sido fabricadas en Ocaña. No les importaba la actitud agresiva de las Naciones Unidas ni que algunos prisioneros rusos de los alemanes prefirieran suicidarse antes que regresar a su país. Lo que les importaba era la cogida leve de Manolete en Alicante, el 1 de julio -tardaría un mes en curarse, según el parte médico-, y el comienzo de las fiestas de San Fermín, en Pamplona. El propio don Anselmo Ichaso esperó a que el reloj del Ayuntamiento diera las doce campanadas del mediodía y oyó el estampido del chupinazo que daba comienzo al jolgorio. Javier, su hijo, que continuaba escribiendo su novela y que estaba en contra de los encierros dijo: "Este año les veo muy exaltados. Seguro que si no hay ningún muerto considerarán que las fiestas han sido un fracaso".
Dos noticias conmovieron, éstas sí, la opinión popular: Churchill pasaría unas vacaciones en Hendaya -y posiblemente visitaría San Sebastián-, y algunos soldados americanos, antes de regresar a su país, pasarían asimismo sus vacaciones en España.
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