– En fin, será mejor que el señor T. se ponga en marcha. Siempre es un placer hablar con vosotras, chicas. Que tengáis un buen día las dos. Adiós.
– ¡Adiós, señor Tomlinson! -exclamó Emily mientras él ponía rumbo a recepción.
Me pregunté si le tocaría el culo a Sophy antes de entrar en el ascensor.
– ¿Por qué has estado tan antipática? -me preguntó Emily al tiempo que se quitaba su ligera chaqueta de cuero para desvelar un top de gasa aún más ligero que se ataba por delante como un corsé.
– ¿Antipática? Le he ayudado con las cosas que traía y hemos estado charlando hasta que has llegado. ¿A eso lo llamas estar antipática?
– En primer lugar, no le has dicho adiós. Y en segundo lugar, tenías esa expresión tan tuya.
– ¿Qué expresión?
– Esa expresión que deja bien claro a todo el mundo lo mucho que desprecias todo esto, lo mucho que te disgusta. Conmigo pase, pero con el señor Tomlinson no. Es el marido de Miranda, no puedes tratarle así.
– Em, ¿no crees que es un poco… raro? No para de hablar. ¿Cómo puede ser tan simpático cuando ella es una… no tan simpática?
Emily se asomó al despacho de Miranda para asegurarse de que yo había colocado correctamente los periódicos.
– ¿Raro? Qué va, Andrea. Es uno de los abogados especialistas en temas fiscales más importantes de Manhattan.
Era una pérdida de tiempo.
– Olvídalo, no sé lo que digo. ¿Qué tal estás? ¿Cómo te fue anoche?
– Muy bien, estuve con Jessica comprando los regalos de sus damas de honor. Fuimos a todas partes, a Scoop, Bergdorf's, Infinity, y me probé un montón de ropa para cuando vaya a París, aunque sé que es un poco pronto.
– ¿París? ¿Te vas a París? ¿Insinúas que vas a dejarme sola con ella? -Esto último no quise decirlo en voz alta, pero se me escapó.
Otra mirada como si estuviera loca.
– Sí, en octubre iré a París con Miranda para los desfiles de primavera de prêt-à-porter. Cada año lleva a su primera ayudante para que conozca cómo funcionan. Ya sé que he estado en millones de desfiles de Bryant Park, pero los europeos son diferentes.
Hice un cálculo rápido.
– Faltan siete meses para octubre. ¿Te estuviste probando ropa para un viaje que harás dentro de siete meses?
No era mi intención ser tan directa y Emily enseguida se puso a la defensiva.
– Pues sí, aunque, como comprenderás, no pretendía comprar nada, porque para entonces habrá cambiado mucho la moda, pero quería empezar a pensar en ello. No es ninguna tontería, ¿sabes? Vuelos en primera, hoteles de cinco estrellas y las fiestas más impresionantes que hayas visto en tu vida. Además, asistiré a los desfiles de moda más exclusivos del mundo.
Emily ya me había contado que Miranda viajaba a Europa tres o cuatro veces al año para asistir a los desfiles. Siempre se saltaba Londres, como hacía todo el mundo, pero visitaba Milán y París en octubre para el prêt-à-porter de primavera, en julio para la alta costura de invierno y en marzo para el prêt-à-porter de otoño. A veces iba a Resort, pero no siempre. Nosotras nos habíamos matado preparando a Miranda para los desfiles que iban a tener lugar a finales de ese mes. Me pregunté por qué en este caso no planeaba llevarse una ayudante.
– ¿Por qué no te lleva a todos los desfiles? -inquirí aun sabiendo que me esperaba una larga explicación, pero me complacía la idea de que Miranda se ausentara de la oficina dos semanas enteras y de perder de vista a Emily. Imágenes de hamburguesas con queso y beicon, de tejanos raídos accidental y no deliberadamente, de zapatos planos y puede que hasta zapatillas de deporte cabalgaron en mi cabeza-. ¿Por qué solo en octubre?
– Porque, como comprenderás, ya cuenta con ayuda. Los Runway italiano y francés siempre le envían ayudantes y la mayoría de las veces la atienden hasta los propios redactores. Pero en el desfile de primavera Miranda siempre ofrece una gran fiesta. Todo el mundo la describe como el mejor acontecimiento del año. Y quién mejor que yo para ayudarla, naturalmente.
Naturalmente.
– Es fantástico. ¿Significa eso que yo me quedaré aquí defendiendo el fuerte?
– Más o menos, pero no creas que podrás escaquearte. Probablemente serán tus dos semanas más duras, porque Miranda necesita mucha ayuda cuando viaja. Te llamará sin cesar.
– ¡Qué ilusión! -exclamé.
Emily puso los ojos en blanco.
Dormí con los párpados abiertos y la mirada fija en la pantalla del ordenador hasta que la oficina empezó a llenarse y hubo otras personas a las que mirar. A las diez en punto llegaron las primeras ayudantes de moda y los sorbos sigilosos de café con leche desnatada para apaciguar las resacas del champán de la noche anterior. James se detuvo en mi mesa, como hacía siempre que Miranda no estaba en su despacho, y me anunció que había conocido a su futuro marido en Balthazar.
– Estaba sentado a la barra con la chaqueta de cuero rojo más impresionante que he visto en mi vida, y qué arte a la hora de quitársela. Tendrías que haber visto cómo hacía resbalar las ostras en su lengua… -Soltó un gemido audible-. Fue sensacional.
– ¿Le sacaste el número de teléfono? -pregunté.
– ¿Si le saqué el número de teléfono? ¡Le saqué los pantalones! A las once ya lo tenía con el culo al aire en mi sofá y, chica, déjame que te cuente…
– Encantador, James, encantador. No eres de los que se hacen de rogar, ¿eh? Me pareces un poco zorra, la verdad. Estamos en la era del sida, por si no lo sabías.
– Cielo, hasta tú, señora del último ángel llegado a este mundo, habrías caído de rodillas ante ese tío. Es sencillamente impresionante. ¡Impresionante!
Para cuando dieron las once todo el mundo había repasado a todo el mundo y anotado mentalmente quién se había marcado un tanto con los nuevos tejanos tostados de Michael Kors o los cuellos de pico de Celine imposibles de encontrar. Descanso a las doce, momento en que la conversación versaba sobre prendas de ropa concretas y tenía lugar, generalmente, junto a los largos percheros alineados contra las paredes. Todas las mañanas, Jeffy, uno de los ayudantes a cargo del ropero, adelantaba todos los percheros con los vestidos, bañadores, pantalones, camisas, abrigos y zapatos propuestos para los anuncios de moda a doble página. Paseaba cada perchero por toda la planta para que los redactores buscaran lo que necesitaban sin tener que revolver en el ropero.
El ropero no era, en realidad, un ropero. Parecía más bien un teatro. A lo largo de su perímetro había murallas de zapatos de todos los números, colores y estilos, una auténtica fábrica de Willy Wonka para modelos con docenas de sandalias, zapatos de salón, manoletinas, botas altas, tacones con cuentas y demás. Montañas de cajones, algunos empotrados y otros apilados en los rincones, contenían toda clase imaginable de medias, calcetines, sujetadores, braguitas, calzoncillos y corsés. ¿Necesitas un sujetador realzador de tela de leopardo La Perla? Mira en el ropero. ¿Qué tal unas mallas de color carne o unas gafas de sol de Dior? Mira en el ropero. Los estantes y los cajones para complementos ocupaban las dos paredes del fondo y la cantidad de artículos -por no mencionar su coste- era escalofriante. Plumas estilográficas. Joyas. Sábanas. Bufandas, guantes y gorros de esquiar. Pijamas. Capas. Chales. Objetos de escritorio. Flores de seda. Sombreros, muchos sombreros. Y bolsos. ¡Los bolsos! Había bandoleras y bolsos de asa corta, mochilas, carteras y bolsos de mano, maletines y bolsas de mensajero, cada uno con su etiqueta exclusiva y un precio superior a la hipoteca mensual del estadounidense medio. Y luego estaban los percheros -tan apretados entre sí que era imposible sortearlos-, los cuales ocupaban hasta el último centímetro del espacio restante.
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