Penelope Fitgerald - La Librería

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Novela finalista del Booker Prize, La librería es una delicada aventura tragicómica, una obra maestra de la entomología librera. Florence Green vive en un minúsculo pueblo costero de Suffolk que en 1959 está literalmente apartado del mundo, y que se caracteriza justamente por «lo que no tiene». Florence decide abrir una pequeña librería, que será la primera del pueblo. Adquiere así un edificio que lleva años abandonado, comido por la humedad y que incluso tiene su propio y caprichoso poltergeist. Pero pronto se topará con la resistencia muda de las fuerzas vivas del pueblo que, de un modo cortés pero implacable, empezarán a acorralarla. Florence se verá obligada entonces a contratar como ayudante a una niña de diez años, de hecho la única que no sueña con sabotear su negocio. Cuando alguien le sugiere que ponga a la venta la polémica edición de Olympia Press de Lolita de Nabokov, se desencadena en el pueblo un terremoto sutil pero devastador.

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– ¿Cuántos años tenía?

– ¿Sorley? Veinte. Estaba en los Swedebasher -los Suffolk, ya sabe-. Noveno batallón, compañía B. Le mataron en la batalla de Loos, en 1915. Tendría sesenta y cuatro años si aún estuviera vivo. Yo tengo sesenta y cuatro. Eso hace que me acuerde del pobre Sorley.

El General se alejó arrastrando los pies hacia los demás invitados, que cada vez hacían más ruido. Florence estaba sola, rodeada de personas que charlaban con familiaridad, y algunas de las cuales tenían su réplica exacta en los marcos de plata. ¿Quiénes eran? No le importaba; al fin y al cabo, todos ellos se habrían sentido igualmente perdidos si hubieran terminado, como ella, en el Departamento de Envíos en Müller's. Escuchó la voz suave de un hombre joven justo detrás de ella:

– Yo sé quién es usted. Debe de ser la señora Green.

No diría eso, pensó Florence, si no estuviera seguro de que ella sí que le iba a reconocer. Y así fue: le reconoció. Todo el mundo en Hardborough podría haber dicho quién era, y, además, con cierto orgullo, ya que todos sabían que trabajaba en Londres y que hacía algo en la televisión. Era Milo North, de Nelson Cottage, en la esquina con Back Lane. Nadie sabía del todo qué era lo que hacía exactamente, pero en Hardborough estaban acostumbrados a no estar muy seguros de lo que hacía la gente en Londres.

Milo North era alto y pasaba por la vida sin hacer demasiados esfuerzos. Decir: «Yo sé quién es usted. Debe de ser la señora Green» suponía para él un gasto de energía poco corriente. Lo que podía parecer una delicadeza por su parte, normalmente no era más que una forma de evitar líos; lo que parecía simpatía era en realidad el resultado de su instinto para esquivar cualquier problema antes de que éste se originara. Era difícil imaginar lo que supondría hacerse viejo para una persona así. Sus emociones, a base de no ejercitarlas, casi habían desaparecido. Había descubierto que la capacidad para adaptarse resultaba tan adecuada para salirse con la suya como la propia curiosidad.

– Yo también le conozco, por supuesto, señor North -dijo ella-. Pero nunca me habían invitado a The Stead. Supongo que usted viene a menudo.

– Sí, me invitan a menudo -dijo Milo.

Le sirvió otra copa de champán a Florence y, como ella había pensado que se quedaría sola indefinidamente tras la retirada del General, se sintió agradecida.

– Es muy amable.

– No mucho -dijo Milo, que rara vez decía algo que no fuera cierto.

La docilidad no es lo mismo que la amabilidad. Su personalidad líquida iba tanteando el terreno, y se introducía sigilosamente por los puntos más vulnerables de los demás hasta encontrar un lugar apropiado en el que instalarse y sacar de él el máximo provecho.

– Vive sola, ¿no? -prosiguió-. ¿Se acaba de mudar a Old House, usted sola? ¿Nunca ha pensado en volver a casarse?

Florence se sintió desconcertada. Con este joven le resultaba fácil estar en calma, como en un remanso de agua, mientras que las elevadas voces que se oían a su alrededor se iban haciendo cada vez más y más incoherentes. Allí el tiempo parecía transcurrir más rápido. Las bandejas, que habían estado llenas de sándwiches y coronadas con perejil cuando ella entró, ya no tenían más que migas.

– Estuve muy felizmente casada, ya que me lo pregunta -dijo Florence-. Mi marido y yo trabajábamos en el mismo sitio. Luego entró en el antiguo Departamento de Comercio y Exportación antes de que lo convirtieran en un ministerio. Me hablaba de su trabajo cuando volvía a casa por las noches.

– ¿Y era usted feliz?

– Le quería, e intentaba entender su trabajo. A veces pienso que el hombre y la mujer no son precisamente lo más adecuado el uno para el otro. Aunque algo debe de haber, por supuesto.

Milo la miró con detenimiento.

– ¿Está usted segura de que no es una imprudencia tomar las riendas de un negocio? -preguntó.

– No le conocía a usted, señor North, pero pensé que por su trabajo quizá agradeciera que hubiera una librería en Hardborough. Probablemente en la BBC conocerá a escritores y a pensadores, y a todo ese tipo de gente. Supongo que vendrán a visitarle de vez en cuando y a respirar algo de aire puro.

– Si vinieran no sabría qué hacer con ellos… Los escritores van a cualquier parte. No estoy tan seguro de que los pensadores hagan lo mismo. Pero Kattie se encargaría de ellos, supongo.

Kattie debía de ser la chica morena con medias rojas -o quizá fueran mallas, que ahora se podían conseguir en Lowestoft y en Flintmarket, pero no en Hardborough- que vivía con Milo North. Eran los únicos en el pueblo que vivían juntos sin estar casados. Pero Kattie, que también era conocida por trabajar para la BBC, sólo bajaba a Hardborough tres noches a la semana, lunes, miércoles y viernes, lo que hacía que la cosa pareciera un poco más respetable.

– Es una pena que Kattie no haya podido venir esta noche.

– ¡Pero si es miércoles! -exclamó la señora Green sin poder contenerse a tiempo.

– No he dicho que no esté aquí, sólo que es una pena que no haya podido venir. Y no lo ha hecho porque yo no la he traído. Pensé que algo así sólo causaría problemas, y no merece la pena.

La señora Green pensó que él debería tener el valor de defender sus propias convicciones. Pensaba que se trataba de una pareja joven luchando contra el mundo. Ella, por su parte, era ya mayor y tenía, por tanto, derecho a estar agobiada.

– En cualquier caso, tiene que venir a mi tienda -dijo-. Cuento con usted.

– De ninguna manera -respondió Milo.

La cogió por los codos, tocándola apenas, y la zarandeó un poco para dar énfasis a sus palabras.

– ¿Por qué se ha puesto de rojo esta noche? -le preguntó.

– ¡No es rojo! ¡Es granate, o cobrizo oscuro!

La señora Violet Gamart, patrona por naturaleza de todas las actividades públicas de Hardborough, se encaminó hacia ellos. Aunque Florence estaba de espaldas, pudo advertir el temblor, pero pensó que se trataba de algo indicativo de la libertad de las Artes y, por lo tanto, no estaba fuera de lugar en su salón. Sin embargo, había llegado el momento de tener unas palabras con la señora Green. Le dijo que llevaba toda la noche intentando acercarse a ella, pero que se la habían llevado una y otra vez. Había venido tanta gente… Pero a la mayoría los podría ver en cualquier otro momento. Lo que realmente quería decirle era lo agradecidos que debían estarle todos por esta nueva aventura, por semejante previsión y tamaña empresa.

La señora Gamart hablaba con una especie de urgencia generosa. Tenía unos ojos oscuros y brillantes, que parecían mantenerse abiertos gracias a algún tipo de mecanismo que se encontraba al límite de sus posibilidades.

– ¡Bruno! ¿Le han presentado a mi marido? Ven y dile a la señora… la señora… lo encantados que estamos.

Por un momento, Florence sintió algo extraño, como una vocación, como si estuviera dispuesta a dedicar su vida a servir voluntariamente a la señora Gamart.

– ¡Bruno!

El General había estado intentando atraer la atención de todos hacia una herida que se había hecho en la mano con el alambre retorcido de uno de los corchos del champán. Se iba acercando uno por uno a todos los grupos de invitados, con la esperanza de arrancarles una sonrisa al decir de sí mismo que era un herido capaz de seguir andando por su propio pie.

– Hemos estado rezando todos por que hubiera una buena librería en Hardborough, ¿verdad Bruno?

Contento de que se solicitara su presencia, se acercó a ella.

– Por supuesto, cariño, rezar no es malo. Probablemente deberíamos hacerlo más a menudo.

– Sólo hay una cuestión, señora Green, una sin importancia en cierto sentido; todavía no se ha mudado a Old House, ¿o sí?

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