¿Es que quiere volver a Nueva York? ¿Ha llegado por fin el momento de que el hijo pródigo vuelva con humildad a casa a recomponer su vida? Seis meses atrás, probablemente no lo habría dudado. Incluso hace un mes le habría tentado considerarlo, pero ahora es imposible. Pilar se ha apropiado de su corazón y la simple idea de marcharse sin ella le resulta insoportable. Al doblar la carta de Bing y meterla de nuevo en el sobre, da las gracias en silencio a su amigo por haberle aclarado la cuestión en términos tan crudos. Ya no importa nada salvo Pilar, y cuando llegue el momento, es decir, cuando pase un poco más de tiempo y ella cumpla otro año, le pedirá que se case con él. No está nada claro que acepte, pero tiene toda la intención de pedírselo. Ésa es la respuesta a la carta de Bing. Pilar.
El problema consiste en que Pilar no es sólo Pilar. Es miembro de la familia Sanchez, y aunque sus relaciones con Angela estén un tanto tirantes en este momento sigue tan unida como siempre a Maria y Teresa. Las cuatro chicas continúan de luto por sus padres, y por mucho cariño que Pilar le tenga, su familia sigue siendo lo primero. Después de vivir con él desde el mes de junio, ha olvidado lo resuelta que estaba a volar del nido. Siente nostalgia de su vida anterior y no pasa una semana sin que vaya al menos dos veces a casa de sus hermanas. Él rara vez la acompaña, lo menos posible. Maria y Teresa son corteses y hablan sin parar de cosas inocuas, compañía aceptable pero pesada durante más de una hora seguida, y Angela, que es todo lo contrario de aburrida, no le cae bien. No le gusta el modo en que lo mira, observándolo con una extraña combinación de desprecio y seducción en los ojos, como si no llegara a creerse que su hermana haya sido capaz de pillarlo: no es que ella tenga el menor interés por él (¿cómo podría alguien interesarse por un mugriento operario que se dedica a sacar basura de casas abandonadas?); se trata de una cuestión de principio, porque la razón dicta que él se sienta atraído por ella, la hermana guapa, cuya función en la vida es la de ser una mujer atractiva y ver cómo los hombres se prendan de ella. Eso ya es malo de por sí, pero aún pesa sobre él el recuerdo de los sobornos con que la compró el verano pasado, los incontables regalos robados que le hizo diariamente durante una semana, y aunque fue por una buena causa, no puede evitar un sentimiento de repulsión por la avidez de Angela, su ansia inagotable por esos objetos estúpidos y desagradables.
El 27, deja que Pilar lo convenza para ir a casa de las Sanchez a la cena de Acción de Gracias. Acepta sabiendo que es un error, pero quiere tenerla contenta y sabe que si no va se quedará en el apartamento rumiando su mal humor hasta que ella vuelva. Durante la primera hora, todo va razonablemente bien y se sorprende al descubrir que en el fondo se está divirtiendo. Mientras las cuatro chicas preparan la comida en la cocina, sale al patio con el novio de Maria, un mecánico de coches de veintitrés años llamado Eddie, a echar un ojo al pequeño Carlos. Eddie resulta ser aficionado al béisbol, un estudioso del juego, instruido y bien informado, y a consecuencia del reciente fallecimiento de Herb Score entablan conversación sobre el trágico destino de varios lanzadores a lo largo de las últimas décadas.
Empiezan a hablar de Denny McLain, de los Detroit Tigers, el último hombre que ganó treinta partidos y sin duda el último que hará una cosa así, el mejor lanzador estadounidense de 1965 a 1969, cuya carrera quedó destruida por un afán compulsivo por el juego y cierta tendencia a incluir gánsteres en su círculo de amistades. Desaparecido de la escena cuando tenía veintiocho años, más adelante fue a la cárcel por tráfico de drogas, estafa y extorsión, se hinchó a comer hasta lograr un colosal peso de ciento cincuenta kilos, y en los noventa volvió a prisión por robar dos millones y medio de dólares del fondo de pensiones de la empresa en que trabajaba.
Él se lo buscó, concluye Eddie, así que no me da lástima. Pero fíjate en un tío como Blass. ¿Qué coño le pasó?
Se refiere a Steve Blass, que jugó con los Pittsburgh Pirates desde mediados de los sesenta a mediados de los setenta, sistemático ganador de dos dígitos, lanzador estrella de la serie mundial de 1971, que siguió jugando y en 1972 realizó su mejor temporada (19-8, 2,49 de promedio de carreras limpias permitidas), y entonces, nada más acabar aquella misma temporada, el último día del año, Roberto Clemente, su futuro compañero del Salón de la Fama, se mató en un accidente de aviación cuando iba a entregar paquetes de ayuda humanitaria a los supervivientes de un terremoto en Nicaragua. A la temporada siguiente, Blass era incapaz de lanzar strikes. Había perdido su excelente control de antes, lo eliminaba un bateador tras otro -ochenta y cuatro veces en ochenta y nueve entradas- y su registro cayó a 3-9 con 9,85 de promedio de carreras limpias permitidas. Volvió a intentarlo al año siguiente, pero al cabo de un partido (cinco entradas lanzadas, siete bateadores con base por bolas), dejó para siempre el juego. ¿Fue la muerte de Clemente la causante del súbito desplome de Blass? Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero, según Eddie, en los círculos del béisbol casi todo el mundo cree que Blass padecía algo llamado «culpa del superviviente»: sentía un cariño tan grande por Clemente que sencillamente no pudo continuar después de la muerte de su amigo.
Al menos Blass tuvo seis o siete años buenos, dice Miles. Piensa en el pobre Mark Fidrych.
Ah, contesta Eddie, Mark Fidrych, el Pájaro, y entonces empiezan a ensalzar la breve y rutilante carrera de la súbita figura que deslumbró al país por espacio de unos meses asombrosos, el muchacho de veintiún años que tal vez fue la persona más encantadora que jamás jugó al béisbol. Nadie había visto nunca nada igual -un lanzador que hablaba con la pelota, que se hincaba de rodillas y alisaba el polvo del montículo, cuyo inquieto ser parecía electrizado por continuas sacudidas de frenética y nerviosa energía-; no parecía un hombre, sino una máquina con forma humana en perpetuo movimiento. Durante una temporada fue predominante: 19-9, un 2,34 de promedio de carreras limpias permitidas, primer lanzador en el Juego de las Estrellas de las grandes ligas, novato del año. Meses después, se lesionó el cartílago de la rodilla mientras andaba haciendo el payaso por los exteriores en los entrenamientos de primavera, y luego, peor aún, se rompió el hombro nada más empezar la temporada oficial. El brazo se le quedó muerto y El Pájaro desapareció tal cual: de lanzador a ex lanzador en un abrir y cerrar de ojos.
Sí, dice Eddie, una pena, pero ni punto de comparación con lo que le pasó a Donnie Moore.
No, ni punto de comparación, conviene Miles asintiendo con la cabeza.
Es lo bastante mayor como para haber vivido personalmente esa peripecia, y aún recuerda la asombrada expresión en los ojos de su padre cuando alzó la vista del periódico en el desayuno veinte años atrás y anunció que Moore había muerto. Donnie Moore, un lanzador de relevo de los California Angels, fue convocado al campo para cerrar la novena entrada frente a los Boston Red Sox en el quinto partido de la serie de campeonato de la liga americana de 1986. Los Angels llevaban una carrera de ventaja, estaban a punto de ganar su primer banderín, pero con dos eliminados y un corredor en primera base Moore realizó uno de los lanzamientos más desafortunados jamás vistos en los anales del deporte: el que Dave Henderson, jardinero del Boston, sacó del campo para hacer un cuadrangular, el que cambió el curso del partido y condujo a la derrota de los Angels. Moore nunca se recobró de la humillación. Tres años después de aquel lanzamiento que le cambió la vida, ausente ya del béisbol, acosado por problemas económicos y conyugales, tal vez loco de remate, Moore entabló una discusión con su mujer en presencia de sus tres hijos. Sacó una pistola, disparó tres tiros a su mujer sin causarle la muerte y luego volvió el arma contra sí mismo y se voló la tapa de los sesos.
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