Notaba los músculos raros y esponjosos. Cuando traté de ponerme de pie, apenas los reconocí. Se me habían vuelto estúpidos y no conseguía que funcionaran. Después de tanto confinamiento e inactividad, me había convertido en un payaso que se movía espasmódicamente. Batallé para ponerme de pie, pero en cuanto di un paso tropecé. Me caí, me levanté, avancé a trompicones un metro o dos, luego volví a caerme. No tenía un segundo que perder y allí estaba yo tambaleándome como un borracho, derrumbándome cada dos o tres pasos. Por pura tenacidad, finalmente llegué hasta el coche de Slim, un viejo cacharro abollado que estaba aparcado a la vuelta de la casa. El sol lo había convertido en un horno y cuando toqué la manija de la portezuela, el metal estaba tan caliente que casi solté un grito. Afortunadamente, sabía arreglármelas con un coche. El maestro me había enseñado a conducir, y no tuve ninguna dificultad para soltar el freno de mano, tirar del starter y girar la llave de contacto. Pero no había tiempo para ajustar el asiento. Mis piernas eran demasiado cortas y la única forma que tenía de llegar con el pie al acelerador era deslizarme hasta el borde del asiento, agarrándome al volante como si me fuera en ello la vida. La primera tos del motor detuvo la pelea dentro de la cabaña, y cuando puse el coche en marcha, Slim salía ya disparado por la puerta y corría hacia mi con su pistola en la mano. Y yo no podía apartar la mano del volante para meter la segunda. Vi que Slim levantaba la pistola y apuntaba. En lugar de virar a la derecha, viré a la izquierda, arremetiendo contra él con el parachoques. Le di justo por encima de la rodilla y él dio un salto y cayó al suelo. Eso me proporcionó unos segundos para maniobrar. Antes de que Slim pudiera levantarse, yo había enderezado el volante y había puesto el coche en la dirección adecuada. Metí la segunda y pisé el pedal hasta el fondo. Una bala atravesó la ventanilla trasera haciendo añicos el cristal a mis espaldas. Otra bala dio en el salpicadero y abrió un agujero en la guantera. Tanteé en busca del embrague con el pie izquierdo, cambié a tercera y me alejé. Puse el coche a cuarenta y cinco, luego a sesenta kilómetros por hora, saltando sobre el escabroso terreno como un domador de potros broncos mientras esperaba que la próxima bala me diera en la espalda. Pero no hubo más balas. Había dejado a aquel saco de mierda en el polvo, y cuando llegué a la carretera unos minutos más tarde, estaba libre.
¿Fui feliz al volver a ver al maestro? Pueden apostar su vida a que lo fui. ¿Se aceleró mi corazón de alegría cuando él abrió sus brazos y me asfixió en un largo abrazo? Sí, mi corazón se aceleró de alegría. ¿Lloramos por nuestra buena suerte? Por supuesto que sí. ¿Reímos y lo celebramos y bailamos cien jigas? Hicimos todo eso y más.
– Nunca más te perderé de vista -dijo el maestro Yehudi.
– Nunca iré a ninguna parte sin usted durante el resto de mis días -dije yo.
Hay un viejo adagio que dice que no apreciamos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Por muy cierto que sea ese adagio, debo reconocer que no siempre había sido así para mi. Pero entonces sabía lo que había perdido desde el principio: desde el momento en que me sacaron de aquel cine de Northfield, Minnesota, hasta el momento en que le eché la vista encima al maestro en Rapid City, Dakota del Sur. Durante cinco semanas y media lloré la pérdida de todo lo que era bueno y precioso para mí, y ahora me presento ante el mundo para testimoniar que nada puede compararse a la dulzura de recobrar lo que te han quitado. De todos los triunfos que he marcado con muescas en mi cinturón, ninguno me emociono mas que el simple hecho de volver a mi vida normal.
El reencuentro tuvo lugar en Rapid City porque allí fue donde acabé después de mi fuga. Como era un tacaño, Slim había descuidado la salud de su coche y aquel trasto se quedó sin gasolina antes de que yo hubiera conducido treinta kilómetros. De no haber sido por un viajante de comercio que me recogió justo antes de anochecer, tal vez estaría aún vagando por aquella comarca yerma, buscando ayuda en vano. Le pedí que me dejara en la comisaría más próxima, y cuando aquellos policías descubrieron quién era, me trataron como si hubiera sido el príncipe heredero de Ruritania. Me dieron sopa y salchichas, me proporcionaron ropa nueva y un baño caliente y me enseñaron a jugar al pinacle. Cuando el maestro llegó a la tarde siguiente, yo ya había hablado con dos docenas de reporteros y posado para cuatrocientas fotografías. Mi secuestro había sido noticia de primera página durante más de un mes, y cuando un corresponsal local de prensa vino a husmear a la comisaría en busca de algunas migajas de última hora me reconoció por mis fotos y dio la noticia. Los periodistas de sucesos llegaron en manadas después de eso. Los flashes estallaban como cohetes a mi alrededor, y fanfarroneé como un loco hasta altas horas de la noche, contando historias increíbles sobre cómo había sido más listo que mis captores y me había fugado antes de que pudieran intercambiarme por el botín. Supongo que los simples hechos habrían servido igual, pero no pude resistir la tentación de exagerar. Me recreé en mi recién encontrada celebridad y al cabo de un rato estaba aturdido por la forma en que aquellos periodistas me miraban, pendientes de cada una de mis palabras. Yo era un hombre del espectáculo, después de todo, y, teniendo la bendición de un público como aquél, no tuve valor para defraudarles.
El maestro puso fin a toda aquella tontería en cuanto entró. Durante la hora siguiente nuestros abrazos y lágrimas ocuparon toda mi atención, pero nada de eso fue visto por el público. Nos sentamos los dos solos en un cuartito de la comisaría, sollozando uno en brazos del otro mientras dos policías hacían guardia en la puerta. Después hicimos declaraciones y firmamos papeles y luego me sacó de allí, abriéndose paso por entre el gentío de mirones y bienquerientes que esperaba en la calle. Lanzaron vivas y hurras, pero el maestro sólo se detuvo el tiempo suficiente para sonreír y saludar con la mano una sola vez a aquellos rústicos antes de empujarme al interior de un coche con chófer aparcado junto al bordillo. Hora y media más tarde estábamos sentados en un compartimiento privado en un tren que se dirigía al Este, camino de Nueva Inglaterra y las playas arenosas de Cape Cod.
Hasta después de que cayera la noche no me di cuenta de que no íbamos a detenernos en Kansas. Con tanto ponernos al día, tantas cosas que describir, explicar y contar, mi cabeza había estado dando vueltas como una máquina batidora, y sólo cuando apagamos las luces y estuvimos metidos en nuestras literas se me ocurrió preguntar por la señora Witherspoon. El maestro y yo llevábamos seis horas juntos y su nombre no había sido mencionado ni una vez.
– ¡Qué pasa con Wichita? -dije-. ¿No es un sitio tan bueno para nosotros como Cape Cod?
– Es un buen sitio -dijo el maestro-, pero allí hace demasiado calor en esta época del año. El mar te sentará bien, Walt. Te recuperarás más deprisa.
– ¿Y qué me dice de la señora W.? ¿Cuándo piensa reunirse con nosotros?
– Esta vez no vendrá, muchacho.
– ¿Por qué no? ¿Se acuerda de Florida? A ella le gustó mucho aquello, casi teníamos que sacarla a rastras del agua. Nunca he visto a nadie tan feliz como ella chapoteando entre las olas.
– Puede que sí, pero este verano no irá a nadar. Por lo menos no con nosotros.
El maestro Yehudi suspiró, llenando la oscuridad con un suave y quejumbroso trémolo, y aunque yo estaba mortalmente cansado, justo a punto de dormirme, mi corazón empezó a acelerarse, a bombear dentro de mi como una alarma.
– ¡Oh! -dije, tratando de no revelar mi preocupación-. ¿Y por qué?
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