Llegamos a Kansas City un poco después de mediodía, pero en todas las horas que pasamos juntos creo que el maestro Yehudi no me dirigió mas de tres o cuatro palabras. Se pasó la mayor parte del tiempo dormido dando cabezadas con el sombrero tapándole la cara, pero yo estaba demasiado asustado para hacer cualquier cosa que no fuera mirar por la ventanilla, contemplando la tierra que se deslizaba junto a mí mientras reflexionaba sobre el lío en el que me había metido. Mis amigos de Saint Louis me habían advertido contra los tipos como el maestro Yehudi: hombres solitarios carentes de ocupación y con malvados designios, pervertidos que acechaban en busca de niños que obedecieran sus órdenes. Ya era bastante malo imaginar que él me quitaba la ropa y me tocaba donde yo no deseaba que me tocasen, pero eso no era nada comparado con algunos de los otros temores que entrechocaban dentro de mi cráneo. Había oído la historia de un niño que se había marchado con un desconocido y nunca se volvió a saber de él. Más adelante, el hombre confesó que lo había cortado en pedazos pequeños y lo había cocinado para cenar. A otro niño lo habían encadenado a la pared en un oscuro sótano y no le habían dado nada de comer excepto pan y agua durante seis meses. A otro le habían arrancado la piel a tiras. Ahora que tenía tiempo para considerar lo que había hecho, pensaba que tal vez me esperaba la misma suerte. Había caído en las garras de un monstruo, y si resultaba ser la mitad de siniestro de lo que parecía, lo más probable es que yo no volviera a ver amanecer.
Nos bajamos del tren y echamos a andar por el andén, avanzando entre el gentío.
– Tengo hambre -dije, tirando del abrigo del maestro Yehudi-. Si no me da usted de comer ahora, voy a entregarle al primer poli que vea.
– ¿Que pasó con la manzana que te di? -preguntó él.
– La tiré por la ventanilla del tren.
– Oh, así que no nos gustan demasiado las manzanas, ¿no es eso? Y ¿qué pasó con el emparedado de jamón? Por no hablar del muslo de pollo frito y la bolsa de rosquillas.
– Lo tiré todo. No esperará que me coma la manduca que usted me dé, ¿verdad?
– ¿Y por qué no, hombrecito? Si no comes, te consumirás y te morirás. Todo el mundo sabe eso.
– Por lo menos, así te mueres despacio. Si muerdes algo que está lleno de veneno, la palmas ahí mismo.
Por primera vez desde que le había conocido, el maestro Yehudi sonrió. Si no me equivoco, creo que incluso llegó a reírse.
– Me estás diciendo que no te fías de mi, ¿no es eso?
– Tiene usted toda la razón. No me fiaría de usted para ir mas allá de donde me llevaría una mula muerta.
– Anímate, chisgarabís -dijo el maestro, dándome unas palmaditas afectuosas en el hombro-. Tú eres mi vale de comida, ¿recuerdas? No te haría daño por nada del mundo.
Eso no eran más que palabras, en mi opinión, y yo no era tan tonto como para tragarme esa clase de palabrería azucarada. Pero entonces el maestro Yehudi metió la mano en su bolsillo, sacó un billete de dólar nuevo y tieso y me lo puso en la palma de la mano.
– ¿Ves ese restaurante que hay allí? -dijo, señalando un fonducho en medio de la estación-. Entra y zámpate el almuerzo más grande que puedas meterte en esa tripa. Te esperaré aquí.
– ¿Y usted? ¿Tiene algo contra el comer?
– No te preocupes por mí -respondió el maestro Yehudi-. Mi estómago sabe cuidarse. -Luego, justo cuando yo iba a dar media vuelta, añadió-: Un consejo, mequetrefe. En caso de que estés planeando escaparte, éste el momento de hacerlo. Y no te preocupes por el dólar. Puedes quedártelo por las molestias.
Entré en el restaurante yo solo, sintiéndome algo más apaciguado por sus últimas palabras. Si tuviera algún propósito siniestro, ¿por qué iba a ofrecerme una oportunidad de escapar? Me senté ante el mostrador y pedí un plato especial y una botella de zarzaparrilla. Antes de que hubiese podido parpadear, el camarero me puso delante una montaña de cecina y repollo. Era la comida más grande con la que yo me había encontrado nunca, una comida tan grande como el parque del Deportista en Saint Louis, y devoré hasta el último bocado, junto con dos rebanadas de pan y una segunda botella de zarzaparrilla. No hay nada que pueda compararse a la sensación de bienestar que me inundó ante aquel asqueroso mostrador. Una vez que tuve la panza llena, me sentí invencible, como si nada pudiera hacerme daño de nuevo. El remate fue cuando saqué el billete de dólar de mi bolsillo para pagar la cuenta. Todo aquello costaba solamente cuarenta y cinco centavos, e incluso después de dejar cinco centavos de propina para el camarero, me quedaron dos monedas de veinticinco del cambio. Hoy no parece mucho, pero en aquel entonces cincuenta centavos representaban una fortuna para mí. Ésta es mi oportunidad de huir, me dije, echándole una ojeada a aquel antro mientras me bajaba del taburete. Puedo escaparme por la puerta lateral y el hombre de negro nunca sabrá qué me ha ocurrido. Pero no lo hice, y de aquella elección depende toda la historia de mi vida. Volví a donde me esperaba el maestro porque me había prometido convertirme en millonario. Basándome en esos cincuenta centavos, pensé que quizá valía la pena ver si había algo de verdad en aquella fanfarronada.
Cogimos otro tren después de eso, y luego un tercero ya cerca del final del viaje que nos llevó hasta la ciudad de Cibola a las siete de esa noche. El maestro Yehudi, que había estado tan callado toda la mañana, casi no paró de hablar durante el resto del día. Yo ya estaba aprendiendo a no hacer suposiciones respecto a lo que iba a hacer o no hacer. Justo cuando creías que le habías calado, él hacía exactamente lo contrario de lo que tú esperabas.
– Puedes llamarme maestro Yehudi -dijo, comunicándome su nombre por primera vez-. Si quieres, puedes llamarme maestro para abreviar. Pero nunca, en ninguna circunstancia, puedes llamarme Yehudi. ¿Está claro?
– ¿Es ése el nombre que Dios le dio -dije-, o eligió usted mismo ese apodo?
– No hay necesidad de que sepas mi verdadero nombre. Maestro Yehudi será suficiente.
– Bueno, yo soy Walter. Walter Claireborne Rawley. Pero puede usted llamarme Walt.
– Te llamaré como me dé la gana. Si quiero llamarte Gusano, te llamaré Gusano. Si quiero llamarte Cerdo, te llamaré Cerdo. ¿Entendido?
– Diantre, señor, no entiendo nada de lo que me dice.
– Tampoco toleraré mentiras ni duplicidades. Ni excusas, ni quejas, ni réplicas. Una vez que comprendas, vas a ser el chico más feliz de la tierra.
– Seguro. Y si un hombre sin piernas tuviera piernas, podría mear de pie.
– Conozco tu historia, hijo, así que no tienes que inventarte ningún cuento fantástico para mí. Sé que tu padre murió gaseado en Bélgica en el 17. Y también sé lo de tu madre, que hacía la calle en el este de Saint Louis por un dólar el revolcón, y lo que sucedió hace cuatro años y medio cuando aquel policía loco la apuntó con su revólver y le voló la cara. No creas que no te compadezco, muchacho, pero nunca llegarás a ninguna parte si eludes la verdad al tratar conmigo.
– De acuerdo, señor Sabihondo. Si tiene todas las respuestas, ¿por qué desperdicia su aliento contándome cosas que ya sabe?
– Porque tú sigues sin creer una palabra de lo que te he dicho. Piensas que esta historia de volar no es más que pura cháchara. Vas a trabajar duro, Walt, más duro de lo que has trabajado nunca, y vas a querer dejarme casi todos los días, pero si perseveras y confías en lo que te digo, al cabo de pocos años podrás volar. Te lo juro. Podrás elevarte del suelo y volar por el aire como un pájaro.
– Yo soy de Missouri, ¿recuerda? No lo llaman el estado de Si-no-lo-veo-no-lo-creo porque sí.
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