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Jeffrey Archer: Casi Culpables

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Jeffrey Archer Casi Culpables

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¿Dónde está la frontera entre la culpabilidad y la inocencia? Solo un escritor como Jeffrey Archer es capaz de imprimir en las conciencias un sentimiento tan complejo como la duda. ¿Puede un convicto confesar su culpabilidad y conseguir que se desee su libertad, que se crea en su inocencia? Este es el dilema que presenta uno de los doce relatos, manifestación de talento y elegancia narrativa, que, inspirados en historias inolvidables de personajes reales, abordan la cuestión de la delincuencia: entre el engaño y la estafa, entre el asesinato y el robo, estos maravillosos relatos guían al lector por los laberintos de un mundo paralelo y subterráneo. Pero al tiempo muestran el lado más humano de sus protagonistas, culpables, pero no tanto. Aunque algunas de estas historias fueron conocidas por el autor tras su puesta en libertad, la mayoría lo fueron durante su estancia en prisión, lo que les da una unidad de fondo. Todas confirman a Archer como uno de los mejores creadores de relatos cortos de la actualidad. Las ilustraciones del inigualable Ronald Searle representan un valor añadido de una edición inolvidable. «Con estilo, ingenioso y siempre entretenido… Jeffrey Archer tiene una aptitud natural para las historias cortas.» – The Times «Probablemente el mejor contador de historias de nuestro tiempo.» – Mail-on Sunday «Un narrador de la talla de Alejandro Dumas.» – Washington Post «Archer es un maestro del entretenimiento.» – Time «Este hombre es un genio.» – Evening Standard «Archer es un narrador excelente, que cumple las expectativas del lector: el deseo de pasar la página y saber qué ocurre después.» – Sunday Times «Archer tiene un don para la trama que solo se puede definir como genial.» – Daily Telegraph

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Sue tuvo que consultar los archivos para recordar la cantidad que había solicitado el año anterior: cuarenta mil libras, ochocientas más de las que había necesitado. Este año, pidió sesenta mil y esperó algún comentario del responsable de créditos, pero la voz de este no sonó ni sorprendida ni preocupada. El lunes siguiente, una furgoneta de seguridad entregó la cantidad acordada.

Durante la semana Chris y Sue atendieron todas las solicitudes de los clientes. Al fin y al cabo, su intención nunca había sido defraudar a sus clientes; aun así se encontraron con un superávit de veintiuna mil libras al finalizar la semana. Guardaron el dinero (solo billetes usados) en la caja fuerte, por si algún meticuloso funcionario de la oficina central decidía llevar a cabo una comprobación.

En cuanto Sue cerró la puerta de la oficina a las seis en punto y bajó las persianas, los dos se pusieron a hablar solo en portugués. Dedicaron el resto de la tarde y parte de la noche a rellenar solicitudes de giros postales, frotar tarjetas de rasca-rasca y escribir números en los billetes de lotería, cayendo dormidos a menudo mientras trabajaban.

Todas las mañanas, Chris se levantaba temprano y subía a su viejo Rover, acompañado tan solo de Sellos. Se desplazaba al norte, el este, el sur y el oeste: los lunes, Lincoln; los martes, Louth; los miércoles, Skegness; los jueves, Hull, y los viernes, Immingham, donde cobraba varios giros postales y recogía sus ganancias del rasca-rasca y los billetes de lotería, lo cual le permitía aportar a diario un complemento de varias libras a sus ahorros recién recuperados.

El último viernes de noviembre, la semana dos, Sue pidió setenta mil libras a la oficina central, de manera que el sábado siguiente pudieron añadir treinta y dos mil libras más a sus ingresos invisibles.

El primer viernes de diciembre, Sue aumentó su petición a ochenta mil libras y le sorprendió que la oficina central siguiera sin presentar la menor objeción. Al fin y al cabo, ¿no había sido Sue Haskins administradora del año, con una mención especial de la junta directiva? Un furgón de seguridad entregó toda la cantidad el lunes por la mañana.

Otra semana de beneficios en aumento permitió a Sue añadir treinta y nueve mil libras más al bote, sin que los demás jugadores de la mesa pidieran ver su mano. Contaban con un superávit de más de cien mil libras, amontonadas en pulcras pilas de billetes usados, que descansaban sobre los cuatro pasaportes sepultados al fondo de la caja fuerte.

Chris apenas dormía por las noches, mientras continuaba firmando innumerables giros postales, frotando montañas de rasca-rasca y, antes de acostarse, rellenando numerosos billetes de lotería con infinitas combinaciones. Durante el día visitaba cada oficina postal en ochenta kilómetros a la redonda para recoger sus ganancias pero, a pesar de su dedicación, la segunda semana de diciembre los señores Haskins solo habían recaudado un poco más de la mitad necesaria para recuperar las doscientas cincuenta mil libras que habían invertido de entrada.

Sue advirtió a Chris de que deberían exponerse a más peligros si querían recuperar toda la cantidad antes de Nochebuena.

El segundo viernes de diciembre, la semana cuatro, Sue llamó a la oficina central y pidió ciento quince mil libras.

– Van a tener una Navidad ajetreada -comentó una voz al otro extremo de la línea.

Primer indicio de sospechas, pensó Sue, pero había preparado bien el guión.

– No damos abasto -repuso-, pero recuerde que Cleethorpes es la ciudad costera con más jubilados.

– Cada día se aprende algo nuevo -dijo la voz al otro extremo de la línea, y añadió-: No se preocupe, recibirá el dinero el lunes. Siga trabajando así.

– Lo haré -prometió Sue, y, envalentonada por la conversación, solicitó ciento cuarenta mil libras para la semana anterior a Navidad, consciente de que cualquier cantidad superior a ciento cincuenta mil siempre necesitaba la autorización de la oficina central de Londres.

Cuando Sue bajó las persianas a las seis de la tarde del día de Nochebuena, los dos estaban agotados.

Sue fue la primera en recuperarse.

– No hay un momento que perder -recordó a su marido, mientras se dirigía hacia la repleta caja fuerte. Tecleó el código, abrió la puerta y retiró toda la cantidad de su cuenta corriente. Después depositó el dinero sobre el mostrador en pulcras pilas (billetes de cincuenta, veinte, diez y cinco) y se pusieron a contar el botín.

Chris comprobó la cifra final y confirmó que obraban en su poder doscientas sesenta y siete mil trescientas libras. Devolvieron diecisiete mil trescientas a la caja fuerte y cerraron la puerta. Al fin y al cabo, nunca había sido su intención obtener beneficios. Eso sería robar. Sue empezó a rodear con gomas elásticas cada millar, mientras Chris depositaba con todo cuidado los doscientos cincuenta fajos en una vieja bolsa de lona de la RAF. A las ocho estaban preparados para marcharse. Chris conectó la alarma, salió con sigilo por la puerta trasera y dejó la bolsa en el maletero del Rover, encima de las cuatro maletas que su mujer había preparado aquella mañana. Sue se subió al coche cuando Chris lo puso en marcha.

– Hemos olvidado algo -dijo Sue al cerrar la puerta.

– Sellos -dijeron al unísono.

Chris apagó el motor, salió del vehículo y volvió a la oficina de Correos. Tecleó el código de nuevo, desconectó la alarma y abrió la puerta trasera en busca de Sellos. Lo encontró dormido en la cocina, reacio a abandonar su cesta calentita y acomodarse en el asiento trasero del coche. ¿No sabían que era Nochebuena?

Chris volvió a instalar la alarma y cerró la puerta con llave por segunda vez.

A las ocho y diecinueve minutos los señores Haskins emprendieron viaje hacia Ashford, en Kent. Sue explicó que tenían cuatro días de tregua antes de que alguien reparara en su ausencia -el día de Navidad, San Esteban, domingo y lunes (festivo)-, hasta, en teoría, el martes por la mañana, en cuyo momento estarían viendo propiedades en el Algarve.

Apenas intercambiaron una palabra durante el largo viaje hacia Kent, ni siquiera en portugués. Sue no podía creer que lo habían conseguido y Chris estaba todavía más sorprendido.

– Aún no hemos vencido -le recordó Sue-, al menos hasta que lleguemos a Albufeira, y no olvide, señor Appleyard, que ya no nos llamamos como antes.

– ¿Viviendo en pecado después de tantos años, señora Brewer?

Chris detuvo el coche delante de la casa de su hija justo después de medianoche. Tracey abrió la puerta y saludó a su madre, mientras Chris sacaba una maleta y la bolsa de lona del maletero. Tracey nunca había visto a sus padres tan agotados y pensó que habían envejecido desde la última vez que estuvo con ellos en verano. Tal vez se debía al largo viaje. Les guió hasta la cocina, les invitó a sentarse y preparó té. Apenas hablaron y, cuando Tracey les envió a la cama, su padre no le permitió que cargara con la vieja bolsa de lona hasta la habitación de invitados.

Sue despertaba cada vez que oía un coche detenerse en la calle, y se preguntaba si llevaría las letras mayúsculas fluorescentes de policía. Chris esperaba que en cualquier momento sonara el timbre de la puerta y alguien subiera a la carrera por las escaleras para sacar la bolsa de lona de debajo de la cama, detenerles y conducirles a la comisaría de policía más próxima.

Después de una noche de insomnio se reunieron con Tracey en la cocina para desayunar.

– Feliz Navidad -dijo Tracey, y besó a ambos en la mejilla.

Ninguno de los dos reaccionó. ¿Habían olvidado que era Navidad? Ambos se mostraron avergonzados cuando vieron las dos cajas envueltas que su hija había dejado sobre la mesa. No se habían acordado de comprar a Tracey un regalo de Navidad y resolvieron darle dinero en metálico, algo que no hacían desde que era adolescente. Tracey confiaba en que aquel comportamiento tan peculiar obedeciera simplemente al ajetreo de Navidad y la emoción del viaje a Estados Unidos.

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