Actúa como si ellos no supieran nada hasta que te veas acorralado. Incluso entonces niégalo todo. Cuando dobló la siguiente esquina, la comisaría de policía apareció imponente ante él. Si iba a salir pitando, era ahora o nunca. Continuó pedaleando, hasta que se encontró a escasos metros de los escalones que ascendían hasta la entrada. Apretó con fuerza el freno hasta que la bicicleta aminoró la velocidad y se detuvo. Bajó y sujetó con candado su única posesión a la barandilla más cercana. Subió con parsimonia los escalones, pasó a través de las puertas giratorias y se encaminó nervioso hacia el mostrador de recepción. Dijo su nombre al oficial de servicio. Tal vez se trataba de un error.
– Tengo una cita con…
– Ah, sí -dijo el agente de servicio sin necesidad de consultar su lista, lo que no presagiaba nada bueno-. El inspector jefe le está esperando. Su despacho se encuentra en el piso catorce.
Malik se volvió y empezó a caminar hacia el ascensor, consciente de que el agente de servicio no le quitaba ojo ni un instante. Echó un vistazo a la entrada principal. Aquella era su última oportunidad de escapar, pensó, cuando las puertas del ascensor se abrieron. Entró en la abarrotada cabina, que efectuó varias paradas durante su interminable ascensión hasta el piso catorce. Cuando Malik llegó a su destino, sudaba profusamente, y su malestar no era debido al espacio apretujado ni a la falta de aire acondicionado.
Cuando las puertas se abrieron por fin, vio que estaba solo. Malik salió al único pasillo alfombrado de todo el edificio. Paseó la vista alrededor y entonces recordó su última visita. Se encaminó lentamente hacia el despacho que había al final del pasillo. Las palabras «Inspector jefe» estaban estarcidas con letras mayúsculas en la puerta.
Malik llamó muy suavemente con los nudillos. Tal vez había ocurrido algo importante y el inspector jefe había tenido que abandonar su despacho sin avisar. Oyó que una voz femenina le invitaba a entrar. Abrió la puerta y vio a la secretaria del inspector jefe sentada detrás de su mesa, tecleando muy deprisa. La mujer interrumpió su tarea en cuanto vio a Malik.
– El inspector jefe le está esperando -fueron sus únicas palabras. No sonrió ni frunció el ceño cuando se levantó de su silla. Tal vez desconocía el destino de Malik. La secretaria desapareció por una puerta y volvió a salir casi de inmediato-. El inspector jefe le recibirá ahora, señor Malik -dijo, y mantuvo la puerta abierta para dejarle pasar.
Malik entró en el despacho del inspector jefe, al que encontró sentado en su escritorio, con la vista baja, estudiando un expediente abierto. Levantó la cabeza y le miró a los ojos.
– Siéntate, Malik -dijo. Ni Raj ni señor; solo Malik.
Malik tomó asiento en la silla que había enfrente del inspector jefe. Guardó silencio e intentó disimular su nerviosismo, mientras veía cómo el segundero del reloj de la pared completaba un minuto.
– Malik -dijo al fin el inspector jefe, al tiempo que alzaba la vista de los papeles-, he estado leyendo el informe anual de tu supervisor.
Malik continuó en silencio. Sintió que una gota de sudor resbalaba por su nariz.
El inspector jefe bajó la vista de nuevo.
– Habla de tu trabajo en términos muy favorables -prosiguió Kumar- y solo tiene palabras de elogio para ti. Mucho mejor de lo que yo esperaba cuando te sentaste en esa silla hace un año. -El inspector jefe alzó la vista y sonrió-. De hecho, te recomienda para un ascenso.
– ¿Un ascenso? -preguntó Malik incrédulo.
– Sí, aunque no será fácil, porque en este momento no hay muchas vacantes. No obstante, creo que he encontrado un puesto muy adecuado a tus aptitudes.
– Oh, gracias, señor -dijo Malik, y se relajó por primera vez.
– Hay una vacante… -continuó el inspector jefe, mientras abría otro expediente y sonreía- de ayudante en el depósito de cadáveres municipal.
Extrajo una sola hoja de papel y empezó a leerla.
– Tu tarea consistiría en limpiar la sangre de las mesas de autopsia y fregar el suelo en cuanto los cadáveres hayan sido diseccionados y almacenados. Me han dicho que el hedor no es muy agradable, pero te proporcionarían una mascarilla, y no me cabe duda de que con el tiempo te acostumbrarías.-Continuó sonriendo a Malik-. El puesto conlleva el cargo de sub- supervisor, junto con el aumento de sueldo correspondiente. También significa otras ventajas, entre ellas, disponer de tu propia habitación justo encima del depósito de cadáveres; así que ya no tendrías que dormir en la YMCA. -El inspector jefe hizo una pausa-.Y si conservaras el puesto hasta los sesenta años, tendrías derecho a una modesta pensión. -El inspector jefe cerró el expediente y miró a Malik-. ¿Alguna pregunta?
– Solo una, señor -contestó Malik-, ¿Existe alguna otra opción?
– Oh, sí -respondió el inspector jefe-. Puedes pasar el resto de tu vida en la cárcel.
Sobre gustos no hay nada escrito
Aparte del hecho de que habían ido juntos al colegio, tenían poco en común.
Gian Lorenzo Venici era un niño diligente desde el primer día que pisó la escuela, a los cinco años, en tanto Paolo Castelli conseguía llegar siempre tarde, incluso el día que empezó el colegio.
Gian Lorenzo se sentía a gusto en el aula, con los libros, trabajos y exámenes, donde eclipsaba a todos sus compañeros. Paolo conseguía los mismos resultados en el campo de fútbol, con un cambio de paso, una finta y un disparo a gol que seducían tanto a su propio equipo como al contrario. Ambos jóvenes continuaron sus estudios en Santa Cecilia, el instituto más prestigioso de Roma, donde pudieron exhibir sus talentos ante un público más amplio.
Cuando su formación escolar hubo terminado, ambos continuaron progresando en Roma: Gian Lorenzo entró en la universidad más antigua del país como becario, Paolo en el club de fútbol más antiguo del país como delantero. Aunque no se movían en los mismos círculos, cada uno estaba entera do de los logros del otro. Mientras Gian Lorenzo cosechaba honores en un campo, Paolo lo hacía en otro, y ambos lograban sus metas.
Después de acabar la universidad Gian Lorenzo empezó a trabajar con su padre en la galería Venici. De inmediato se dispuso a convertir aquellos años de estudio en algo más práctico, pues deseaba emular a su padre y llegar a ser el marchante de arte más respetado de Italia.
Cuando Gian Lorenzo inició su aprendizaje, Paolo ya era capitán de la Roma. Entre los vítores y la adulación de sus admiradores, condujo a su equipo hasta el campeonato y la gloria europeos. A Gian Lorenzo le bastaba echar un vistazo a las últimas páginas de cualquier periódico, casi a diario, para seguir las hazañas de su antiguo compañero de clase, y a los ecos de sociedad para descubrir cuál era la última belleza que iba de su brazo: otra diferencia entre ellos.
Gian Lorenzo no tardó en descubrir que en la profesión que había elegido la reputación a largo plazo no se construía sobre un objetivo aislado, sino a base de horas de investigación, combinadas con el buen juicio. Había heredado de su padre dos de las cualidades más importantes para un marchante de arte: un buen ojo y un buen olfato. Antonio Venici enseñó también a su hijo no solo a mirar, sino sobre todo dónde mirar cuando buscaba una obra maestra. El anciano solo comerciaba con los mejores ejemplos de la pintura y la escultura del Renacimiento, que nunca aparecían en el mercado abierto. A menos que una pieza fuera exclusiva, Antonio no salía de su galería. Su hijo siguió sus pasos. La galería solo compraba y vendía tres, tal vez cuatro, cuadros al año, pero aquellos maestros cambiaban de manos por el mismo precio que uno de los arietes de la Roma. Después de cuarenta años en el negocio el padre de Gian Lorenzo sabía no solo quién poseía las grandes colecciones, sino, más importante aún, quién deseaba o, mejor todavía, quién necesitaba desprenderse de una obra maestra.
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