A todo esto se refiere como si hubiese sucedido ayer; como si tuviera el poder de andarse por el tiempo al derecho y al revés. «Tal vez porque su misión se cumple en un paisaje sin fechas», me digo. Pero ahora se percata fray Pedro de que el sol se oculta tras de los árboles, e interrumpe su hagiografía misionera para llamar a Yannes, nuevamente, en una grita conminatoria que no excluye el epíteto de arrieros buscando una bestia huida. Y cuando reaparece el griego, son tales los bastonazos que pega el fraile en una laja que, en el acto, nos vemos acurrucados en las curiaras. Al reanudarse la navegación, comprendo la causa del enojo de fray Pedro ante la demora del minero. Ahora el caño se estrecha cada vez más entre riberas inabordables que son como acantilados negros, anunciadores de paisajes distintos. Y, de pronto, la corriente nos arroja a toda la anchura de un río amarillo que desciende, atormentado de raudales y remolinos, hacia el Río Mayor, en cuyo costado habrá de prenderse, llevándole el caudal de torrentes de toda una vertiente de las Grandes Mesetas. El empuje del agua se acrece hoy, peligrosamente, con el peso de lluvias caídas en alguna parte. Tomando el oficio de baqueano, fray Pedro, con un pie afianzado en cada borde, va arrumbando las canoas con el bastón. Pero la resistencia es tremenda y la noche se nos viene encima sin que hayamos salido de lo más trabado de la lucha. De pronto, hay turbamulta en el cielo: baja un viento frío que levanta tremendas olas, los árboles sueltan torbellinos de hojas muertas, se pinta una manga de aire, y, sobre la selva bramante, estalla la tormenta. Todo se enciende en verde. El rayo amartilla con tal seguimiento que no termina una centella de alumbrar el horizonte cuando ya otra se le desprende enfrente, abriéndose en garfios que se hunden tras de montes nuevamente reaparecidos. La parpadeante claridad que viene de atrás, de adelante, de los lados, deslindada a veces por la tenebrosa silueta de islas cuyas marañas de árboles se yerguen sobre las aguas bullentes -esa luz de cataclismo, de lluvia de aerolitos, me produce un repentino espanto, al mostrarme la cercanía de los obstáculos, la furia de las corrientes, la pluralidad de los peligros.
No hay salvación posible para quien caiga en el tumulto que golpea, levanta, zarandea, nuestra barca. Perdida toda razón, incapaz de sobreponerme al miedo, me abrazó de Rosario, buscando el calor de su cuerpo, no ya con gesto de amante, sino de niño que se cuelga del cuello de su madre, y me dejo yacer en el piso de la curiara, metiendo el rostro en su cabellera, para no ver lo que ocurre y escapar, en ella, al furor que nos circunda. Pero difícil es olvidarlo, con el medio palmo de agua tibia que empieza a chapotear, dentro de la misma canoa, de proa a popa. Dominando apenas el equilibrio de las embarcaciones, vamos de raudal en raudal, picando de proa en los pailones, montando sobre peñas redondas, saltando adelante, sesgándonos de modo vertiginoso para agarrar un rápido de medio lado, siempre en el borde del vuelco, rodeados de espuma, sobre estas maderas torturadas que chillan por toda la quilla. Y para colmo empieza a llover. Acrece mi horror, ahora, la visión del capuchino, de barbas dibujadas en negro sobre los relámpagos, que ya no dirige la embarcación, sino reza. Con los dientes apretados, reguardando mi cabeza como se resguarda el cráneo del hijo nacido en un trance peligroso, Rosario parece de una sorprendente entereza. De bruces en el suelo, el Adelantado agarra a nuestros indios por sus cinturones, para impedir que un embate los arroje al agua, y puedan seguir defendiéndonos con sus remos. Prosigue la terrible lucha durante un tiempo que mi angustia hace inacabable.
Comprendo que el peligro ha pasado cuando fray Pedro vuelve a pararse en la proa, afincando los pies en las bordas. La tormenta se lleva sus últimos rayos, tan pronto como los trajo, cerrando la tremebunda sinfonía de sus iras con el acorde de un trueno muy rodado y prolongado, y la noche se llena de ranas que cantan su júbilo en todas las orillas.
Desarrugando el lomo, el río sigue su camino hacia el Océano remoto. Agotado por la tensión nerviosa, me duermo sobre el pecho de Rosario. Pero en seguida descansa la canoa en varadero de arena, y al saberme nuevamente sobre la tierra segura, a la que salta fray Pedro con un: «¡Gracias a Dios!», comprendo que ha pasado la Segunda Prueba.
(Miércoles, 20 de junio)
Después de un sueño de muchas horas, agarré un cántaro y bebí largamente de su agua. Al dejarlo de lado, viendo que quedaba al nivel de mi cara, comprendí, aún mal despierto, que me hallaba en el suelo, acostado sobre una estera de paja muy delgada.
Olía a humo de leña. Había un techo sobre mí.
Recordé entonces el desembarco de una ensenada; la caminata hacia la aldea de los indios; la sensación de agotamiento y de resfrío que llevara al Adelantado a hacerme tragar varios sorbos de un aguardiente tremendamente fuerte -del que aquí llaman estómago de fuego -, que sólo probaba a modo de remedio. Detrás de mí, amasando el casabe, había varias indias de pecho desnudo, con el sexo apenas oculto por un guayuco blanco, sujeto a la cintura con un cordón pasado entre las nalgas. De las paredes de hojas de moriche colgaban arcos y flechas de pesca y de caza, cerbatanas, carcajes de dardos envenenados, taparas de curare, y unas paletas de forma de espejo de mano que servían -lo sabría después – para la maceración de una semilla dispensadora de embriaguez, cuyos polvos se aspiraban por canutos hechos con esternones de pájaros. Frente a la entrada, entre ramas aspadas, tres anchos peces rojiviolados se tostaban sobre un lecho de brasas.
Nuestras hamacas, puestas a secar, me recordaron por qué habíamos dormido en el suelo. Con el cuerpo algo adolorido salí de la churuata, miré, y me detuve estupefacto, con la boca llena de exclamaciones que nada podían por librarme de mi asombro.
Allá, detrás de los árboles gigantescos, se alzaban unas moles de roca negra, enormes, macizas, de flaneos verticales, como tiradas a plomada, que eran presencia y verdad de monumentos fabulosos. Tenía mi memoria que irse al mundo del Bosco, a las Babeles imaginarias de los pintores de lo fantástico, de los más alucinados ilustradores de tentaciones de santos, para hallar algo semejante a lo que estaba contemplando. Y aun cuando encontraba una analogía, tenía que renunciar a ella, al punto, por una cuestión de proporciones. Esto que miraba era algo como una titánica ciudad -ciudad de edificaciones múltiples y espaciadas-, con escaleras ciclópeas, mausoleos metidos en las nubes, explanadas inmensas dominadas por extrañas fortalezas de obsidiana, sin almenas ni troneras, que parecían estar ahí para defender la entrada de algún reino prohibido al hombre.
Y allá, sobre aquel fondo de cirros, se afirmaba la Capital de las Formas: una increíble catedral gótica, de una milla de alto, con sus dos torres, su nave, su ábside y sus arbotantes, montada sobre un peñón cónico hecho de una materia extraña, con sombrías irisaciones de hulla. Los campanarios eran barridos por nieblas espesas que se atorbellinaban al ser rotas por los hilos del granito. En las proporciones de esas Formas rematadas por vertiginosas terrazas, flanqueadas con tuberías de órgano, había algo tan fuera de lo real -morada de dioses, tronos y graderíos destinados a la celebración de algún Juicio Final- que el ánimo, pasmado, no buscaba la menor interpretación de aquella desconcertante arquitectura telúrica, aceptando sin razonar su belleza vertical e inexorable. El sol, ahora, ponía reflejos de mercurio sobre el imposible templo más colgado del cielo que encajado en la tierra. En planos de evanescencias, que se definían por el mayor o menor ensombramiento de sus valores, se divisaban otras Formas, de la misma familia geológica, de cuyos bordes se descolgaban cascadas de cien rebotes, que acababan por quebrarse en lluvia antes de llegar a las copas de los árboles. Casi agobiado por tal grandeza, me resigné, al cabo de un momento, a bajar los ojos al nivel de mi estatura. Varias chozas orillaban un remanso de aguas negras. Un niño se me acercó, mal parado sobre sus piernas inseguras, mostrándome una diminuta pulsera de peonías. Allá, donde corrían grandes aves negras, de pico anaranjado, aparecieron varios indios, trayendo pescados ensartados en un palo por las agallas. Más lejos, con los crios colgados de los pezones, algunas madres tejían. Al píe de un árbol grande, Rosario, rodeada de ancianas que machacaban tubérculos lechosos, lavaba ropas mías. En su manera de arrodillarse junto al agua, con el pelo suelto y el hueso de restregar en la mano, recobraba una silueta ancestral que la ponía mucho más cerca de las mujeres de aquí que de las que hubieran contribuido con su sangre, en generaciones pasadas, a aclarar su tez. Comprendí por qué la que era ahora mi amante me había dado una tal impresión de raza, el día que la viera regresar de la muerte a la orilla de un alto camino. Su misterio era emanación de un mundo remoto, cuya luz y cuyo tiempo no me eran conocidos. En torno mío cada cual estaba entregado a las ocupaciones que le fueran propios, en un apacible concierto de tareas que eran las de una vida sometida a los ritmos primordiales.
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