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Jorge Borges: Seis problemas para don Isidro Parodi

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Jorge Borges Seis problemas para don Isidro Parodi

Seis problemas para don Isidro Parodi: краткое содержание, описание и аннотация

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Amantes del género policial, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares dieron cauce de expresión a las inquietudes y solaces fruto de su común afición en los singulares relatos que toman como eje a un «detective» o investigador no menos singular: Isidro Parodi, «el penado de la celda 273» de la Penitenciaría Nacional, que resuelve los casos que le plantean sin moverse de ella. Publicado en 1942 bajo el pseudónimo común de H. Bustos Domecq, SEIS PROBLEMAS PARA DON ISIDRO PARODI está integrado por seis piezas que, pese a ser completamente independientes, van desplegando en un segundo plano ante el lector todo un elenco de personajes que, sometidos a un baño de humor corrosivo que les imprime rasgos y aires propios de «grand guignol», sirven de articuladores de unas tramas que hunden su raíz en la mejor tradición del cuento de misterio. (Alianza Ed.) Las doce figuras del mundo Las noches de Goliadkin El dios de los toros Las previsiones de Sangiácomo La víctima de Tadeo Limardo La prolongada busca de Tal An

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»Abenjaldún estaba tirado en la alfombra, tenía la boca toda babosa y con sangre; lo palpé; estaba calentito todavía, pero ya era cadáver. En el cuarto no había nadie. Vi la caña, que se me había caído de la mano; tenía sangre en la punta. Recién entonces comprendí que yo lo había matado. Sin duda, cuando oí la risa y el grito, me confundí un momento y cambié el orden de las figuras: esa confusión había costado la vida de un hombre. Tal vez la de los cuatro maestros… Me asomé a la galería y los llamé. Nadie me contestó. Aterrado, huí por los fondos, repitiendo en voz baja el Carnero, el Toro, los Gemelos, para que el mundo no se viniera abajo. En seguida llegué a la tapia y eso que la quinta tiene tres cuartos de manzana; siempre el Tullido Ferrarotti me sabía decir que mi porvenir estaba en las carreras de medio fondo. Pero esa noche fui una revelación en salto en alto. De un saque salvé la tapia, que tiene casi dos metros; cuando estaba levantándome de la zanja y sacándome una porción de cascos de botella que se me habían incrustado por todos lados, empecé a toser con el humo. De la quinta salía un humo negro y espeso como lana de colchón. Aunque no estaba entrenado, corrí como en mis buenos tiempos; al llegar a Rosetti me di vuelta: había una luz como de 25 de Mayo en el cielo, la casa estaba ardiendo. ¡Ahí tiene lo que puede significar un cambio en las figuras! De pensarlo, la boca se me puso más seca que lengua de loro. Divisé un agente en la esquina, y di marcha atrás; después me metí en unos andurriales que es una vergüenza que haya todavía en la Capital; yo sufría como argentino, le aseguro, y me tenían mareado unos perros, que bastó que uno solo ladrara para que todos se pusieran a ensordecerme desde muy cerca, y en esos barriales del oeste no hay seguridad para el peatón ni vigilancia de ninguna especie. De pronto me tranquilicé, porque vi que estaba en la calle Charlone; unos infelices que estaban de patota en un almacén se pusieron a decir "el Carnero, el Toro" y a hacer ruidos que están mal en una boca; pero yo no les llevé el apunte y pasé de largo. ¿Quiere creer que sólo al rato me di cuenta que yo había estado repitiendo las figuras, en voz alta? Volví a perderme. Usted sabe que en esos barrios ignoran los rudimentos del urbanismo y las calles están perdidas en un laberinto. Ni se me pasó por la cabeza tomar algún vehículo: llegué a casa con el calzado hecho una miseria, a la hora en que salen los basureros. Yo estaba enfermo de cansancio esa madrugada. Creo que hasta tenía temperatura. Me tiré en la cama, pero resolví no dormir, para no distraerme de las figuras.

»A las doce del día mandé parte de enfermo a la redacción y a las Obras Sanitarias. En eso entró mi vecino, el viajante de la Brancato, y se hizo firme y me llevó a su pieza a tomar una tallarinada. Le hablo con el corazón en la mano: al principio me sentí un poco mejor. Mi amigo tiene mucho mundo y destapó un moscato del país. Pero yo no estaba para diálogos finos y, aprovechando que el tuco me había caído como un plomo, me fui a mi pieza. No salí en todo el día. Sin embargo, como no soy un ermitaño y me tenía preocupado lo de la víspera, le pedí a la patrona que me trajera las Noticias. Sin tan siquiera examinar la página de los deportes, me engolfé en la crónica policial y vi la fotografía del siniestro: a las 0,23 de la madrugada había estallado un incendio de vastas proporciones en la casaquinta del doctor Abenjaldún, sita en Villa Mazzini. A pesar de la encomiable intervención de la Seccional de Bomberos, el inmueble fue pasto de las llamas, habiendo perecido en la combustión su propietario, el distinguido miembro de la colectividad siriolibanesa, doctor Abenjaldún, uno de los grandes pioneers de la importación de substitutos del linóleum. Quedé horrorizado. Baudizzone, que siempre descuida su página, había cometido algunos errores: por ejemplo; no había mencionado para nada la ceremonia religiosa, y decía que esa noche se habían reunido para leer la Memoria y renovar autoridades. Poco antes del siniestro habían abandonado la quinta los señores Jalil, Yusuf e Ibrahim. Estos declararon que hasta las 24 estuvieron departiendo amigablemente con el extinto, que, lejos de presentir la tragedia que pondría un punto final a sus días y convertiría en cenizas una residencia tradicional de la zona del oeste, hizo gala de su habitual sprit. El origen de la magna conflagración quedaba por aclarar.

»A mí no me asusta el trabajo, pero desde entonces no he vuelto al diario ni a las Obras, y ando con el ánimo por el suelo. A los dos días me vino a visitar un señor muy afable, que me interrogó sobre mi participación en la compra de escobillones y trapos de rejilla para la cantina del personal del corralón de la calle Bucarelli; después cambió de tema y habló de las colectividades extranjeras y se interesó especialmente en la siriolibanesa. Prometió, sin mayor seguridad, repetir la visita. Pero no volvió. En cambio, un desconocido se instaló en la esquina y me sigue con sumo disimulo por todos lados. Yo sé que usted no es hombre de dejarse enredar por la policía ni por nadie. Sálveme, don Isidro, ¡estoy desesperado!

– Yo no soy brujo ni ayunador para andar resolviendo adivinanzas. Pero no te voy a negar una manita. Eso sí, con una condición. Prométeme que me vas a hacer caso en todo.

– Como usted diga, don Isidro.

– Muy bien. Vamos a empezar en seguida. Decí en orden las figuras del almanaque.

– El Carnero, el Toro, los Gemelos, el Cangrejo, el León, la Virgen, la Balanza, el Escorpión, el Sagitario, el Capricornio, el Acuario, los Peces.

– Muy bien. Ahora decilos al revés.

Molinari, pálido, balbuceó:

– El Ronecar, el Roto…

– Salí de ahí con esas compadradas. Te digo que cambies el orden, que digas de cualquier modo las figuras.

– ¿Que cambie el orden? Usted no me ha entendido, don Isidro, eso no se puede…

– ¿No? Decí la primera, la última y la penúltima.

Molinari, aterrado, obedeció. Después miró a su alrededor.

– Bueno, ahora que te has sacado de la cabeza esas fantasías, te vas para el diario. No te hagás mala sangre.

Mudo, redimido, aturdido, Molinari salió de la cárcel. Afuera, estaba esperándolo el otro.

II

A la semana, Molinari admitió que no podía postergar una segunda visita a la Penitenciaría. Sin embargo, le molestaba encararse con Parodi, que había penetrado su presunción y su miserable credulidad. ¡Un hombre moderno, como él, haberse dejado embaucar por unos extranjeros fanáticos! Las apariciones del señor afable se hicieron más frecuentes y más siniestras: no sólo hablaba de los siriolibaneses, sino de los drusos del Líbano; su diálogo se había enriquecido de temas nuevos; por ejemplo, la abolición de la tortura en 1813, las ventajas de una picana eléctrica recién importada de Bremen por la Sección Investigaciones, etc.

Una mañana de lluvia, Molinari tomó el ómnibus en la esquina de Humberto I. Cuando bajó en Palermo, bajó también el desconocido, que había pasado de los anteojos a la barba rubia…

Parodi, como siempre, lo recibió con cierta sequedad; tuvo el tino de no aludir al misterio de Villa Mazzini: habló, tema habitual en él, de lo que puede hacer el hombre que tiene un sólido conocimiento de la baraja. Evocó la memoria tutelar del Lince Rivarola, que recibió un sillazo en el momento mismo de extraer un segundo as de espadas de un dispositivo especial que tenía en la manga. Para complementar esa anécdota, extrajo de un cajón un mazo grasiento, lo hizo barajar por Molinari y le pidió que extendiera los naipes sobre la mesa, con las figuras para abajo. Le dijo:

– Amiguito, usted que es brujo, le va a dar a este pobre anciano el cuatro de copas.

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