Gabriel Márquez - El otoño del patriarca

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Gabriel García Márquez ha declarado una y otra vez que El otoño del patriarca es la novela en la que más trabajo y esfuerzo invirtió. En efecto, García Márquez ha construido una maquinaria narrativa perfecta que desgrana una historia universal -la agonía y muerte de un dictador- en forma cíclica, experimental y real al mismo tiempo, en seis bloques narrativos sin diálogos, sin puntos y aparte, repitiendo una anécdota siempre igual y siempre distinta, acumulando hechos y descripciones deslumbrantes.

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sabíamos que había alguien en la casa civil porque de noche se veían luces que parecían de navegación a través de las ventanas del lado del mar, y quienes se atrevieron a acercarse oyeron desastres de pezuñas y suspiros de animal grande detrás de las paredes fortificadas, y una tarde de enero habíamos visto una vaca contemplando el crepúsculo desde el balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria, qué cosa más inicua, qué país de mierda, pero se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por las escaleras, y menos si eran de piedra, y mucho menos si estaban alfombradas, que al final no supimos si en realidad la vimos o si era que pasamos una tarde por la Plaza de Armas y habíamos soñado caminando que habíamos visto una vaca en un balcón presidencial donde nada se había visto ni había de verse otra vez en muchos años hasta el amanecer del último viernes cuando empezaron a llegar los primeros gallinazos que se alzaron de donde estaban siempre adormilados en la cornisa del hospital de pobres, vinieron más de tierra adentro, vinieron en oleadas sucesivas desde el horizonte del mar de polvo donde estuvo el mar, volaron todo un día en círculos lentos sobre la casa del poder hasta que un rey con plumas de novia y golilla encarnada impartió una orden silenciosa y empezó aquel estropicio de vidrios, aquel viento de muerto grande, aquel entrar y salir de gallinazos por las ventanas como sólo era concebible en una casa sin autoridad, de modo que también nosotros nos atrevimos a entrar y encontramos en el santuario desierto los escombros de la grandeza, el cuerpo picoteado, las manos lisas de doncella con el anillo del poder en el hueso anular, y tenía todo el cuerpo retoñado de liqúenes minúsculos y animales parasitarios de fondo de mar, sobre todo en las axilas y en las ingles, y tenía el braguero de lona en el testículo herniado que era lo único que habían eludido los gallinazos a pesar de ser tan grande como un riñón de buey, pero ni siquiera entonces nos atrevimos a creer en su muerte porque era la segunda vez que lo encontraban en aquella oficina, solo y vestido, y muerto al parecer de muerte natural durante el sueño, como estaba anunciado desde hacía muchos años en las aguas premonitorias de los lebrillos de las pitonisas. La primera vez que lo encontraron, en el principio de su otoño, la nación estaba todavía bastante viva como para que él se sintiera amenazado de muerte hasta en la soledad de su dormitorio, y sin embargo gobernaba como si se supiera predestinado a no morirse jamás, pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno. El hombre de la casa no sólo participaba de aquel desastre de feria sino que él mismo lo promovía y comandaba, pues tan pronto como se encendían las luces de su dormitorio, antes de que empezaran a cantar los gallos, la diana de la guardia presidencial mandaba el aviso del nuevo día al cercano cuartel del Conde, y éste lo repetía para la base de San Jerónimo, y ésta para la fortaleza del puerto, y ésta volvía a repetirlo para las seis dianas sucesivas que despertaban primero a la ciudad y luego a todo el país, mientras él meditaba en el excusado portátil tratando de apagar con las manos el zumbido de sus oídos, que entonces empezaba a manifestarse, y viendo pasar la luz de los buques por el voluble mar de topacio que en aquellos tiempos de gloria estaba todavía frente a su ventana. Todos los días, desde que tomó posesión de la casa, había vigilado el ordeño en los establos para medir con su mano la cantidad de leche que habían de llevar las tres carretas presidenciales a los cuarteles de la ciudad, tomaba en la cocina un tazón de café negro con cazabe sin saber muy bien para dónde lo arrastraban las ventoleras de la nueva jornada, atento siempre al cotorreo de la servidumbre que era la gente de la casa con quien hablaba el mismo lenguaje, cuyos halagos serios estimaba más y cuyos corazones descifraba mejor, y un poco antes de las nueve tomaba un baño lento de aguas de hojas hervidas en la alberca de granito construida a la sombra de los almendros de su patio privado, y sólo después de las once conseguía sobreponerse a la zozobra del amanecer y se enfrentaba a los azares de la realidad. Antes, durante la ocupación de los infantes de marina, se encerraba en la oficina para decidir el destino de la patria con el comandante de las tropas de desembarco y firmaba toda clase de leyes y mandatos con la huella del pulgar, pues entonces no sabía leer ni escribir, pero cuando lo dejaron solo otra vez con su patria y su poder no volvió a emponzoñarse la sangre con la conduerma de la ley escrita sino que gobernaba de viva voz y de cuerpo presente a toda hora y en todas partes con una parsimonia rupestre pero también con una diligencia inconcebible a su edad, asediado por una muchedumbre de leprosos, ciegos y paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la salud, y políticos de letras y aduladores impávidos que lo proclamaban corregidor de los terremotos, los eclipses, los años bisiestos y otros errores de Dios, arrastrando por toda la casa sus grandes patas de elefante en la nieve mientras resolvía problemas de estado y asuntos domésticos con la misma simplicidad con que ordenaba que me quiten esta puerta de aquí y me la pongan allá, la quitaban, que me la vuelvan a poner, la ponían, que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga, se cumplía, sin un instante de vacilación, sin una pausa, salvo a la hora mortal de la siesta en que se refugiaba en la penumbra de las concubinas, elegía una por asalto, sin desvestirla ni desvestirse, sin cerrar la puerta, y en el ámbito de la casa se escuchaba entonces su resuello sin alma de marido urgente, el retintín anhelante de la espuela de oro, su llantito de perro, el espanto de la mujer que malgastaba su tiempo de amor tratando de quitarse de encima la mirada escuálida de los sietemesinos, sus gritos de lárguense de aquí, váyanse a jugar en el patio que esto no lo pueden ver los niños, y era como si un ángel atravesara el cielo de la patria, se apagaban las voces, se paró la vida, todo el mundo quedó petrificado con el índice en los labios, sin respirar, silencio, el general está tirando, pero quienes mejor lo conocieron no confiaban ni siquiera en la tregua de aquel instante sagrado, pues siempre parecía que se desdoblaba, que lo vieron jugando dominó a las siete de la noche y al mismo tiempo lo habían visto prendiendo fuego a las bostas de vaca para ahuyentar los mosquitos en la sala de audiencias, ni nadie se alimentaba de ilusiones mientras no se apagaban las luces de las últimas ventanas y se escuchaba el ruido de estrépito de las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio presidencial, y se oía el golpe del cuerpo al derrumbarse de cansancio en el suelo de piedra, y la respiración de niño decrépito que se iba haciendo más profunda a medida que montaba la marea, hasta que las arpas nocturnas del viento acallaban las chicharras de sus tímpanos y un ancho maretazo de espuma arrasaba las calles de la rancia ciudad de los virreyes y los bucaneros e irrumpía en la casa civil por todas las ventanas como un tremendo sábado de agosto que hacía crecer percebes en los espejos y dejaba la sala de audiencias a merced de los delirios de los tiburones y rebasaba los niveles más altos de los océanos prehistóricos, y desbordaba la faz de la tierra, y el espacio y el tiempo, y sólo quedaba él solo flotando bocabajo en el agua lunar de sus sueños de ahogado solitario, con su uniforme de lienzo de soldado raso, sus polainas, su espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada.Читать дальше
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