Gabriel Márquez - Los Funerales De La Mamá Grande
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– Me voy a comprar una hilera de vestidos -dijo Dámaso, y señaló con el índice un ropero imaginario del tamaño de la pared-. Desde aquí hasta allí. Y además cincuenta pares de zapatos.
– Dios te oiga -dijo Ana.
Dámaso fijó en ella una mirada seria.
– No te interesan mis cosas -dijo.
– Están muy lejos para mí -dijo Ana. Apagó la lámpara, se acostó contra la pared, y agregó con una amargura cierta-: Cuando tú tengas treinta años yo tendré cuarenta y siete.
– No seas boba -dijo Dámaso.
Se palpó los bolsillos en busca de los fósforos.
– Tú tampoco tendrás que aporrear más ropa -dijo, un poco desconcertado. Ana le dio fuego. Miró la llama hasta que el fósforo se extinguió, y tiró la ceniza. Estirado en la cama, Dámaso siguió hablando.
– ¿Sabes de qué hacen las bolas de billar?
Ana no respondió.
– De colmillos de elefantes -prosiguió él-. Son tan difíciles de encontrar que se necesita un mes para que vengan. ¿Te das cuenta?
– Duérmete -lo interrumpió Ana-. Tengo que levantarme a las cinco.
Dámaso había vuelto a su estado natural. Pasaba la mañana en la cama, fumando, y después de la siesta empezaba a arreglarse para salir. Por la noche escuchaba en el salón de billar la transmisión radial del campeonato de béisbol. Tenía la virtud de olvidar sus proyectos con tanto entusiasmo como necesitaba para concebirlos.
– ¿Tienes plata? -preguntó el sábado a su mujer.
– Once pesos -respondió ella. Y agregó suavemente-: Es la plata del cuarto.
– Te propongo un negocio.
– ¿Qué?
– Préstamelos.
– Hay que pagar el cuarto.
– Se paga después.
Ana sacudió la cabeza. Dámaso la agarró por la muñeca y le impidió que se levantara de la mesa, donde acababan de desayunar.
– Es por pocos días -dijo acariciándole el brazo con una ternura distraída-. Cuando venda las bolas tendremos plata para todo.
Ana no cedió. Esa noche, en el cine, Dámaso no le quitó la mano del hombro ni siquiera cuando conversó con sus amigos en el intermedio. Vieron la película a retazos. Al final, Dámaso estaba impaciente.
– Entonces tendré que robarme la plata -dijo.
Ana se encogió de hombros.
– Le daré un garrotazo al primero que encuentre -dijo Dámaso empujándola por entre la multitud que abandonaba el cine-. Así me llevarán a la cárcel por asesino.
Ana sonrió en su interior. Pero continuó inflexible. A la mañana siguiente, después de una noche tormentosa, Dámaso se vistió con una urgencia ostensible y amenazante. Pasó junto a su mujer, gruñendo:
– No vuelvo más nunca.
Ana no pudo reprimir un ligero temblor.
– Feliz viaje -gritó.
Después del portazo empezó para Dámaso un domingo vacío e interminable. La vistosa cacharrería del mercado público y las mujeres vestidas de colores brillantes que salían con sus niños de la misa de ocho, ponían toques alegres en la plaza, pero el aire empezaba a endurecerse de calor.
Pasó el día en el salón de billar. Un grupo de hombres jugó a las cartas en la mañana y antes del almuerzo hubo una afluencia momentánea. Pero era evidente que el establecimiento había perdido su atractivo. Sólo al anochecer, cuando empezaba la transmisión del béisbol, recobraba un poco de su antigua animación.
Después de que cerraron el salón, Dámaso se encontró sin rumbo en una plaza que parecía desangrarse. Descendió por la calle paralela al puerto, siguiendo el rastro de una música alegre y remota. Al final de la calle había una sala de baile enorme y escueta, adornada con guirnaldas de papel descolorido y al fondo de la sala una banda de músicos sobre una tarima de madera. Adentro flotaba un sofocante olor a carmín de labios.
Dámaso se instaló en el mostrador. Cuando terminó la pieza, el muchacho que tocaba los platillos en la banda recogió monedas entre los hombres que habían bailado. Una muchacha abandonó su pareja en el centro del salón y se acercó a Dámaso.
– Qué hubo, Jorge Negrete.
Dámaso la sentó a su lado. El cantinero, empolvado y con un clavel en la oreja, preguntó en falsete:
– ¿Qué toman?
La muchacha se dirigió a Dámaso.
– ¿Qué tomamos?
– Nada.
– Es por cuenta mía.
– No es eso -dijo Dámaso-. Tengo hambre.
– Lástima -suspiró el cantinero-. Con esos ojos.
Pasaron al comedor en el fondo de la sala. Por la forma del cuerpo la muchacha parecía excesivamente joven, pero la costra de polvo y colorete y el barniz de los labios impedían conocer su verdadera edad. Después de comer, Dámaso la siguió al cuarto, al fondo de un patio oscuro donde se sentía la respiración de los animales dormidos. La cama estaba ocupada por un niño de pocos meses envuelto en trapos de colores. La muchacha puso los trapos en una caja de madera, acostó al niño dentro, y luego puso la caja en el suelo.
– Se lo van a comer los ratones -dijo Dámaso.
– No se lo comen -dijo ella.
Se cambió el traje rojo por otro más descotado con grandes flores amarillas.
– ¿Quién es el papá? -preguntó Dámaso.
– No tengo la menor idea -dijo ella. Y después, desde la puerta-: Vuelvo en seguida.
La oyó cerrar el candado. Fumó varios cigarrillos, tendido boca arriba y con la ropa puesta. El lienzo de la cama vibraba al compás del bambo. No supo en qué momento se durmió. Al despertar, el cuarto parecía más grande en el vacío de la música.
La muchacha se estaba desvistiendo frente a la cama.
– ¿Qué hora es?
– Como las cuatro -dijo ella-. ¿No ha llorado el niño?
– Creo que no -dijo Dámaso.
La muchacha se acostó muy cerca de él, escrutándolo con los ojos ligeramente desviados mientras le desabotonaba la camisa. Dámaso comprendió que ella había estado bebiendo en serio. Trató de apagar la lámpara.
– Déjala así -dijo ella-. Me encanta mirarte los ojos.
El cuarto se llenó de ruidos rurales desde el amanecer. El niño lloró. La muchacha lo llevó a la cama y le dio de mamar, cantando entre dientes una canción de tres notas, hasta que todos se durmieron. Dámaso no se dio cuenta de que la muchacha despertó hacia las siete, salió del cuarto y regresó sin el niño.
– Todo el mundo se va para el puerto -dijo.
Dámaso tuvo la sensación de no haber dormido más de una hora en toda la noche.
– ¿A qué?
– A ver al negro que se robó las bolas -dijo ella-. Hoy se lo llevan.
Dámaso encendió un cigarrillo.
– Pobre hombre -suspiró la muchacha.
– Pobre por qué -dijo Dámaso-. Nadie lo obligó a ser ratero.
La muchacha pensó un momento con la cabeza apoyada en su pecho. Dijo en voz muy baja:
– No fue él.
– Quién dijo.
– Yo lo sé -dijo ella-. La noche que se metieron en el salón de billar el negro estaba con Gloria, y pasó todo el día siguiente en su cuarto hasta por la noche. Después vinieron diciendo que lo habían cogido en el cine.
– Gloria se lo puede decir a la policía.
– El negro se lo dijo -dijo ella-. El alcalde vino donde Gloria, volteó el cuarto al derecho y al revés, y dijo que la iba a llevar a la cárcel por cómplice. Al fin se arregló por veinte pesos.
Dámaso se levantó antes de las ocho.
– Quédate -le dijo la muchacha-. Voy a matar una gallina para el almuerzo.
Dámaso sacudió la peinilla en la palma de la mano antes de guardársela en el bolsillo posterior del pantalón.
– No puedo -dijo, atrayendo a la muchacha por las muñecas. Ella se había lavado la cara, y era en verdad muy joven, con unos ojos grandes y negros que le daban un aire desamparado. Lo abrazó por la cintura.
– Quédate -insistió.
– ¿Para siempre?
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