Francisco Ayala - Relatos

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No deja de ser curioso y hasta sorprendente que, considerando la escasa atención que tradicionalmente el cuento ha merecido por parte de los estudiosos, un autor que, como Francisco Ayala, se ha dedicado con preferencia al relato breve y que es autor de únicamente dos novelas importantes, haya conseguido la nombradía de que disfruta.

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Erika bebía a breves sorbos su taza de café.

V

Como era Navidad, el cartero -honrado funcionario del Estado- había traído un paquete muy revestido de sellos: una caja de cartón, por correo interior. Erika encontró dentro otra, más pequeña, caja de bombones y una ramita del árbol de Noel. Bajo ella, tres tarjetas de visita; el regalo procedía de Frieda, Bruno y Trude, amigos de la infancia.

Erika transpiraba felicidad, y la señora Schmidt reproducía en su rostro, débilmente, la emoción de su hija (en la que participaba, desde luego).

Todavía, unas líneas de Frieda proponiendo una excursión dominical a la montaña nevada. Esto era agradable. Siempre es agradable una excursión a la nieve, con tres amigos de la escuela… Estrictamente hablando, sólo Frieda era amiga de la escuela -no sus hermanos-. En aquella época pasaban juntos los domingos; vivían con su abuelo a la orilla del lago, en una casita de madera, y Erika iba todos los domingos a visitarles. Con frecuencia encontraba a Trude andando con sus pasos menudos ante la casita. Le temblaba en la cabeza un lazo tieso, color rosa. Y también la casita estaba pintada de color rosa. Junto a ella, naturalmente, había un hermoso gallo, y este gallo era, desde tiempo inmemorial, enemigo de Trude. Trude llevaba siempre caídos los calcetines; el gallo picoteaba siempre en no se sabe qué montones indistintos. Pero Cuando ella pasaba cerca, arrastrando por los breves senderos su trineo de juguete, el gallo se engallaba, la miraba con su perfil de sierra. (Un gallo es, en verdad, un extraño ser.) En cierta ocasión se había comido las Cuentas de un collar roto de Trude, y sólo pudieron consolarla cuando el farmacéutico prometió hacerle otro de píldoras arsenicales, y, además, unos pendientes con discos de aspirina. La enemistad había crecido desde aquel día, y a partir de entonces el gallo se mostraba más implacable, persiguiéndola con las alas desvencijadas hasta golpear con su pico la puerta de la casita.

Frieda se burlaba de esta pequeña historia sin importancia, y Bruno ni siquiera hacía caso de ella. Así como otros chicos apedrean las lunas de los escaparates, él rompía la plancha de cristal que cubre el lago, cansado de deslizar la vista en un paisaje raso, donde sólo era grande un barco prisionero en el agua desde los últimos días del otoño.

De todo esto habían pasado varios años, y hasta la Trude misma estaba hecha ahora una chica formada.

El bosque dormía aplastado, con ese tono inefable de las altas cristaleras y de los paisajes nórdicos. De espacio en espacio saltaba Erika por entre los pinos, de cuyas ramas caían, desgajados, al suelo, o tal vez sobre su cabeza, maduros racimos de nieve, que se desgranaban en la nieve homogénea.

Delante, Erika. Y siguiéndola, sus tres compañeros, peregrinando con los esquís por las sendas del bosque, intactas. Nadie hablaba, nadie reía. Como gorriones friolentos, saltaban los cuatro de espacio en espacio, sin hablar ni reír. Atrás quedaba una estela de bufandas azules.

Un tren pequeñito los había llevado -los esquís, entonces a la espalda, les daban aspecto alífero- hasta dejarles al pie de la montaña. El cielo estaba desconchado, sucio de algodones y bilis. La tierra resplandecía fúnebre. En ella, sólo los pinos de abatidos brazos. Nada más en ella. Alguna vez acaso cruzaba lejos, ciervo increíble, cualquier solitario deportista.

Los cuatro amigos seguían rutas nuevas, largas. Los cuatro sin hablar ni reír, ligeros: Erika, Frieda, Bruno y Trude.

Bruno había llevado una máquina fotográfica para hacer más desesperado y más fijo el silencio.

Dijo Trude, la pequeña:

Hoy domingo no asoma Dios.

Y era verdad. Taciturno como nunca, escondía su secreto angustioso, mientras ellos volaban de altura en altura.

El cuerpo de Erika se dobló, viró con el ímpetu y la ceguera de su pecho abierto. Hubo un ruido agrio, de tablas rotas. Una pina, un corazón seco, había rodado sobre la nieve. Sobre la nieve quedó tendida la muchacha, con los brazos vueltos, con los ojos vueltos.

Los tres hermanos la rodearon, con sus altos bordones y sus suelas larguísimas. Le desabrocharon el traje para frotarle su carne de violetas magulladas. Sus labios sonreían.

– ¡Qué blanca la Erika! -observó Bruno.

Sus hermanas callaban, junto a ella. Jazmines rotos, fríos soles sin sol, todo callaba junto a ella. El cielo, torvo, comenzó a escupir en la nieve.

Aquel domingo, Dios, el Buen Dios, quería ignorar.

(1930)

Historia de macacos

De Historias de macacos (1955)

I

Si yo, en vista de que para nada mejor sirvo, me decidiera por fin a pechar con tan inútil carga, y emprendiera la tarea de cantar los fastos de nuestra colonia -revistiéndolos acaso con el purpúreo ropaje de un poema heroico-grotesco en octavas reales, según lo he pensado alguna vez en horas de humor negro-, tendría que destacar aquel banquete entre los más señalados acontecimientos de nuestra vida pública. Memorable, de veras memorable iba a ser en efecto, por razones varias, esa cena de despedida; y, en su caso, no resultaría exagerada la habitual fraseología del periodiquín local, ni las hipérboles y ponderaciones con que pudiera el inefable Toñino Azucena reseñar en la radio el social evento. Ya el mero hecho de reunirse, o reunirnos, los capitostes para festejar a uno de los nuestros con motivo de su regreso «al seno de la civilización», bastaba y sobraba; era de por sí toda una sensación en el empantanado tedio de nuestra existencia, aunque no hubiera habido detrás lo que había, ni hubiera descubierto lo que descubrió, ni tenido las consecuencias que tuvo. Pero es que, además, este banquete de despedida presentaba desde el comienzo características muy singulares. Por lo pronto, era el propio director de Expediciones y Embarques quien ofrecía a los demás el agasajo en lugar de recibirlo. Había insistido en su deseo de retribuir así las innumerables atenciones que, durante su «campaña africana», recibieron de nosotros tanto él, Robert, como, sobre todo, su esposa. Y no hay que decir el efecto que esta idea -un poco extravagante de cualquier manera- debía producirnos a todos y cada uno de nosotros, dados los antecedentes del caso. Como bien podía preverse, dio pábulo a la chacota general, y en este sentido se distinguió, amparado en su jerarquía, el inspector general de Administración, Ruiz Abarca, incapaz siempre de aguantarse las ocurrencias violentas o mordaces y reducirse a los límites -no demasiado estrictos, al fin y al cabo, pues vivíamos en una colonia-, pero, ¡caramba!, mantenerse siquiera dentro de los límites mínimos exigidos por el decoro de su cargo. Lejos de eso (eso no estaba en su genio), incurrió en impertinencia al provocar y prolongar, para ludibrio, un cortés altercado con Robert sobre quién invitaba a quién, durante cuyo debate no cesó de emitir, con miradas oblicuas a la divertida galería, frases de estilo, tales como: «¡En modo alguno, amigo Robert! Nosotros somos quienes tenemos recibidas excesivas atenciones de ustedes y, muy en particular, de la señora. Creo poder afirmar en nombre de todos que nuestra doña Rosa ha sido una bendición del cielo para este inhóspito país. Tanto, que no sé ni cómo vamos a arreglárnoslas ahora sin ella. Usted, querido colega, de seguro que no puede imaginarse cuánto vamos a echarla de menos»; y otras pesadeces semejantes, que el director de Embarques escuchaba, elusivo, complacido en el fondo o irónico, medio asintiendo a ratos, con el vaso de whisky empuñado y protestas en los labios contra la amable exageración del querido amigo. Aseguraba, sin embargo -y a los espectadores agrupados alrededor de ambos jerarcas se les reían los ojos-, aseguraba muy serio -y algunos querían reventar de risa-, que no; que las ventajas del trato fueron recíprocas, lo reconocía; pero que ellos, su esposa y él, resultaron sin duda los más gananciosos; de manera que por favor, no pretendiera nadie ahora privarle de este placer; no se hablare más del asunto: definitivamente, él pagaría la fiesta de despedida… Ruiz Abarca fingió entonces darse por vencido, aunque de mala gana, en la porfía. Y Toñito Azucena, entrometido profesional, se atrevió a terciar con una gracieta que tuvo poca aceptación; nadie le hizo caso, y el propio Robert lo miró como a un sapo. Los demás se regodeaban ya en su fuero interno, anticipándose opima cosecha de comentarios jocosos y de risotadas sin que faltara tampoco -sospecho yo- alguno que, con un residuo de vieja caballerosidad apenas reprimida por la obsecuencia, sintiera bochorno y hasta un poco de sublevación moral ante lo que ya parecía en verdad demasiado fuerte. En cuanto a mí, que asistía a todo con ánimo neutral (mis motivos tenía para considerarme neutral hasta cierto punto), estaba un poco asombrado y me preguntaba cómo aquel sujeto, Robert, de quien tanto hubiera podido decirse, pero no que fuese ni tonto ni un infeliz, no captaba el ambiente de soflama que lo envolvía. Ya era mucho que durante un año largo no se hubiera percatado de nada. Con razón dicen que los maridos son siempre los últimos en enterarse, aunque de mí sé decir… Demasiado engolfado en amasar dinero por cualquier medio, y quizás también demasiado poseído de sí -pues era un tío soberbio si los hay- para que le pasara siquiera por las mientes la posibilidad de que alguien osare hollar su honor profanando el santuario de su hogar, menos aún podía notar el director de Embarques la sorna alrededor suyo en esos momentos. Yo lo contemplaba y me hacía cruces. Aunque el tipo tenía cara de palo, se me antojaba a ratos descubrir en su expresión un no sé qué de forzado y violento, o de irónico, o de triste. Sea como quiera, se veía un poco pálida su cara de palo. O quizás eran sólo mis aprensiones de observador neutral.

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