Entonces, y como si no hubiera bastantes tribulaciones en la casa, con todas las mujeres alteradas, las hubo también con el hijo menor de Wang Lung.
Este mozo había sido un muchacho tan quieto, tan absorto por sus tardíos estudios, que nadie pensaba en él excepto como en un adolescente espigado, con los libros siempre bajo el brazo y un viejo preceptor siguiéndole doquiera como un perro.
Pero el muchacho había vivido entre soldados cuando éstos ocuparon la casa, y pudo oír sus historias de batallas y pillaje, escuchándolas extasiado sin decir nada. Entonces le pidió a su viejo preceptor novelas, historias de las guerras de los tres reinos y de los bandidos que vivían antiguamente en los alrededores del lago Swei; por ello, su cabeza estaba llena de sueños.
Así es que ahora fue a su padre y le dijo:
– Ya sé qué haré. Seré soldado y marcharé a las guerras.
Cuando Wang Lung oyó esto pensó consternado que era lo peor que podía sucederle todavía, y gritó a toda voz:
– ¿Qué locura es ésta? ¿Es que no he de tener nunca paz con mis hijos?
Y discutió con el muchacho y trató de ser suave y bondadoso cuando vio que sus cejas se juntaban en una línea, y le dijo:
– Hijo mío, desde tiempos remotos se dice que los hombres no emplean buen hierro para hacer un clavo ni una buena persona para hacer un soldado. Y tú eres mi hijo, tú eres mi hijito pequeño, y, ¿cómo he de dormir por las noches cuando sepa que estás vagando por la tierra, guerreando aquí y allí?
Pero el muchacho estaba decidido y miró a su padre, echó hacia atrás las cejas y exclamó solamente:
– Iré.
Entonces Wang Lung acudió a los mimos y dijo:
– Podrás ir a la escuela que desees y si quieres te mandaré a los grandes colegios del Sur y aun a los del extranjero para que aprendas cosas interesantes, y podrás ir a estudiar a donde te parezca, si no quieres ser soldado. Es una deshonra para un hombre como yo, un hombre de plata y de tierras, tener un hijo soldado.
Y al ver que el muchacho permanecía callado, exclamó otra vez mimosamente:
– Dile a tu viejo padre por qué quieres ser soldado.
Y el muchacho dijo, con los ojos brillándole bajo las cejas:
– ¡Ha de haber una guerra como jamás ha existido otra semejante, y ha de haber una revolución, y lucha, y guerra, y nuestra tierra será libre!
Wang Lung oyó esto con el mayor asombro que hasta entonces le habían causado sus tres hijos.
– Yo no sé qué historias son éstas… -dijo pensativo-. Nuestra tierra es libre ahora. Yo la arriendo a quien deseo y me trae plata y buen grano y tú te vistes y comes y vives de ella, y no sé qué libertad quieres mayor de la que tienes.
Pero el muchacho murmuró amargamente:
– No comprendéis…, sois muy viejo… No comprendéis nada… Y Wang Lung se quedó meditando y mirando a este hijo suyo, y vio su rostro joven y torturado, y se dijo:
"Le he dado todo a este hijo, hasta la vida. Le he permitido abandonar la tierra, aunque ahora ya no tengo un hijo que cuide de ella después de mí, y le he permitido leer y escribir, por más que no era necesario, con dos en la familia que saben hacerlo."
Y pensó y se dijo a sí mismo todavía, mirando al muchacho:
"Todo lo ha tenido de mí este hijo…"
Y entonces se fijó en él con atención y vio que ya era un hombre, aunque todavía espigado como un junco tierno, y dijo con duda, musitando y a media voz, pues no veía en el muchacho signo alguno de lujuria:
– Bueno, puede que necesite algo todavía.
Y exclamó en voz alta y lentamente:
– Bueno, y pronto te casaremos, hijo mío.
Pero él lanzó a su padre una mirada de fuego bajo la línea espesa de las cejas, y contestó desdeñosamente:
– ¡Entonces me escaparé, pues para mi una mujer no es una respuesta a todo, como para mi hermano mayor!
Wang Lung vio en seguida que se había equivocado y se apresuró a decir excusándose:
– No…, no… No te casaremos…, pero quiero decir… si hay alguna esclava que desees…
Y el muchacho contestó con una expresión elevada y con gran dignidad, cruzando los brazos sobre el pecho:
– Yo no soy un joven vulgar. Yo tengo sueños. Yo quiero la gloria. Y mujeres las hay en todos lados.
Entonces, y como si de pronto recordase algo que había olvidado, perdió su altiva dignidad, dejó caer los brazos y dijo con su voz natural:
– Además, nunca ha habido una colección de esclavas más fea que la nuestra. Claro que a mí no me importa poco ni nada, pero no hay ni una sola belleza en la casa, excepto quizá la doncellita pálida que sirve a la que está en el departamento interior.
Entonces Wang Lung comprendió que hablaba de Flor de Peral y se sintió poseído de unos celos extraños. De pronto se sintió más viejo de lo que era, un hombre viejo y demasiado grueso de cintura y con el pelo blanquecino; y vio a su hijo, que era un hombre esbelto y mozo, y por un momento no fueron padre e hijo, sino dos hombres, uno viejo y otro joven, y Wang Lung exclamó iracundo:
– ¡Cuidado con acercarte a las esclavas! No estoy dispuesto a tolerar en mi casa las malas costumbres de los jóvenes señores. Nosotros somos buena gente del campo, sana y decente. ¡Nada de eso en mi casa!
Entonces el muchacho abrió los ojos. levantó sus negras cejas, se encogió de hombros y le dijo a su padre:
– ¡Vos hablasteis de ello antes!
Y, volviéndose, salió de la habitación.
Wang Lung se quedó solo en el cuarto, sentado junto a su mesa, y se sintió triste y solo, y murmuró para sí mismo:
– Bueno, no tengo paz en sitio alguno de mi casa.
Se sentía perdido confusamente en muchas iras, pero aunque no le era posible comprender por qué, ésta sobresalía entre todas con mayor claridad: que su hijo había mirado a una doncellita pálida de la casa y la encontraba hermosa.
No podía Wang Lung dejar de pensar en lo que su hijo había dicho sobre Flor de Peral, y observaba incesantemente a la muchacha en sus idas y venidas, sin darse cuenta de que su recuerdo llenaba por entero su imaginación. Pero no dijo nada a nadie.
Un noche, a principios del verano de aquel año, en la época en que el aire es denso y suave, lleno de cálidas oleadas y de fragancia, Wang Lung sentóse en su patio bajo un árbol florido y aspiraba el perfume de las flores y su sangre circulaba plena y ardiente como la de un hombre joven. Durante todo el día había sentido la sangre así, y estuvo a punto de ir a dar un paseo por sus campos y sentir la buena tierra bajo sus pies, quitándose los zapatos y medias para sentirla mejor contra su piel.
Le hubiera gustado hacer esto, pero sentíase avergonzado de que los hombres le vieran así, a él que ya no era un labrador dentro de las murallas de la ciudad, sino un terrateniente y un hombre rico. Así es que vagó inquietamente por las estancias, manteniéndose alejado del patio donde se hallaba Loto, sentada a la sombra y fumando su pipa de agua, pues a Loto no se le escapaba el desasosiego de un hombre y bien sabía conocer lo que le pasaba. Permaneció, pues, aislado, sin querer ver a ninguna de sus querellosas nueras ni aun a sus nietos, en los que con frecuencia se deleitaba.
Así es que el día transcurrió lenta y solitariamente, y durante todo el tiempo él sentía cómo la sangre le corría locamente bajo la piel.
No podía olvidar cómo había aparecido su hijo menor ante él, alto y erguido, las cejas apretadas en una línea, con la gravedad de su juventud. Y no podía olvidar a la doncella.
"Supongo que deben de ser de la misma edad… -se decía-. Mi hijo tendrá unos dieciocho años cumplidos y ella dieciocho años justos."
Y entonces se acordó de que él tendría setenta dentro de pocos días y se sintió avergonzado de su sangre ardiente y pensó:
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