Oscar Wilde - El retrato de Dorian Gray

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El retrato de Dorian Gray: краткое содержание, описание и аннотация

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El retrato de Dorian Gray fue la única novela de Oscar Wilde, publicada en 1890 en la Revista de Lippincott. Como la mayor parte de su trabajo y de su vida, este melodrama gótico, fue polémico. En el prefacio al libro, Wilde estupendamente bien escribió: `no hay libros morales o inmorales. Los libros están bien o mal escritos. Es todo`.
La novela es un retrato brillante sobre la vanidad y la depravación, teñido de tristeza.
El cuadro del título es un trabajo espléndido de Basil Hallward que ha pintado a Dorian Gray, un joven huérfano y heredero de una gran fortuna.
Dorian declara que daría su alma para poder ser siempre joven y que en cambio fuera su retrato el que envejeciera.
Así la obra es una recreación del mito del personaje que vende su alma al diablo a cambio de su eterna juventud. En este caso, Dorian es un perverso y halla su placer en el daño que inflige a los demás. Su retrato va consignando el paso del tiempo y la crueldad creciente del protagonista. Mientras el Dorian Gray de carne y hueso no se marchita, el retrato se va deteriorando a cada nuevo horror que él comete.
Es un libro hermoso que produce cierta desazón.

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¡Una vida nueva! Eso era lo que necesitaba. Eso era lo que estaba esperando. Sin duda la había empezado ya. Había evitado, al menos, la perdición de una criatura inocente. Nunca volvería a poner la tentación en el camino de la inocencia. Sería bueno.

Al pensar en Hetty Merton, empezó a preguntarse si el retrato habría cambiado. Sin duda no sería ya tan horrible como antes. Quizá, si su vida recobraba la pureza, expulsaría de su rostro hasta el último resto de las malas pasiones. Quizás, incluso, habían desaparecido ya. Iría a verlo.

Tomó la lámpara y subió sigilosamente las escaleras. Al descorrer el cerrojo, una sonrisa de alegría iluminó por un instante el rostro extrañamente joven y se prolongó unos momentos más en torno a los labios. Sí, practicaría el bien, y aquel retrato espantoso que llevaba tanto tiempo escondido dejaría de aterrorizarlo. Sintió que ya se le había quitado un peso de encima.

Entró sin hacer el menor ruido, volviendo a cerrar la puerta con llave, como tenía por costumbre, y retiró la tela morada que cubría el cuadro. Un grito de dolor e indignación se le escapó de los labios. No se notaba cambio alguno, con la excepción de un brillo de astucia en la mirada y en la boca las arrugas sinuosas de la hipocresía. El lienzo seguía siendo tan odioso como siempre, más, si es que eso era posible; y el rocío escarlata que le manchaba la mano parecía más brillante, con más aspecto de sangre recién derramada. Dorian Gray empezó entonces a temblar. ¿Le había empujado únicamente la vanidad a llevar a cabo su única obra buena? ¿O había sido el deseo de una nueva sensación, como apuntara lord Henry, con su risa burlona? ¿O tal vez el deseo apasionado de representar un papel que nos empuja a hacer cosas mejores de lo que nos corresponde por naturaleza? ¿O, quizá, todo aquello al mismo tiempo? Pero, ¿por qué era más grande la mancha roja? Parecía haberse extendido como una horrible enfermedad sobre los dedos cubiertos de arrugas. Había sangre en los pies pintados, como si aquella cosa hubiera goteado…, sangre incluso en la mano que no había empuñado el cuchillo. ¿Una confesión? ¿Quería aquello decir que iba a confesar su crimen? ¿Que iba a entregarse para que lo ejecutaran? Se echó a reír. La idea le pareció monstruosa. Además, aunque confesara, ¿quién iba a creerlo? No había en ninguna parte resto alguno del pintor asesinado. Todas sus pertenencias habían sido destruidas. Él mismo había quemado maletín y abrigo. El mundo diría simplemente que estaba loco. Lo encerrarían en un manicomio si se empeñaba en repetir la misma historia… Sin embargo, era obligación suya confesar, soportar públicamente la vergüenza y expiar la culpa de manera igualmente pública. Había un Dios que exigía a los seres humanos confesar sus pecados en la tierra así como en el cielo. Nada de lo que hiciera le purificaría si no confesaba su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros. La muerte de Basil Hallward le parecía muy poca cosa. Pensaba en Hetty Merton. Porque aquel espejo de su alma que estaba contemplando era un espejo injusto. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No había habido más que eso en su renuncia? Había habido algo más. Al menos así lo creía él. Pero, ¿cómo saberlo…? No. No hubo nada más. Sólo renunció a la muchacha por vanidad. La hipocresía le había llevado a colocarse la máscara de la bondad. Había ensayado la abnegación por curiosidad. Ahora lo reconocía.

Pero aquel asesinato…, ¿iba a perseguirlo toda su vida? ¿Siempre tendría que soportar el peso de su pasado?

¿Tendría que confesar? Nunca. No había más que una prueba en contra suya. El cuadro mismo: ésa era la prueba. Lo destruiría. ¿Por qué lo había conservado tanto tiempo? Años atrás le proporcionaba el placer de contemplar cómo cambiaba y se hacía viejo. En los últimos tiempos ese placer había desaparecido. El cuadro le impedía dormir. Cuando salía de viaje, le horrorizaba la posibilidad de que lo contemplasen otros ojos. Teñía de melancolía sus pasiones. Su simple recuerdo echaba a perder muchos momentos de alegría. Había sido para él algo así como su conciencia. Sí. Había sido su conciencia. Lo destruiría.

Miró a su alrededor, y vio el cuchillo con el que apuñaló a Basil Hallward. Lo había limpiado muchas veces, hasta que desaparecieron todas las manchas. Brillaba, lanzaba destellos. De la misma manera que había matado al pintor, mataría su obra y todo lo que significaba. Mataría el pasado y, cuando estuviera muerto, él recobraría la libertad. Acabaría con aquella monstruosa vida del alma y, sin sus odiosas advertencias, recobraría la paz. Empuñó el arma y con ella apuñaló el retrato.

Se oyó un grito y el golpe de una caída. El grito puso de manifiesto un sufrimiento tan espantoso que los criados despertaron asustados y salieron en silencio de sus habitaciones. Dos caballeros que pasaban por la plaza se detuvieron y alzaron los ojos hacia la gran casa. Luego siguieron caminando hasta encontrar a un policía y regresar con él. Llamaron varias veces al timbre, pero sin recibir respuesta. Con la excepción de una luz en uno de los balcones del piso alto, todo estaba a oscuras. Al cabo de un rato, el policía se trasladó hasta un portal vecino para contemplar desde allí el edificio.

– ¿Quién vive en esa casa? -le preguntó el caballero de más edad.

– El señor Dorian Gray-respondió el policía.

Las dos personas que le escuchaban intercambiaron una mirada de inteligencia y, mientras se alejaban, había en su rostro una mueca de desprecio. Uno de ellos era tío de sir Henry Ashton.

Dentro de la casa, en la zona donde vivía la servidumbre, los criados a medio vestir hablaban en voz baja. La anciana señora Leaf lloraba y se retorcía las manos. Francis estaba tan pálido como un muerto.

Transcurrido un cuarto de hora aproximadamente, el ayuda de cámara tomó consigo al cochero y a uno de los lacayos y subió en silencio las escaleras. Los golpes en la puerta no obtuvieron contestación. Y todo siguió en silencio cuando llamaron a su amo de viva voz. Finalmente, después de tratar en vano de forzar la puerta, salieron al tejado y descendieron hasta el balcón. Una vez allí entraron sin dificultad: los pestillos eran muy antiguos.

En el interior encontraron, colgado de la pared, un espléndido retrato de su señor tal como lo habían visto por última vez, en todo el esplendor de su juventud y singular belleza. En el suelo, vestido de etiqueta, y con un cuchillo clavado en el corazón, hallaron el cadáver de un hombre mayor, muy consumido, lleno de arrugas y con un rostro repugnante. Sólo lo reconocieron cuando examinaron las sortijas que llevaba en los dedos.

Oscar Wilde

Oscar Wilde Dublín 16 de octubre de 1854 París 30 de noviembre de 1900 - фото 3

Oscar Wilde (Dublín, 16 de octubre de 1854 – París, 30 de noviembre de 1900)

Oscar Fingal O`Flahertie Wills Wilde nació el 16 de octubre de 1854, en Dublín y estudió en el Trinity College de esa ciudad. De joven solía participar en las reuniones literarias organizadas por su madre. Más tarde, mientras estudiaba en la Universidad de Oxford, destacó en el estudio de los clásicos y escribió poesía, su extenso poema Ravenna ganó el prestigioso premio Newdigate en 1878, y convirtió el estilo bohemio de su juventud en una filosofía de vida. En Oxford, recogió la influencia de innovadores estéticos como los escritores Walter Pater y John Ruskin. De carácter excéntrico, el joven Wilde llevaba el pelo largo y vestía pantalones de montar de terciopelo. Su habitación estaba repleta de objetos de arte y elementos decorativos, como girasoles, plumas de pavo real y porcelanas chinas. Sus actitudes y modales fueron repetidamente ridiculizados en la publicación satírica Punch y en la ópera cómica de Gilbert y Sullivan Paciencia. A pesar de ello, su ingenio y su talento le hicieron ganar innumerables admiradores.

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