– Es inútil -suspiró Adrian Singleton-. No tengo ganas de volver. ¿Qué más da? Estoy muy bien aquí.
– Me escribirás si necesitas algo, ¿de acuerdo? -dijo Dorian después de una pausa.
– Quizá.
– Buenas noches, entonces.
– Buenas noches -respondió el joven, volviendo a subir los escalones mientras se limpiaba la boca reseca con un pañuelo.
Dorian se dirigió hacia la puerta con una expresión dolorida en el rostro. Cuando apartaba la cortina verde, una risa espantosa salió de los labios pintados de la mujer que había recogido las monedas.
– ¡Ahí va el protegido del diablo! -exclamó con voz ronca entre dos ataques de hipo.
– ¡Maldita seas! -respondió Dorian-, ¡no me llames eso!
La mujer chasqueó los dedos.
– Príncipe azul es lo que te gusta que te llamen, ¿no es eso? -le gritó mientras salía.
El marinero adormilado se levantó de un salto al oír a la mujer, y miró con ojos enloquecidos a su alrededor. El sonido de la puerta al cerrarse llegó hasta sus oídos, y salió precipitadamente, como en persecución de alguien.
Dorian Gray avanzaba a buen paso por el muelle sin importarle la lluvia. Su encuentro con Adrian Singleton le había emocionado extrañamente, y se preguntaba si aquel desastre era responsabilidad suya, tal como Basil Hallward le había dicho de manera tan insultante. Se mordió los labios y por unos instantes sus ojos se llenaron de tristeza. Aunque, después de todo, ¿a él qué más le daba? La vida es demasiado corta para cargar con el peso de los errores ajenos. Cada persona gastaba su propia vida y pag ab asu precio por vivirla. Lo único lamentable era que por una sola falta hubiera que pagar tantas veces. Que hubiera, efectivamente, que pagar y volver a pagar y seguir pagando. En sus tratos con los seres humanos, el Destino nunca cerraba las cuentas.
Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en los que la pasión por el pecado, o por lo que el mundo llama pecado, domina hasta tal punto nuestro ser, que todas las fibras del cuerpo, al igual que las células del cerebro, no son más que instinto con espantosos impulsos. En tales momentos hombres y mujeres dejan de ser libres. Se dirigen hacia su terrible objetivo como autómatas. Pierden la capacidad de elección, y la conciencia queda aplastada o, si vive, lo hace para llenar de fascinación la rebeldía y dar encanto a la desobediencia. Cuando aquel espíritu poderoso, aquella perversa estrella de la mañana cayó del cielo, lo hizo como rebelde.
Insensible, sin otra meta que el mal, contaminado el espíritu y el alma hambrienta de rebeldía, Dorian Gray se apresuró, acelerando el paso a medida que avanzaba. Pero en el momento en que se desviaba con el fin de penetrar por un pasaje oscuro que con frecuencia le había servido de atajo para llegar al lugar adonde se dirigía, sintió que lo sujetaban por detrás y, antes de que tuviera tiempo para defenderse, se vio arrojado contra el muro, con una mano brutal apretándole la garganta.
Luchó desesperadamente y, con un terrible esfuerzo, logró librarse de la creciente presión de los dedos. Pero un segundo después oyó el chasquido de un revólver y vio el brillo de un cañón que le apuntaba directamente a la cabeza, así como la silueta imprecisa del individuo bajo y robusto que le hacía frente.
– ¿Qué quiere? -jadeó.
– Estese quieto -dijo el otro-. Si se mueve, disparo. -Ha perdido el juicio. ¿Qué tiene contra mí?
– Usted destrozó la vida de Sibyl Vane -fue la respuesta-. Y Sibyl Vane era mi hermana. Se suicidó. Lo sé. Usted es el responsable. Juré matarlo. Llevo años buscándolo. No tenía ninguna pista ni el menor rastro. Las dos personas que podían darme una descripción suya han muerto. Sólo sabía el nombre cariñoso que Sibyl utilizaba. Hace un momento lo he oído por casualidad. Póngase a bien con Dios, porque va a morir esta noche.
Dorian Gray se sintió enfermar de miedo.
– No sé de qué me habla -tartamudeó-. Nunca he oído ese nombre. Está usted loco.
– Más le vale confesar su pecado, porque va a morir, tan cierto como que me llamo James Vane.
Durante un terrible momento, Dorian no supo qué hacer ni qué decir.
– ¡De rodillas! -gruñó su agresor-. Le doy un minuto para que se arrepienta, nada más. Me embarco para la India, pero antes he de cumplir mi promesa. Un minuto. Eso es todo.
Dorian dejó caer los brazos. Paralizado por el terror, no sabía qué hacer. De repente sé le pasó por la cabeza una loca esperanza.
– Espere -exclamó-. ¿Cuánto hace que murió su hermana? ¡Deprisa, dígamelo!
– Dieciocho años -respondió el marinero-. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Qué importancia tiene?
– Dieciocho años -rió Dorian Gray, con acento triunfal en la voz-. ¡Dieciocho años! ¡Lléveme bajo la luz y míreme la cara!
James Vane vaciló un momento, sin entender de qué se trataba. Luego sujetó a Dorian Gray para sacarlo de los soportales.
Si bien la luz, por la violencia del viento, era débil y temblorosa, le permitió de todos modos comprobar el espantoso error que, al parecer, había cometido, porque el rostro de su víctima poseía todo el frescor de la adolescencia, la pureza sin mancha de la juventud. Apenas parecía superar las veinte primaveras; la edad que tenía su hermana, si es que llegaba, cuando él se embarcó por vez primera, hacía ya tantos años. Sin duda no era aquél el hombre que había destrozado la vida de Sibyl.
James Vane aflojó la presión de la mano y dio un paso atrás.
– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Y me disponía a matarlo! Dorian Gray respiró hondamente.
– Ha estado usted a punto de cometer una terrible equivocación -dijo, mirándolo con severidad-. Que le sirva de escarmiento para no tomarse la justicia por su mano.
– Perdóneme -murmuró el otro-. Estaba equivocado. Una palabra oída en ese maldito antro ha hecho que me confundiera.
– Será mejor que vuelva a casa y abandone esa arma. De lo contrario, tendrá problemas -dijo Dorian Gray, dándose la vuelta y alejándose lentamente calle abajo.
James Vane, horrorizado, inmóvil en mitad de la calzada, empezó a temblar de pies a cabeza. Poco después, una sombra oscura que se había ido acercando sigilosamente pegada a la pared, salió a la luz y se le acercó con pasos furtivos. El marinero sintió una mano en el brazo y se volvió a mirar sobresaltado. Era una de las mujeres que bebían en el bar.
– ¿Por qué no lo has matado? -le susurró, acercando mucho el rostro ojeroso al de James-. Me di cuenta de que lo seguías cuando saliste corriendo de casa de Daly. ¡Pobre imbécil! Tendrías que haberlo matado. Tiene mucho dinero y es lo peor de lo peor.
– No es el hombre que busco -respondió James Vane-, y no me interesa el dinero de nadie. Quiero una vida. Quien yo busco anda cerca de los cuarenta. Ese que he dejado ir es poco más que un niño. Gracias a Dios no me he manchado las manos con su sangre.
La mujer dejó escapar una risa amarga.
– ¡Poco más que un niño! -repitió con voz burlona-. Pobrecito mío, hace casi dieciocho años que el Príncipe Azul hizo de mí lo que soy.
– ¡Mientes! -exclamó el marinero.
La mujer levantó los brazos al cielo.
– ¡Juro ante Dios que te digo la verdad! -exclamó.
– ¿Ante Dios?
– Que me quede muda si no es cierto. Es el peor de toda la canalla que viene por aquí. Dicen que vendió el alma al diablo por una cara bonita. Hace casi dieciocho años que lo conozco. No ha cambiado mucho desde entonces. Yo, en cambio, sí -añadió con una horrible mueca.
– ¿Me juras que es cierto?
– Lo juro -las dos palabras salieron como un eco ronco de su boca hundida-. Pero no le digas que lo he denunciado -gimió-. Le tengo miedo. Dame algo para pagarme una cama esta noche.
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