Efectivamente, el cuerpo de Gregor estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía la mirada.
– Grete, ven un momento a nuestra habitación – dijo la se ñora Samsa con una sonrisa malancólica, y Grete fue al dormi torio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el ca dáver.
La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana, ya había una cierta ti bieza mezclada con el aire fresco.
Ya era finales de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su desayuno; se habían olvidado de ellos: ¿Dónde está el desayuno? – preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta, pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente, se ñales con la mano para que fuesen a la habitación de Gregor.
Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los bolsillos de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregor.ya totalmente iluminada.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Grete apoyaba su rostro en el brazo del padre.
– Salgan ustedes de mi casa inmediatamente – dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las mujeres.
¿Qué quiere usted decir? ¿ijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía.
Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable. – Quiero decir exactamente lo que digo – contestó el señor Samsa; se dirigió en bloque con sus acompañantes hacia el huésped.
Al principio éste se quedó allí en silencio y miró ha cia el suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo or den en su cabeza. – Pues entonces nos vamos – dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos amigos lleva ban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía.
Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, saca ron sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa.
Con una desconfianza completa mente infundada, como se demostraría después, el señor Sam sa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la ba randilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, baja ban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un deter minado recodo y volvían a aparecer a los pocos instantes.
Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.
Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa.
Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Gre te al dueño de la tienda.
Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había terminado su tra bajo de por la mañana.
Los tres que escribían solamente asin tieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no daba sañales de retirarse levantaron la vista enfadados. ¿gué pasa? – preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito, pero sólo lo haría cuando se la interrogase con todo detalle.
La pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, des de que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se ba lanceaba suavemente en todas las direcciones.
¿Qué es lo que quiere usted? – preguntó la señora Samsa, que era, de todos, la que más respetaba la asistenta. – Bueno contestó la asistenta, y no podía seguir hablan do de puro sonreír amablemente -, no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado.
La señora Samsa y Grete se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar escribiendo; el señor Sam sa, que se dio cuenta de que la asistenta quería empezar a con tarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó la casa con un portazo tremendo.
– Esta noche la despido dijo el señor Samsa, pero no re cibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija, porque la asis tenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién con seguida.
Se levantaron, fueron hacia la ventana y permanecie ron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó: – Vamos, venid.
Olvidad de una vez las cosas pasadas y te ned un poco de consideración conmigo.
Las mujeres le obedecieron enseguida, corrieron hacia él, le acariciaron y terminaron rápidamente sus cartas.
Después, los tres abandonaron el piso juntos, cosa que no habían hecho des de hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía.
El vehículo en el que estaban sentados solos es taba totalmente iluminado por el cálido sol.
Recostados comó damente en sus asientos, hablaron de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy pro metedores para el futuro.
Pero la gran mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facili dad con un cambio de piso; ahora querían cambiarse a un piso más pequeño y más barato, pero mejor ubicado y, sobre todo, más práctico que el actual, que había sido escogido por Gregor. Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y hermosa.
Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo joven.
(1883-1924), escritor judío checo, cuya desasosegadora y simbólica narrativa, escrita en alemán, anticipó la opresión y la angustia del siglo XX. Está considerado como una de las figuras más significativas de la literatura moderna.
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