– Despiértela. Despiértela. Ande, sea buena.
Luego sonó una voz diferente.
– Hola, Holden -era Sally-. ¿Qué te ha dado?
– ¿Sally? ¿Eres tú?
– Sí. Y deja de gritar. ¿Estás borracho?
– Sí. Escucha. Iré en Nochebuena, ¿me oyes? Te ayudaré a adornar el árbol, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo, Sally?
– Sí. Estás borracho. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? No estarás solo, ¿no?
– Sally, iré a ayudarte a poner el árbol, ¿de acuerdo?
– Sí. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? ¿Estás con alguien?
– No, estoy solo.
¡Jo! ¡Qué borrachera tenía! Seguía sujetándome el estómago.
– Me han herido. Han sido los de la banda de Rock, ¿sabes? Sally, ¿me oyes?
– No te oigo. Vete a la cama. Tengo que dejarte. Llámame mañana.
– Oye Sally, ¿quieres que te ayude a adornar el árbol? ¿Quieres, o no?
– Sí. Ahora, buenas noches. Vete a casa y métete en la cama.
Y me colgó.
– Buenas noches. Buenas noches, Sally, cariño, amor mío- le dije. ¿Se dan cuenta de lo borracho que estaba? Colgué yo también. Me imaginé que había salido con algún tío y acababa de volver a casa. Me la imaginé con los Lunt y ese cretino de Andover, nadando todos ellos en una tetera, diciendo unas cosas ingeniosísimas, y actuando todos de una manera falsísima. Ojalá no la hubiera llamado. Cuando me emborracho no sé ni lo que hago.
Me quedé un buen rato en aquella cabina. Seguía aferrado al teléfono para no caer al suelo. Si quieren que les diga la verdad no me sentía muy bien. Al final me fui dando traspiés hasta el servicio. Llené uno de los lavabos y hundí en él la cabeza hasta las orejas. Cuando la saqué no me molesté siquiera en secarme el agua. Dejé que la muy puñetera me chorreara por el cuello. Luego me acerqué a un radiador que había junto a la ventana y me senté. Estaba calentito. Me vino muy bien porque yo tiritaba como un condenado. Tiene gracia, cada vez que me emborracho me da por tiritar.
Como no tenía nada mejor que hacer, me quedé sentado en el radiador contando las baldosas blancas del suelo. Estaba empapado. El agua me chorreaba a litros por el cuello mojándome la camisa y la corbata, pero no me importaba. Estaba tan borracho que me daba igual. Al poco rato entró el tío que tocaba el piano, el maricón de las ondas. Mientras se peinaba sus rizos dorados, hablamos un poco, pero no estuvo muy amable que digamos.
– Oiga, ¿va a ver a Valencia cuando vuelva al bar? -le dije.
– Es altamente probable -me contestó. Era la mar de ingenioso. Siempre me tengo que tropezar con tíos así.
– Dígale que me ha gustado mucho. Y pregúntele si el imbécil del camarero le ha dado mi recado, ¿quiere?
– ¿Por qué no se va a casita, amigo? ¿Cuántos años tiene?
– Ochenta y seis. Oiga, no se olvide de decirle que me gusta mucho, ¿eh?
– ¿Por qué no se va a casa?
– Porque no. ¡Jo! ¡Qué bien toca usted el piano! -le dije. Era pura coba porque la verdad es que lo aporreaba-. Debería tocar en la radio. Un tío tan guapo como usted… con esos bucles de oro. ¿No necesita un agente?
– Váyase a casa, amigo, como un niño bueno. Váyase a casa y métase en la cama.
– No tengo adonde ir. Se lo digo en serio, ¿necesita un agente?
No me contestó. Acabó de acicalarse y se fue. Como Stradlater. Todos esos tíos guapos son iguales. En cuanto acaban de peinarse sus rizos se van y te dejan en la estacada.
Cuando al final me levanté para ir al guardarropa, estaba llorando. No sé por qué. Supongo que porque me sentía muy solo y muy deprimido. Cuando llegué al guardarropa no pude encontrar mi ficha, pero la empleada estuvo muy simpática y me dio mi abrigo y mi disco de Litile Shirley Beans que aún llevaba conmigo. Le di un dólar por ser tan amable, pero no quiso aceptarlo. Me dijo que me fuera a casa y me metiera en la cama. Quise esperarla hasta que saliera de trabajar, pero no me dejó. Me aseguró que tenía edad suficiente para ser mi madre. Le enseñé todo el pelo gris que tengo en el lado derecho de la cabeza y le dije que tenía cuarenta y dos años. Naturalmente era todo en broma, pero ella estuvo muy amable. Luego le mostré la gorra de caza roja y le gustó mucho. Me obligó a ponérmela antes de salir porque tenía todavía el pelo empapado. Parecía muy buena persona.
Cuando salí me despejé un poco, pero hacía mucho frío y empecé a tiritar. No podía parar. Me fui hasta Madison Avenue y me puse a esperar el autobús porque me quedaba muy poco dinero y quería empezar a economizar. Pero de pronto me di cuenta de que no quería ir en autobús. Además, no sabía hacia dónde tirar. Al final eché a andar en dirección al parque. Se me ocurrió acercarme al lago para ver si los patos seguían allí o no. Aún no había podido averiguarlo, así que como no estaba muy lejos y no tenía adonde ir, decidí darme una vuelta por ese lugar. Ni siquiera sabía dónde iba a dormir. No estaba cansado ni nada. Sólo estaba muy deprimido.
Al entrar en el parque me pasó una cosa horrible. Se me cayó al suelo el disco de Phoebe y se hizo mil pedazos. Estaba dentro de su funda, pero se rompió igual. Me dio tanta pena que estuve a punto de echarme a llorar. Recogí todos los pedazos y me los metí en el bolsillo del abrigo. Ya no servían para nada pero no quise tirarlos. Luego entré en el parque. ¡Jo! ¡Qué oscuro estaba!
He vivido en Nueva York toda mi vida y me conozco el Central Park como la palma de la mano porque de pequeño iba allí todos los días a patinar y a montar en bicicleta, pero aquella noche me costó un trabajo horrible dar con el lago. Sabía perfectamente dónde estaba -muy cerca de Central Park South-, pero no acertaba a encontrarlo. Debía estar más borracho de lo que pensaba. Seguí andando sin parar. Cada vez se iba poniendo más oscuro y cada vez me daba más miedo. En todo el tiempo que estuve en el parque no vi ni un alma. Por suerte, porque les confieso que si me hubiera topado con alguien, habría corrido como una milla entera sin parar. Al final encontré el lago. Estaba helado sólo a medias, pero no vi ningún pato. Di toda la vuelta alrededor -por cierto casi me caigo al agua-, pero de patos ni uno. A lo mejor, pensé, estaban durmiendo en la hierba al borde del agua. Por eso casi me caigo adentro, por mirar. Pero, como les digo, no vi ni uno.
Al final me senté en un banco en un sitio donde no estaba tan oscuro. ¡Jo! Seguía tiritando como un imbécil y, a pesar de la gorra de caza, tenía el pelo lleno de trozos de hielo. Aquello me preocupó. Probablemente cogería una pulmonía y me moriría. Empecé a imaginarme muerto y a todos los millones de cretinos que acudirían a mi entierro. Vendrían mi abuelo, el que vive en Detroit y va leyendo en voz alta los nombres de todas las calles cuando vas con él en el autobús, y mis tías -tengo como cincuenta-, y los idiotas de mis primos. Cuando murió Allie vinieron todos y había que ver qué hatajo de imbéciles eran. Según me contó D.B., una de mis tías, la que tiene una halitosis que tira de espaldas, se pasó todo el tiempo diciendo que daba gusto la paz que respiraba el cuerpo de Allie. Yo no fui. Estaba en el hospital por eso que les conté de lo que me había hecho en la mano. Pero, volviendo a lo del parque, me pasé un buen rato sentado en aquel banco preocupado por los trocitos de hielo y pensando que iba a morirme. Lo sentía muchísimo por mis padres, sobre todo por mi madre, que aún no se ha recuperado de la muerte de Allie. Me la imaginé sin saber qué hacer con mi ropa, y mi equipo de deporte, y todas mis cosas. Lo único que me consolaba es que no dejarían a Phoebe venir a mi entierro porque aún era una cría. Esa fue la única cosa que me animó. Después me los imaginé metiéndome en una tumba horrible con mi nombre escrito en la lápida y todo. Me dejarían allí rodeado de muertos. ¡Jo! ¡Buena te la hacen cuando te mueres! Espero que cuando me llegue el momento, alguien tendrá el sentido suficiente como para tirarme al río o algo así. Cualquier cosa menos que me dejen en un cementerio. Eso de que vengan todos los domingos a ponerte ramos de flores en el estómago y todas esas puñetas… ¿Quién necesita flores cuando ya se ha muerto? Nadie.
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