Al final del primer acto salimos con todos los cretinos del público a fumar un cigarrillo. ¡Vaya colección! En mi vida había visto tanto farsante junto, todos fumando como cosacos y comentando la obra en voz muy alta para que los que estaban a su alrededor se dieran cuenta de lo listos que eran. Al lado nuestro había un actor de cine. No sé cómo se llama, pero era ése que en las películas de guerra hace siempre del tío que en el momento del ataque final le entra el canguelo. Estaba con una rubia muy llamativa y los dos se hacían los muy naturales, como si no supieran que la gente los miraba. Como si fueran muy modestos, vamos. No saben la risa que me dio. Sally se limitó a comentar lo maravillosos que eran los Lunt porque estaba ocupadísima demostrando lo guapa que era. De pronto vio al otro lado del vestíbulo a un chico que conocía, un tipo de esos con traje de franela gris oscuro y chaleco de cuadros. El uniforme de Harvard o de Yale. Cualquiera diría. Estaba junto a la pared fumando como una chimenea y con aspecto de estar aburridísimo. Sally decía cada dos minutos: «A ese chico lo conozco de algo.»
Siempre que la llevaba a algún sitio, resulta que conocía a alguien de algo, o por lo menos eso decía. Me lo repitió como mil veces hasta que al fin me harté y le dije: «Si le conoces tanto, ¿por qué no te acercas y le das un beso bien fuerte? Le encantará.» Cuando se lo dije se enfadó. Al final él la vio y se acercó a decirle hola. No se imaginan cómo se saludaron. Como si no se hubieran visto en veinte años. Cualquiera hubiera dicho que de niños se bañaban juntos en la misma bañera. Compañeritos del alma eran. Daba ganas de vomitar. Y lo más gracioso era que probablemente se habían visto sólo una vez en alguna fiesta. Luego, cuando terminó de caérseles la baba, Sally nos presentó. Se llamaba George algo -no me acuerdo-, y estudiaba en Andover. Tampoco era para tanto, vamos. No se imaginan cuando Sally le preguntó si le gustaba la obra… Era uno de esos tíos que para perorar necesitan unos cuantos metros cuadrados. Dio un paso hacia atrás y aterrizó en el pie de una señora que tenía a su espalda. Probablemente le rompió hasta el último dedo que tenía en el cuerpo. Dijo que la comedia en sí no era una obra maestra, pero que los Lunt eran unos perfectos ángeles. ¡Ángeles! ¿No te fastidia? Luego se pusieron a hablar de gente que conocían. La conversación más falsa que he oído en mi vida. Los dos pensaban en algún sitio a la mayor velocidad posible y cuando se les ocurría el nombre de alguien que vivía allí, lo soltaban. Cuando volvimos a sentarnos en nuestras butacas tenía unas náuseas horrorosas. De verdad. En el segundo entreacto continuaron la conversación. Siguieron pensando en más sitios y en más nombres. Lo peor era que aquel imbécil tenía una de esas voces típicas de Universidad del Este, como muy cansada, muy snob. Parecía una chica. Al muy cabrón le importaba un rábano que Sally fuera mi pareja. Cuando acabó la función creí que iba a meterse con nosotros en el taxi porque nos acompañó como dos manzanas, pero por suerte dijo que había quedado con unos amigos para ir a tomar unas copas. Me los imaginé a todos sentados en un bar con sus chalecos de cuadros hablando de teatro, libros y mujeres con esa voz de snob que sacan. Me revientan esos tipos.
Cuando entramos en el taxi, odiaba tanto a Sally después de haberla oído hablar diez horas con el imbécil de Andover, que estuve a punto de llevarla directamente a su casa, de verdad, pero de pronto me dijo:
– Tengo una idea maravillosa.
Siempre tenía unas ideas maravillosas.
– Oye, ¿a qué hora tienes que estar en casa? ¿Tienes que volver a una hora fija?
– ¿Yo? No. Puedo volver cuando me dé la gana -le dije. ¡Jo! ¡En mi vida había dicho verdad mayor!-. ¿Por qué?
– Vamos a patinar a Radio City.
Ese tipo de cosas eran las que se le ocurrían siempre.
– ¿A patinar a Radio City? ¿Ahora?
– Sólo una hora o así. ¿No quieres? Bueno, si no quieres…
– No he dicho que no quiera -le dije-. Si tienes muchas ganas, iremos.
– ¿De verdad? Pero no quiero que lo hagas sólo porque yo quiero. No me importa no ir.
¡No le importaba! ¡Poco!
– Se pueden alquilar unas falditas preciosas para patinar -dijo Sally-. Jeanette Cultz alquiló una la semana pasada.
Claro, por eso estaba empeñada en ir. Quería verse con una de esas falditas que apenas tapan el trasero.
Así que fuimos a Radio City y después de recoger los patines alquilé para Sally una pizca de falda azul. La verdad es que estaba graciosísima con ella. Y Sally lo sabía. Echó a andar delante de mí para que no dejara de ver lo mona que estaba. Yo también estaba muy mono. Hay que reconocerlo.
Lo más gracioso es que éramos los peores patinadores de toda la pista. Los peores de verdad y eso que había algunos que batían el récord. A Sally se le torcían tanto los tobillos que daba con ellos en el hielo. No sólo hacía el ridículo, sino que además debían dolerle muchísimo. A mí desde luego me dolían. Y cómo. Debíamos hacer una pareja formidable. Y para colmo había como doscientos mirones que no tenían más que hacer que mirar a los que se rompían las narices contra el suelo.
– ¿Quieres que nos sentemos a tomar algo dentro? -le pregunté.
– Es la idea más maravillosa que has tenido en todo el día.
Aquello era cruel. Se estaba matando y me dio pena. Nos quitamos los patines y entramos en ese bar donde se puede tomar algo en calcetines mientras se ve toda la pista. En cuanto nos sentamos, Sally se quitó los guantes y le ofrecí un cigarrillo. No parecía nada contenta. Vino el camarero y le pedí una Coca-Cola para ella -no bebía- y un whisky con soda para mí, pero el muy hijoputa se negó a traérmelo o sea que tuve que tomar Coca-Cola yo también. Luego me puse a encender cerillas una tras otra, que es una cosa que suelo hacer cuando estoy de un humor determinado. Las dejo arder hasta que casi me quemo los dedos y luego las echo en el cenicero. Es un tic nervioso que tengo.
De pronto, sin venir a cuento, me dijo Sally:
– Oye, tengo que saberlo. ¿Vas a venir a ayudarme a adornar el árbol de Navidad, o no? Necesito que me lo digas ya.
Estaba furiosa porque aún le dolían los tobillos.
– Ya te dije que iría. Me lo has preguntado como veinte veces. Claro que iré.
– Bueno. Es que necesitaba saberlo -dijo. Luego se puso a mirar a su alrededor.
De pronto dejé de encender cerillas y me incliné hacia ella por encima de la mesa. Estaba preocupado por unas cuantas cosas:
– Oye Sally -le dije.
– ¿Qué?
Estaba mirando a una chica que había al otro lado del bar.
– ¿Te has hartado alguna vez de todo? -le dije-. ¿Has pensado alguna vez que a menos que hicieras algo en seguida el mundo se te venía encima? ¿Te gusta el colegio?
– Es un aburrimiento mortal.
– Lo que quiero decir es si lo odias de verdad -le dije- Pero no es sólo el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses de Madison Avenue, con esos conductores que siempre te están gritando que te bajes por la puerta de atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen que los Lunt son unos ángeles, y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no pare de decir…
– No grites, por favor -dijo Sally. Tuvo gracia porque yo ni siquiera gritaba.
– Los coches, por ejemplo -le dije en voz más baja-. La gente se vuelve loca por ellos. Se mueren si les hacen un arañazo en la carrocería y siempre están hablando de cuántos kilómetros hacen por litro de gasolina. No han acabado de comprarse uno y ya están pensando en cambiarlo por otro nuevo. A mí ni siquiera me gustan los viejos. No me interesan nada. Preferiría tener un caballo. Al menos un caballo es más humano. Con un caballo puedes…
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