Dionigi Cristian Lentini - El Hombre Que Sedujo A La Gioconda

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El Hombre Que Sedujo A La Gioconda: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta es la historia del hombre que conquistó y sedujo a la mujer que, indescifrablemente inmortalizada por Leonardo de Vinci, sedujo al mundo con su mirada. Es la historia de Tristano, un joven diplomático pontificio con un pasado misterioso y sombrío que, entre estrategias y engaños, entre aventuras y complots, entre intrigas y guerras de la Italia del Renacimiento, cumplió brillantemente sus misiones, una tras otra, utilizando el arte que mejor conocía, el arma más poderosa: la seducción. Pero llegó el momento en que el destino le encargó la tarea más importante… Un investigador independiente del CNR de Pisa, experto en criptografía y blockchain, encuentra por casualidad en el archivo de una abadía toscana un extraño archivo encriptado que contiene una increíble, extraordinaria e inédita historia… de la cual no puede desprenderse: En una fría noche en la que la historia ensayaba el Renacimiento, mientras los señores de Italia se aniquilaban unos a otros por el efímero control de las fugaces fronteras de sus países, un joven diplomático pontificio con un misterioso pasado prefirió probar su mano en el arte de la seducción en lugar de la guerra. ¿Quién era él? No era un príncipe, ni un líder, ni un prelado, no tenía ningún título oficial… y sin embargo hablar con él era como conferir directamente con el Santo Padre, se movía con facilidad en el complejo tablero político de aquel período pero nunca dejaba rastro alguno, escribía la historia todos los días pero nunca aparecía en ninguna de sus páginas… estaba en todas partes y sin embargo era como si no existiera. De un señorío a otro, de un reino a una república, entre estrategias y engaños, entre aventuras y complots, Tristano cumplió con éxito sus misiones… hasta que el destino le encargó la tarea más importante: descubrir quién era realmente. Para ello tuvo que descifrar una carta de su verdadera madre, mantenida durante 42 años oculta por la casta de los poderosos de la época. Para ello, tuvo que cruzar aquel increíble intersticio temporal indemne de una extraordinaria e inaudita concentración de personajes (estadistas, caudillos, artistas, literatos, ingenieros, científicos, navegantes, cortesanos, etc.) que han cambiado de forma significativa, drástica e irreversible el curso de la historia. Para ello, tuvo que seducir a la mujer que, indescifrablemente inmortalizada por Leonardo da Vinci, sedujo al mundo con su mirada.

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Acababa de cumplir 12 años cuando un episodio que más tarde reaparecería frecuentemente en sus sueños de adulto le abriría las puertas de un nuevo mundo, algo muy alejado de las reglas monásticas a las que estaba acostumbrado y de las virtudes cardinales que leía todos los días en los libros: Era una calurosa tarde de principios de verano, las puertas y las vistas del scriptorium de la biblioteca estaban abiertas de par en par para permitir que la corriente de aire hiciera menos pesadas dichas lecturas; Tristano tenía en la mano un tomo sobre San Agustín de Hipona, cuya historia le fascinaba particularmente y, sentado en una isla cerca de la ventana, se preparaba para zambullirse en el grueso ejemplar cuando notó un extraño movimiento en la calle a esa hora: Antonia, una viuda inconsolable, regresaba del cementerio, avanzando a paso rápido por la calle desierta, casi arrastrando a su hija, quien no había aprendido a caminar sino hasta los dos años. La joven y desafortunada muchacha parecía tener prisa por llegar sin ser vista a su destino; al poco tiempo, haciéndose cada vez más circunspecta, desvió su trayectoria ligeramente hacia la derecha y, tan pronto como llegó al local del boticario, entró en él. Inmediatamente después, el dueño, inclinado y con la cabeza fuera de la puerta, echó una rápida mirada a la derecha y a la izquierda, y cuando volvió a entrar, cerró la puerta, la cual se abrió de nuevo sólo media hora después, para dejar salir a la madre y a la hija. Dicha dinámica se repitió casi de manera idéntica el sábado siguiente, intrigando tanto a Tristano que la tentación de seguir investigando se hizo casi incontenible para el adolescente. Así que planeó esconderse en un viejo cofre que un peón de su abuelo utilizaba para abastecer a la esposa del boticario, una dama adinerada que, junto con sus dos hijas, preparaba destilados, hidrolizados y perfumes para el laboratorio de su marido. Tan pronto como la carga estuvo lista, Tristano vació del cofre el equivalente de su peso y se acomodó en este, dejando que el trabajador la cargara en el vagón y completara su transporte sin sospechar, yendo directamente a la botica como era su rutina. Una vez allí, escondido en su caballo de madera, como Ulises en Troya, esperó el momento en que el ayudante del herbolario saliera a pagar al dependiente y salió del cofre que había sido colocado entre las diversas bolsas de cereales y hierbas que llenaban la habitación. En ese momento sólo quedaba esperar… Y de hecho, poco después de que el campanario de la iglesia tocara la Novena, la bella Antonia, con su pequeña, entró puntualmente en la semioscuridad; esperándola en la entrada estaba el apuesto alquimista que, como un lobo en la presa, se aventuró a su generoso pecho, empujando a la mujer hacia la puerta fija de la puerta; y mientras con la mano derecha bloqueaba la parte móvil de esta, con la izquierda hurgaba bajo la túnica de la atractiva dama, que, abandonando la mano de la pequeña, se desataba al mismo tiempo el gorro que un momento antes recogía su larga cabellera cobriza. El joven miraba incrédulo lo que ocurría en medio de aquel éxtasis de hierbas medicinales, especias, raíces, velas, papel, tinturas, colores… Después de las primeras efusiones, el boticario se soltó y dio a la joven madre el tiempo justo para acomodar mejor a la niña en un asiento con una muñeca de trapo y paja, luego la tomó de la mano y, mientras la llevaba al cuarto de atrás, le preguntó sarcásticamente: "Dime, ¿qué le dijiste hoy a Don Berengario en el confesionario?”. El ímpetu entre ambos amantes se volvió mayor que antes: a los resueltos y susurros siguieron los gemidos; tan pronto como el audaz espía movía el telón con dos dedos, veía a los dos amantes fornicando pecaminosamente entre hierbas, semillas, perfumes, aguas aromáticas, aceites, ungüentos…

Así comenzó su educación sexual, que pronto corroboró, como toda disciplina que se precie, con la teoría (procurando la ayuda de algunos textos considerados por sus preceptores como prohibidos) y la práctica (provocando pensamientos impuros en algunas jóvenes novicias).

Su primera relación real con una mujer fue con Elisa di Giacomo, la hija mayor de un campesino que trabajaba en la finca. Dos años más tarde, la bella Elisa acompañaba gustosa a Tristano en sus largos paseos por los senderos de la montaña, embrujada por sus historias, sus planes… y a menudo los dos terminaban inevitablemente haciendo el amor en alguna cabaña o refugio de la zona.

De hecho, estaban juntos en la celebración del día de cosecha cuando un puñado de soldados extranjeros llegaron galopando en medio de la fiesta, pasaron a un lado de los trabajadores y los alarmados transeúntes y llegaron frente a la alcoba rural, rodeándola. El hombre más alto de la fila, quien portaba una brillante armadura como nadie había visto en aquellos lares, desmontó de su caballo, se quitó el casco y, golpeando la puerta de una patada, para total azoro de los asombrados tortolitos, irrumpió:

"¿Tristano Licini de’ Ginni?".

"Sí, señor, soy yo", respondió el joven, recogiendo sus pantalones y tratando de ocultar el cuerpo semidesnudo de su asustada compañera con el suyo propio.

"Mi nombre es Giovanni Battista Orsini, Señor de Monte Rotondo. ¡Vístete! Debes seguirme a Roma inmediatamente. Tu abuelo ya ha sido informado y ha dado su permiso para que dejes estos lugares y te mudes lo antes posible a la casa de mi noble tío, Su Ilustrísimo y Reverendo Señor Cardenal Orsini. Mi tarea es escoltarte, incluso por la fuerza si fuese necesario, ante su santa persona. Por favor, no te resistas y sígueme".

Y así, arrancado de su microcosmos provincial en el que había encontrado su equilibrio, con sólo 14 años de edad, Tristano dejó para siempre aquellas pobres tierras de endebles fronteras para alcanzar y renacer como hombre en la opulenta ciudad que Dios había elegido para su asiento terrenal, en las eternas Urbs de los Césares, en el caput mundi

Después de 7 días de agotador viaje, habiendo llegado exhausto a la residencia del cardenal en Monte Giordano, el joven huésped fue inmediatamente confiado al cuidado de un sirviente y poco después llevado a la presencia del ilustre cardenal Latino Orsini, un destacado exponente de la facción romana de Guelph, Supremo Capellán y Arzobispo de Taranto, ex Obispo de Conza y Arzobispo de Trani, Arzobispo de Urbino, Cardenal Obispo de Albano y Frascati, Administrador Apostólico de la Arquidiócesis de Bari y Canosa y de la Diócesis de Polignano, así como Señor de Mentana, Selci y Palombara, et cetera et cetera .

Durante el corto trayecto, Tristano escudriñó las severas miradas de los bustos de mármol de los ilustres antepasados de la noble familia, sostenidos por ménsulas con protuberancias en forma de leones y rosas, el símbolo distintivo de los Orsini. Las preguntas en su mente crecían fuera de toda proporción, persiguiéndose, superponiéndose unas a otras.

Aquel salón con ventanas, intercaladas con pilastras, coronado por tímpanos curvos con cabezas de león y piñas, águilas coronadas, serpientes, etc.… le parecía infinito.

Su Gracia estaba en su polvoriento estudio, intentando firmar docenas de papeles que dos diligentes diáconos le entregaban con ritual pericia.

Tan pronto como se dio cuenta de que el joven había llegado, levantó la cabeza poco a poco, girándola ligeramente hacia la entrada; lentamente, con los ojos fijos en el muchacho y manteniendo el codo sobre la mesa, levantó el antebrazo izquierdo, con la palma abierta, para anticiparse a su ayudante suspendiendo el paso de otros documentos. Se puso de pie y se acercó al recién llegado sin prisa, como si buscara el mejor ángulo para apreciar mejor sus rasgos; acarició su rostro con benevolencia, para después poner sus dedos bajo su barbilla.

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