Isabel Allende - Ines Del Alma Mía

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Nacida en España, y proveniente de una familia pobre, Inés Suárez sobrevive a diario trabajando como costurera. Es el siglo dieciséis, y la conquista de América está apenas comenzando. Cuando un día el esposo de Inés desaparece rumbo al Nuevo Mundo, ella aprovecha para partir en busca de él y escapar de la vida claustrofóbica que lleva en su tierra natal. Tras el accidentado viaje que la lleva hasta Perú, Inés se entera de que su esposo ha muerto en una batalla. Sin embargo, muy pronto da inicio a una apasionada relación amorosa con el hombre que cambiará su vida por completo: Pedro de Validivia, el valiente héroe de guerra y mariscal de Francisco Pizarro.
Valdivia sueña con triunfar donde otros españoles han fracasado, llevando a cabo la conquista de Chile. Aunque se dice que en aquellas tierras no hay oro y que los guerreros son feroces, esto inspira a Valdivia aun más ya que lo que busca es el honor y la gloria. Juntos, los dos amantes fundarán la ciudad de Santiago y librarán una guerra sangrienta contra los indígenas chilenos en una lucha que cambiará sus vidas para siempre.

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Valdivia había llegado al grado de capitán con gran rapidez debido a su excepcional valor y su capacidad de mando, pero a pesar de su brillante carrera no estaba orgulloso de su pasado. Después del saqueo de Roma lo atormentaban recurrentes pesadillas en las que aparecía una joven madre, abrazada a sus hijos, dispuesta a saltar de un puente a un río de sangre. Conocía los límites de la abyección humana y el fondo oscuro del alma, sabía que los hombres expuestos a la brutalidad de la guerra son capaces de cometer acciones terribles y él no se sentía diferente a los demás. Se confesaba, por supuesto, y el sacerdote lo absolvía siempre con una penitencia mínima, porque las faltas cometidas en nombre de España y la Iglesia no podían considerarse pecados. ¿Acaso no obedecía órdenes de sus superiores? ¿Acaso el enemigo no merecía una suerte vil? Ego te absolvo ab omnibus censuris et peccatis, in nomine Patri, et Filii, et Spiritus Sancti, Amen . Para quien ha probado la exaltación de matar no hay escapatoria ni absolución, pensaba Pedro. Le había tomado gusto a la violencia, ése era el secreto vicio de todo soldado, de otro modo no sería posible hacer la guerra. La ruda camaradería de las barracas, el coro de rugidos viscerales con que los hombres se lanzaban juntos a la batalla, la común indiferencia ante el dolor y el miedo, le hacían sentirse vivo. Ese placer feroz al traspasar un cuerpo con la espada, ese satánico poder al cercenar la vida de otro hombre, esa fascinación ante la sangre derramada, eran adicciones muy poderosas. Se empieza matando por deber y se termina haciéndolo por ensañamiento. Nada podía compararse a eso. Aun en él, que temía a Dios y se preciaba de ser capaz de controlar sus pasiones, el instinto de matar, una vez suelto, era más fuerte que el de vivir. Comer, fornicar y matar, a eso se reducía el hombre, según su amigo Francisco de Aguirre. La única salvación para su alma era evitar la tentación de la espada. De rodillas ante el altar mayor de la catedral juró dedicar el resto de su existencia a hacer el bien, servir a la Iglesia y a España, no cometer excesos y regir su vida por severos principios morales. Había estado a punto de morir en varias ocasiones y Dios le había permitido conservar la vida para expiar sus culpas. Colgó su espada toledana junto a la antigua espada de su antepasado y se dispuso a sentar cabeza.

El capitán se convirtió en un apacible vecino preocupado por asuntos plebeyos, el ganado y las cosechas, las sequías y las heladas, los contubernios y envidias del pueblo. Lecturas, juegos de cartas, misas y más misas. Como era estudioso de la ley escrita y el derecho, la gente le consultaba sobre asuntos legales y hasta las autoridades judiciales se inclinaban ante su consejo. Su mayor deleite eran los libros, en especial las crónicas de viajes y los mapas, que estudiaba al detalle. Había aprendido de memoria el poema del Cid Campeador, se había deleitado con las crónicas fantásticas de Solino y los viajes imaginarios de John Mandeville, pero la lectura que realmente prefería eran las noticias del Nuevo Mundo que se publicaban en España. Las proezas de Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes, Américo Vespucio, Hernán Cortés y tantos otros lo dejaban sin dormir por las noches; con la vista clavada en el baldaquín de brocado de su cama, soñaba despierto con descubrir apartados rincones del planeta, conquistarlos, fundar ciudades, llevar la Cruz a tierras bárbaras para gloria de Dios, grabar el propio nombre a fuego y acero en la Historia. Entretanto su esposa bordaba casullas con hilos de oro y rezaba un rosario tras otro en inacabable letanía. A pesar de que Pedro se aventuraba varias veces por semana a través de la humillante apertura del camisón de Marina, los hijos tan deseados no llegaron. Así pasaron años tediosos y lentos, en el sopor del ardiente verano y el recogimiento del invierno. Dureza extremada, Extremadura.

Varios años más tarde, cuando Pedro de Valdivia ya se había resignado a envejecer sin gloria junto a su mujer en la silenciosa casa de Castuera, llegó de visita un viajero de paso que llevaba una carta de Francisco de Aguirre. Su nombre era Jerónimo de Alderete y era oriundo de Olmedo. Tenía rostro agradable, una mata de pelo rizado color miel, bigote turco con las puntas engomadas hacia arriba y los ojos incandescentes de un soñador. Valdivia lo recibió con la hospitalidad obligada del buen español, ofreciéndole su casa, que carecía de lujos pero resultaba más cómoda y segura que las posadas. Era invierno y Marina había ordenado encender fuego en el hogar de la sala principal, pero los leños no disipaban las corrientes de aire ni las sombras. En esa espartana habitación, casi desprovista de muebles y adornos, transcurría la vida de la pareja; allí él leía y ella se afanaba con la aguja, allí comían y allí, en los dos reclinatorios enfrentados al altar adosado a la pared, ambos rezaban. Marina sirvió a los hombres un vino áspero, hecho en casa, salchichón, queso y pan, luego se retiró a su rincón a bordar a la luz de un candelabro, mientras ellos hablaban.

Jerónimo de Alderete tenía la misión de reclutar hombres para llevarlos a las Indias, y para tentarlos exhibía en tabernas y plazas un collar de gruesas cuentas de oro labrado y unidas con un firme hilo de plata. La carta enviada por Francisco de Aguirre a su amigo Pedro trataba sobre el Nuevo Mundo. Exultante, Alderete le habló a su anfitrión de las fabulosas posibilidades de ese continente, que andaban de boca en boca. Dijo que ya no había lugar para nobles hazañas en Europa, corrupta, envejecida, desgarrada por conspiraciones políticas, intrigas cortesanas y prédicas de herejes, como los luteranos, que dividían a la cristiandad. El futuro estaba al otro lado del océano, aseguró. Había mucho por hacer en las Indias o América, nombre que dio a esas tierras un cartógrafo alemán en honor a Américo Vespucio, un jactancioso navegante florentino que no tuvo el mérito de descubrirlas, como Cristóbal Colón. Según Alderete, debieron haberlas nombrado Cristóbalas o Colónicas. En fin, ya estaba hecho y no era ése el punto, añadió. Lo que más se necesitaba en el Nuevo Mundo eran hidalgos de corazón indómito, con la espada en una mano y la cruz en la otra, dispuestos a descubrir y conquistar. Era imposible imaginar la vastedad de esos lugares, el verde infinito de sus selvas, la abundancia de sus ríos cristalinos, la profundidad de sus lagos de aguas mansas, la opulencia de las minas de oro y plata. Soñar no tanto con tesoros como con la gloria, vivir una vida plena, combatir a los salvajes, cumplir un destino superior y, con el favor de Dios, fundar una dinastía. Eso y más era posible en las nuevas fronteras del imperio, dijo, donde había aves de plumaje enjoyado y mujeres de color miel, desnudas y complacientes. «Perdonadme, doña Marina, es una forma de hablar…», añadió. No alcanzaban las palabras del idioma castellano para describir la abundancia de lo que allí se daba: perlas como huevos de codorniz, oro caído de los árboles y tanta tierra e indios disponibles, que cualquier soldado podía convertirse en amo de una hacienda del tamaño de una provincia española. Lo más importante, aseguró, era que numerosos pueblos aguardaban la palabra del Dios Único y Verdadero y las bondades de la noble civilización castellana. Agregó que Francisco de Aguirre, el amigo común, también deseaba embarcarse, y era tanta su sed de aventura, que estaba dispuesto a dejar a su amada esposa y a los cinco hijos que ésta le había dado en esos años.

– ¿Creéis que aún hay oportunidades para hombres como nosotros en la Terra Nova? -preguntó Valdivia-. Han transcurrido cuarenta y tres años desde el arribo de Colón y veintiséis desde que Cortés conquistó México…

– Y veintiséis también desde que Fernando de Magallanes inició su viaje alrededor del mundo. Como veis, la Tierra está en expansión, las oportunidades son infinitas. No sólo el Nuevo Mundo está abierto a la exploración, también África, India, las islas Filipinas y mucho más -insistió el joven Alderete.

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