La taberna, una sala de techos bajos, con varios ventanucos por donde apenas entraba suficiente aire para respirar, estaba atendida por un andaluz de buen corazón que daba crédito a los soldados cortos de fondos. Por esa razón, y por la música de cuerdas y tambores de un par de negros, el local era muy popular. Contrastaba con el bullicio alegre de los clientes la figura sobria de un hombre que bebía solo en un rincón. Estaba sentado en una banqueta ante una mesita, donde había extendido un trozo de papel amarillento que mantenía estirado con su garrafa de vino. Era Pedro de Valdivia, maestre de campo del gobernador Francisco Pizarro y héroe de la batalla de Las Salinas, entonces convertido en uno de los encomenderos más ricos del Perú. En pago por los servicios prestados, Pizarro le había asignado, por el lapso de su vida, una espléndida mina de plata en Porco, una hacienda en el valle de La Canela, muy fértil y productiva, y centenares de indios para trabajarlas. ¿Y qué hacía en ese momento el afamado Valdivia? No calculaba las arrobas de plata extraídas de su mina, ni el número de sus llamas o sacos de maíz, sino que estudiaba un mapa trazado a la carrera por Diego de Almagro en su prisión, antes de ser ajusticiado. Le atormentaba la idea fija de triunfar allí donde el adelantado Almagro había fracasado, en ese territorio misterioso al sur del hemisferio. Eso faltaba aún por conquistar y poblar, era el único lugar virgen donde un militar como él podía alcanzar la gloria. No deseaba permanecer a la sombra de Francisco Pizarro, envejeciendo cómodamente en el Perú. Tampoco pretendía regresar a España, por muy rico y respetado que fuese. Menos le atraía la idea de reunirse con Marina, quien le aguardaba fielmente desde hacía años y no se cansaba de llamarlo en sus cartas, siempre colmadas de bendiciones y reproches. España era el pasado. Chile era el futuro. El mapa mostraba los caminos recorridos por Almagro en su expedición y los puntos más difíciles: la sierra, el desierto y las zonas donde se concentraban los enemigos. «Del río Bío-Bío al sur no se puede pasar, los mapuche lo impiden», le había repetido varias veces Almagro. Esas palabras perseguían a Valdivia, aguijoneándolo. Yo habría pasado, pensaba, aunque nunca dudó del valor del adelantado.
En eso estaba, cuando distinguió en la ruidosa taberna un vozarrón de ebrio y, sin quererlo, prestó atención. Hablaba de alguien a quien pensaba darle una muy merecida lección, una tal Inés, mujer engreída que se atrevía a desafiar a un honesto alférez del cristianísimo emperador Carlos V. El nombre le pareció conocido y pronto dedujo que se trataba de la joven viuda que lavaba y remendaba ropa en la calle del Templo de las Vírgenes. Él no había recurrido a sus servicios -para eso contaba con las indias de su casa-, pero la había visto algunas veces en la calle o en la iglesia y se había fijado en ella, porque era una de las pocas españolas del Cuzco, y se había preguntado cuánto duraría sola una mujer como ésa. En un par de ocasiones la había seguido unas cuadras a cierta distancia, nada más que para deleitarse con el movimiento de sus caderas -caminaba con firmes trancos de gitana- y el reflejo del sol en sus cabellos cobrizos. Le pareció que ella irradiaba seguridad y fuerza de carácter, condiciones que él exigía de sus capitanes pero que nunca pensó que apreciaría en una mujer. Hasta entonces sólo le habían atraído las muchachas dulces y frágiles que despertaban el deseo de protegerlas, por eso se había casado con Marina. Esa Inés nada tenía de vulnerable o inocente, era más bien intimidante, pura energía, como un ciclón contenido; sin embargo, eso fue lo que más le llamó la atención en ella. Al menos así me lo contó después.
Con los pedazos de las frases que le llegaban ahogadas por el ruido de la taberna, Valdivia pudo deducir el plan del alférez borracho, quien pedía a gritos un par de voluntarios para secuestrar a la mujer por la noche y llevársela a su casa. Un coro de risotadas y bromas obscenas acogió su solicitud, pero nadie se ofreció para ayudarlo, ya que no sólo era una acción cobarde, sino también peligrosa. Una cosa era violar en la guerra y holgar con las indias, que nada valían, y otra agredir a una viuda española que había sido recibida por el gobernador en persona. Más valía sacarse eso de la mente, le advirtieron sus compinches, pero Núñez proclamó que no le faltarían brazos para llevar a cabo su propósito.
Pedro de Valdivia no lo perdió de vista y media hora más tarde lo siguió a la calle. El hombre salió trastabillando, sin darse cuenta de que llevaba a alguien detrás. Se detuvo un rato frente a mi puerta, calculando si podría realizar su cometido solo, pero decidió no correr tal riesgo; por mucho que el alcohol le nublase el entendimiento, sabía que su reputación y su carrera militar estaban en juego. Valdivia lo vio alejarse y se plantó en la esquina, oculto en las sombras. No debió esperar mucho, pronto vio a un par de indios sigilosos que empezaron a rondar la casa tanteando la puerta y los postigos de las ventanas que daban a la calle. Cuando comprobaron que estaban atrancadas por dentro, decidieron trepar por el cerco de piedra, de sólo cinco pies de altura, que protegía la vivienda por atrás. En pocos minutos cayeron dentro del patio, con tan mala suerte para ellos que voltearon y quebraron una tinaja de barro. Tengo el sueño liviano y desperté con el ruido. Por un momento Pedro los dejó hacer, para ver hasta dónde eran capaces de llegar, y enseguida saltó el muro detrás de ellos. Para entonces yo había encendido una lámpara y había cogido el cuchillo largo de picar la carne para las empanadas. Estaba dispuesta a usarlo, pero rezaba para no tener que hacerlo, ya que Sebastián Romero me pesaba bastante y habría sido una lástima echarme otro cadáver en la conciencia. Salí al patio seguida de cerca por Catalina. Llegamos tarde a lo mejor del espectáculo, porque el caballero ya había acorralado a los asaltantes y se disponía a atarlos con la misma cuerda que ellos traían para mí. Los hechos sucedieron muy rápido, sin mayor esfuerzo por parte de Valdivia, quien lucía más risueño que enojado, como si se tratara de una travesura de muchachos.
Las circunstancias resultaban bastante ridículas: yo despeinada y en camisón de dormir; Catalina maldiciendo en quechua; un par de indios tiritando de terror, y un hidalgo vestido con jubón de terciopelo, calzón de seda y botas altas de cuero sobado, espada en mano, barriendo el patio con la pluma del sombrero para saludarme. Los dos nos echamos a reír.
– Estos infelices no volverán a molestaros, señora -dijo, galante.
– No son ellos los que me preocupan, caballero, sino quien los mandó.
– Tampoco ése volverá a sus bellaquerías, porque mañana habrá de vérselas conmigo.
– ¿Sabéis quién es?
– Tengo una buena idea, pero, si me equivocase, éstos dos confesarán en el tormento a quién obedecen.
Ante estas palabras los indios se arrojaron al suelo a besar las botas del caballero y clamar por sus vidas con el nombre del alférez Núñez en los labios. Catalina opinó que debíamos rebanarles el pescuezo allí mismo, y Valdivia estuvo de acuerdo, pero me interpuse entre su espada y aquellos infelices.
– No, señor, os lo ruego. No quiero muertos en mi patio, ensucian y traen mala suerte.
Valdivia volvió a reírse, abrió el portón y los despidió con sendas patadas en el trasero, después de advertirles que desaparecieran del Cuzco esa misma noche o pagarían las consecuencias.
– Me temo que el alférez Núñez no será tan magnánimo como vos, caballero. Buscará a esos hombres por cielo y tierra, saben demasiado y no le conviene que hablen -dije.
– Creedme, señora, me alcanza la autoridad para mandar a Núñez a pudrirse en la selva de los Chunchos, y os aseguro que lo haré -replicó él.
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