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Anne Rice: Camino A Caná

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Anne Rice Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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La hierba crece suave y fragante en ese lugar.

Sé que en menos de una hora llegarán las mujeres, unas para llenar vasijas y otras, las más pobres, para lavar sus ropas aquí lo mejor que puedan y ponerlas a secar sobre la roca.

Pero de momento la fuente es sólo mía.

Me he quitado la vieja túnica y la he dejado en el lecho del arroyo, donde muy pronto el agua la ha empapado y oscurecido. He dejado a un lado la túnica nueva y me he acercado al estanque. Con el hueco de las manos me he lavado en el agua fría, salpicándome el pelo, la cara, el pecho, dejando que corriera por mi espalda y mis piernas. Sí, arrojar los sueños como la túnica vieja, y lavarlos a conciencia. La mujer del sueño no tiene nombre ahora, ni voz, y qué era aquella punzada dolorosa cuando ella reía o alargaba la mano, bueno, pasó, se desvaneció como empieza a desvanecerse la noche misma, y también el polvo, el polvo sofocante, que ahora desaparece. Sólo queda el frío.

Sólo el agua.

Me he tendido en la otra orilla, frente a la sinagoga. Los pájaros han empezado a piar, y como siempre me he perdido el momento exacto. Era un juego que me gustaba, intentar oír al primer pájaro, aquellos pájaros que sabían que llegaba el sol cuando nadie más lo sabía.

Las palmeras altas y gruesas que rodean la sinagoga descollaban sobre la masa informe de sombra. Las palmeras parecen medrar durante la sequía. No les importa que el polvo recubra todas sus ramas. Las palmeras crecen como si estuvieran acostumbradas a todas las estaciones.

El frío sólo estaba en el exterior. Creo que el latido de mi corazón mantenía el calor de mi cuerpo. Luego la primera luz empezó a despuntar sobre las tinieblas lejanas y yo tomé la túnica limpia y la deslicé por mi cabeza. Qué lujo la ropa nueva, su olor a limpio.

Me tendí de nuevo y dejé vagabundear mis pensamientos. Sentí la brisa antes que los árboles suspiraran con ella.

En lo alto de la colina hay una arboleda de olivos viejos a la que a veces me gusta ir solo. Pensé en ella. Qué bien tenderse en aquel lecho blando de hojas caídas y dormir todo el día.

Pero no es posible, no ahora con todo el trabajo que ha de hacerse y con el pueblo cargado de nuevas preocupaciones y rumores sobre un nuevo gobernador romano que ha de venir a Judea y que, hasta que se acostumbre a nosotros, como ha ocurrido con todos los anteriores, tendrá en vilo a todo el país, de un extremo a otro.

El país. Cuando digo el país me refiero a Judea y también a Galilea. Me refiero a la Tierra Santa, la tierra de Israel, el país de Dios. No importa que ese hombre no nos gobierne a nosotros. Gobierna sobre Judea y la Ciudad Santa en la que se alza el Templo, y por tanto bien podría ser nuestro rey en lugar de Herodes Antipas. Se entienden bien, los dos: Herodes Antipas, el rey de Galilea, y ese hombre nuevo, Poncio Pilatos, del que recelan nuestros hombres.

Y en la otra orilla del Jordán gobierna Herodes Filipo, que también se entiende con ellos. Y así, el país lleva sometido mucho, mucho tiempo, y a Antipas y Filipo les conocemos, pero de Poncio Pilatos no sabemos nada, y las pocas informaciones que tenemos sobre él son malas. ¿Qué puede hacer al respecto un carpintero de Nazaret? Nada, pero cuando no llueve, cuando los hombres están ociosos e irritados y llenos de miedo, cuando la gente habla de una maldición del Cielo que agosta la hierba, y de agravios de los romanos, y de un emperador inquieto que ha marchado al exilio en señal de duelo por un hijo envenenado, cuando todo el mundo parece agitado por la necesidad de arrimar el hombro y empujar todos a una, bueno, en un momento así yo no puedo ir a la arboleda a pasar el día entero durmiendo.

La luz ya había llegado.

Una figura apareció entre las oscuras siluetas de las casas del pueblo y corrió colina abajo hacia mí, con una mano alzada.

Mi hermano Santiago. Hermano mayor, hijo de José y su primera mujer, que murió antes de que José se casara con mi madre. Inconfundible Santiago, con su pelo largo, anudado en la nuca y que cae sobre su espalda, y sus hombros estrechos y nerviosos, y la rapidez con que llega, Santiago el Nazarita, Santiago el capataz de nuestra cuadrilla de obreros, Santiago que ahora en la vejez de José ejerce como cabeza de familia.

Se paró en el otro extremo de la pequeña fuente, un reguero de piedras secas en su mayor parte, por cuyo centro fluye ahora la cinta brillante del agua, y pude imaginar sin esfuerzo la cara que ponía al mirarme.

Colocó el pie sobre una piedra grande y luego en otra, mientras cruzaba el arroyo hacia mí. Yo me incorporé y me puse en pie de un salto, una muestra habitual de respeto hacia mi hermano mayor.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó-. ¿Qué pasa contigo? ¿Por qué siempre me haces enfadar?

No contesté.

El levantó las manos y miró los árboles y los campos en busca de una respuesta.

– ¿Cuándo tomarás una esposa? -preguntó-. No, no me interrumpas, no levantes la mano para hacerme callar. No voy a callarme. ¿Cuándo tomarás una esposa? ¿Estás casado con este arroyo miserable, con su fría agua? Qué vas a hacer cuando se seque, y se secará este año, lo sabes.

Me reí sin mover los labios.

Él siguió:

– Hay dos hombres de tu edad en este pueblo que no se han casado aún.

Uno está tullido y el otro es idiota, y todo el mundo lo sabe.

Tenía razón. He cumplido ya treinta años y no me he casado.

– ¿Cuántas veces hemos hablado de esto, Santiago? -repuse.

Era hermoso contemplar cómo iba aumentando la luz, ver transformadas por el color las palmeras agrupadas alrededor de la sinagoga. Me pareció oír gritos lejanos, pero puede que fueran sólo los sonidos habituales de un pueblo que empieza un nuevo día.

– Dime qué es lo que de verdad te preocupa esta mañana -pregunté. Recogí la túnica empapada del arroyo y la extendí sobre la hierba para que se secara-. Cada año te pareces más a tu padre -añadí-, pero nunca has tenido su aspecto. Nunca tendrás su misma paz mental.

– Nací inquieto -reconoció con un encogimiento de hombros. Miró con ansiedad hacia el pueblo-. ¿Oyes eso?

– Oigo algo.

– Es la peor temporada de sequía que hemos sufrido. -Levantó los ojos al cielo-. Y hace frío, pero no lo bastante. Sabes que las cisternas están casi vacías. El mikvah está casi vacío. Y tú, tú eres una preocupación continua para mí, Yeshua, una preocupación continua. Vienes en la oscuridad aquí, al arroyo.

Subes hasta esa arboleda a la que nadie se atreve a ir…

– Te equivocas en cuanto a ese bosque. Son piedras viejas que no significan nada.

Una vieja superstición local afirma que antiguamente en la arboleda ocurrió algo pagano y horrendo. Pero allí sólo hay las ruinas de un antiguo molino de aceite, piedras que se remontan a una época en la que Nazaret no era aún Nazaret.

– Ya te lo dije el año pasado, ¿recuerdas? Pero no quiero que estés preocupado, Santiago.

2

Esperé a que Santiago continuara.

Pero siguió callado, mirando hacia el pueblo. Había gente que gritaba, mucha gente. Me pasé los dedos por el pelo para alisarlo, me volví y miré.

A la luz del día, que ya había alcanzado su intensidad normal, vi un nutrido grupo de personas en la cima de la colina, hombres y niños que tropezaban y se empujaban unos a otros de modo que todo el tumulto avanzaba lentamente colina abajo, hacia nosotros.

Al margen del grupo apareció el rabino, el viejo Jacimus, y con él su joven sobrino Jasón. Pude ver que el rabino intentaba detener a la multitud, pero era arrastrado hacia el pie de la colina, hacia la sinagoga, por la avalancha de personas que bajó como un rebaño en estampida hasta detenerse en el claro, delante de las palmeras.

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