Primero seguimos el río, pero enseguida la vista de los incendios y el fragor de gritos nos empujó hacia el oeste, donde de nuevo vimos escaramuzas y gente que huía con bultos y niños en brazos.
Cruzamos a la otra orilla y encontramos el mismo panorama. El camino estaba abarrotado de gente desdichada que contaba entre lágrimas lo que habían hecho los bandidos y los reyezuelos, que habían caído sobre ellos para adueñarse del ganado y el oro, incendiando sus aldeas sin motivo. Mi miedo aumentó hasta arraigar en lo más profundo de mí, de manera que la felicidad me pareció nada más que un sueño, incluso a plena luz del día.
Perdí la cuenta de los días y no retenía los nombres de los pueblos y lugares por donde pasábamos. Una y otra vez nos detenían los bandidos. Se abrían paso entre la muchedumbre, gritando y maldiciendo, sin otro propósito que robar a todo el mundo. Nosotros nos apiñábamos y no decíamos nada.
Poco antes de caer la noche, montábamos nuestro campamento lejos de los poblados, que en su mayoría estaban desiertos o eran pasto de las llamas.
En un pueblo hubimos de escondernos mientras los bandidos prendían fuego a las casas. La pequeña Salomé empezó a llorar y fui yo quien la consoló. Yo, que había llorado tanto a las puertas de Jericó, ahora la abrazaba a ella y le decía que pronto estaríamos a salvo en casa. Silas y Leví querían enfrentarse a los hombres que nos abordaban, pero Santiago les repitió las serias advertencias de su padre de que guardásemos silencio y no intentásemos nada, puesto que ellos eran muy numerosos.
Después de todo, decían nuestros hombres, aquellos canallas portaban espadas y cuchillos. Mataban por capricho. Estaban sedientos de sangre. No había que caer en ninguna provocación.
A veces caminábamos bien entrada la noche mientras otros peregrinos montaban el campamento, y los hombres discutían, siempre con Cleofás en medio de todo. Tía María decía que él lo pasaba en grande teniendo a tanta gente nueva escuchando sus discursos. Además, ya no tenía más fiebre.
Yo procuraba mantenerme cerca para oír lo que decía. Y Cleofás no paraba de hablar del rey Herodes Arquelao sin hacer caso de las órdenes de José, y Alfeo también desistió de hacerle advertencias. Todo el mundo sabía que Arquelao había zarpado para Roma, pero también lo habían hecho otros hijos de Herodes, «los que habían tenido la suerte de sobrevivir», en palabras de Cleofás. Al parecer, el rey había asesinado a cinco de sus hijos varones, así como a innumerables hombres indefensos, a lo largo de sus más de treinta años de reinado.
Simón, el hermano de José, estaba callado, lo mismo que sus hijos y su hija. A ellos no les interesaban estas cosas. Tampoco a mi madre.
Cuando nos separamos de Zebedeo y de la prima más querida de mi madre, María Alejandra, hubo muchas lágrimas porque «las tres Marías» ya no volverían a estar juntas hasta la próxima fiesta en Jerusalén y, dada la actual situación, nadie podía asegurar cuándo sería seguro ir.
– Y no olvidemos a Isabel -dijeron entre sollozos-, sola en el mundo y con el pequeño Juan viviendo con los Esenos.
Y aunque se habían separado de ella hacía mucho tiempo, volvieron todas a llorar otra vez. Lloraron por personas que yo no conocía y luego Zebedeo y los suyos montaron en sus bestias para dirigirse al mar de Galilea y Cafarnaum. Yo también quería ir a ese mar. Deseaba verlo con toda mi alma.
Echaba de menos la presencia del mar. Quiero decir, lo echaba de menos cuando el miedo remitía en mi interior. Alejandría era una pequeña porción de tierra entre el Gran Mar y el lago. En Alejandría siempre olías a agua, notabas la brisa fresca. Pero ahora estábamos tierra adentro y el terreno era pedregoso, los caminos duros. Y había aguaceros.
Los hombres, que conocían las estaciones, dijeron que eran las últimas lluvias, un poco tardías, y que en cualquier otro momento hubieran sido bienvenidas. Pero ahora nadie pensaba en las cosechas, sino en huir de los levantamientos y los problemas. Y la lluvia nos hacía arrimarnos unos a otros bajo nuestras capas, y teníamos frío.
Las mujeres temían por Cleofás, a causa de las lluvias, pero él no enfermó.
Ya no tosía nada.
Los que nos adelantaban traían historias de nuevas revueltas en Jerusalén.
Se decía que el ejército romano estaba de camino desde Siria. Nuestros hombres alzaban los brazos al cielo.
Todavía éramos un grupo muy numeroso -había peregrinos que regresaban a poblaciones de Galilea-, y pronto alcanzamos terreno más elevado y verde, lo que me gustó mucho.
Allá donde mirara había bosques y ovejas paciendo en las laderas, y allí por fin vimos a los campesinos trabajar como si no hubiera ninguna guerra.
Yo me olvidaba de los bandidos, pero de repente, salido de la nada, sobre la cresta de una loma aparecía un grupo de jinetes y todos nos poníamos a gritar. A veces el número de peregrinos sin casa era tan grande que no se atrevían con nosotros y se alejaban hacia los campos, dejándonos en paz. En otras ocasiones torturaban a los hombres que sólo les daban respuestas inútiles, como si fueran imbéciles, cuando en realidad no lo eran.
Noche tras noche, nuevos hombres se sumaban al círculo de la cena.
Algunos eran galileos que iban al norte; otros, parientes lejanos nuestros a los que no conocíamos; y otros, en fin, gente que huía de las revueltas y los incendios. Los hombres se sentaban alrededor de la lumbre y se pasaban el odre y discutían a viva voz y se acaloraban. A la pequeña Salomé y a mí nos encantaba escucharlos.
Habían surgido caudillos rebeldes por todas partes, contaban. Como Atronges, que junto con sus hermanos lideraba un grupo muy activo y estaba reuniendo fuerzas. Y también en el norte estaba Judas, hijo de Ezequías el galileo.
Y no sólo eran romanos los que venían hacia aquí, sino que se les habían sumado los hombres de Arabia, que incendiaban aldeas porque odiaban a Herodes. Ya no había nadie que pudiera plantar cara y poner orden. Los romanos hacían lo que podían.
Todo esto nos animó a darnos prisa en nuestro viaje hacia Galilea, pese a que no sabíamos dónde podíamos toparnos con esas temibles partidas armadas.
Los hombres discutieron acaloradamente.
– Sí, todo el mundo hablaba de las maldades del rey Herodes, que si era un tirano y un monstruo -dijo uno de ellos-, pero ¡mirad lo que está pasando ahora! ¿Es que siempre necesitaremos un tirano que nos gobierne?
– Podríamos apañarnos con el gobernador romano de Siria -dijo Cleofás-. Pero no necesitamos un rey judío que no sea judío.
– ¿Y entonces quién tendría la autoridad aquí, en Judea, Samaria, Peraea y Galilea? -objetó Alfeo-. ¿Funcionarios romanos?
– Mejor que los Herodes -dijo Cleofás, y muchos compartieron su opinión.
– ¿Y si llegara a Judea un prefecto romano con una estatua de César Augusto representado como el Hijo de Dios?
– Eso no lo harían nunca -replicó Cleofás-. Se nos respeta en todas las ciudades del Imperio. Observamos el sabbat y no se nos exige que nos alistemos como soldados. Respetan nuestras leyes ancestrales. ¡Mejor ellos que esta familia de locos que conspiran entre sí y asesinan a los de su propia sangre!
La discusión se prolongó. Me gustaba quedarme dormido escuchando. Me hacía sentir protegido y a salvo.
– Os cuento esto porque lo he visto -dijo Alfeo-. Cuando los romanos sofocan un disturbio, matan por igual a inocentes y culpables.
– ¿Cómo van a distinguir los soldados entre unos y otros si entran a saco en la ciudad, o en las aldeas? -dijo un judío de Galilea-. Son como una tromba. Os aseguro que si vienen, lo mejor es apartarse del camino. Los romanos no tienen tiempo para escuchar cómo les dices que tú no has hecho nada. Es como una plaga de langostas detrás de otra: primero los ladrones y después los soldados.
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